Historias digitales: instrucciones de uso
Profesor de Historia Contemporánea

(Universitat de València )

Día libre. © Oiluj Samall Zeid, CC BY-NC-ND 2.0 DEED

Día libre.

Justificar a estas alturas la actualidad o conveniencia de los estudios sobre el mundo digital y sus implicaciones resulta claramente ocioso, por no decir pretencioso. Los conceptos de humanidades digitales o de historia digital circulan ampliamente dentro del campo académico desde hace algunos años y son ya muchos los estudiosos que se han dedicado en cuerpo y alma a desentrañar sus variados vericuetos, en la teoría y en la práctica, con sus rasgos, retos y desafíos. Por esa misma razón, resultaría igualmente reiterativo volver sobre la genealogía de esos campos, de modo que ahorraremos al lector un recorrido que otros muchos han expuesto con mejores habilidades y fortuna1.

De hecho, esta misma revista, Passés Futurs, se proponía desde sus inicios abordar la cuestión de los usos del pasado, las diversas formas de movilizarlo, dentro y fuera de los marcos nacionales, para lo cual subrayaba la necesidad de analizar los procesos de comunicación y las transformaciones del espacio público. Y eso es algo que no se puede acometer sin una comprensión adecuada de las tecnologías digitales: ¿acaso podemos entender sin ellas las múltiples presencias del pasado y sus destinos futuros?

Vestrahorn. © Modes Rodríguez, CC BY-NC-ND 2.0 DEED

Vestrahorn

El Giro digital: una nueva cultura de la memoria

Asumamos de entrada que “Historia” no es lo mismo que “pasado”, que la primera es una forma de pensar y estudiar este último, que entre la una y el otro son el archivo y el documento los que median, en tanto rastros o huellas de lo que desapareció y del posible relato que será. Y pensemos, pues, en cómo han cambiado esos archivos y esos documentos, en cómo su digitalización los ha transformado radicalmente. O reflexionemos sobre la cuestión de la memoria y de cómo recordamos hoy, que es precisamente uno de los temas habituales en esta revista.

Tomemos por ejemplo el estudio de Daniel Levy y Natan Sznaider sobre este último asunto, la memoria y el recuerdo. Dicen estos autores que una de las cosas que hoy nos causa ansiedad y miedo es la globalización, y que ello se debe a que está disolviendo tenazmente las coordenadas que hemos estado usando para dar sentido a la experiencia. Con ella, y con la homogeneización cultural que supone, perderíamos nuestros propios e idiosincrásicos amortiguadores culturales, disolviendo anclajes, vínculos y valores. Solamente los recuerdos colectivos, nuestras memorias nacionales y de grupo, persistirían como baluarte defensivo y estabilizador.

¿Pero es realmente así? Eso es lo que dichos autores analizan, examinando las formas particulares que adoptan las memorias colectivas en la era de la globalización, caracterizada por la desterritorialización de la política y de la cultura, por el impacto y la integración de cuestiones de relevancia mundial en nuestras experiencias locales y cotidianas. Y lo que ellos sostienen es que algo ha cambiado, en efecto, y que ya no podemos restringir la conceptualización de la memoria colectiva a un contexto nacional, pues hemos de descubrir los paisajes de la memoria que corresponden a los modos emergentes de identificación en la era global, todos ellos dominados por la conectividad digital. En estos paisajes, las memorias nacionales y de grupo no se borran, sino que se transforman, sujetas todas ellas a ese patrón común de la globalización. El resultado es el de “memorias cosmopolitas”, que no solamente afectan a colectividades concretas o a naciones en su conjunto, sino a fenómenos señeros. Y, entre ellos, al más señalado, al Holocausto. De hecho, los autores lo escogen precisamente por su relevancia, por ser el paradigma de la relación entre memoria y modernidad, el referente de todas esas representaciones que producen memorias compartidas.

Pero hay otro asunto más que los autores tratan. Con atinado criterio, señalan que uno de los rasgos centrales de este proceso está relacionado con los patrones de comunicación en la era digital, que ha dado lugar a un sistema entrelazado que atraviesa fronteras territoriales y lingüísticas, una corriente compartida que nos acerca a acontecimientos lejanos que influyen en cómo percibimos (localmente). En tiempos globales, dicen, los medios se convierten en mediadores, incluso de asuntos morales2.

De todos modos, la globalización no es nueva y ha producido antes procesos más o menos complejos en este mismo ámbito3; lo nuevo, o más bien característico, es el contexto particular en el que se produce. Como ha señalado Sebastian Conrad, los cambios fundamentales y estructurales que acompañan a la globalización y a la economía digitalizada del conocimiento están produciendo un cambio en el régimen de la memoria en todas partes, de modo que la cuestión no es si es así o no, sino cómo afrontarlo4. En efecto, si bien el cambio no puede atribuirse únicamente a esas estructuras digitales, so pena de caer en el determinismo tecnológico, la nueva circulación que permiten los medios no se puede obviar de ninguna manera. En ese sentido, sea como proceso individual o colectivo, podríamos decir –como indica Andrew Hoskins– que la memoria está inmersa en un “giro conectivo”, del que resulta un cambio paradigmático en el tratamiento y comprensión de sus funciones y disfunciones. Este giro obedece a varias razones, entre las cuales cabe destacar el paso de una cultura de la “escasez” a otra de la abundancia (post-escasez, la llama), determinada a su vez por la omnipresencia y la accesibilidad de las redes de comunicación. Todo ello conforma un conjunto de técnicas, tecnologías y prácticas a través de las cuales la vida social y cultural es mediada5. En fin:

“este giro impulsa un cambio ontológico en lo que es y hace la memoria, paradójicamente frenando y desamarrando a la vez el pasado. Ha remodelado la memoria, liberándola de los límites tradicionales del archivo espacial, la organización, la institución, y la ha distribuido de forma continua a través de una conectividad entre cerebros, cuerpos y vidas personales y públicas. Esta apertura a nuevas formas de encontrar, clasificar, cribar, usar, ver, perder y abusar del pasado, aprisiona y libera el recuerdo y el olvido humanos activos”6.

Pero si el cómo recordamos es importante, más aún lo es la transformación, el efecto transformador de todas estas tecnologías en nuestras formas de trabajar. ¿Cómo hacemos preguntas históricas hoy? Con los motores de búsqueda. ¿Dónde conseguimos contenidos históricos? En Internet. ¿Cómo accedemos a archivos y documentos? Sobre todo, con nuestras máquinas o mediados por ellas.

Cualquiera que se haya acercado al tema sabrá de las muchas metáforas que se emplean para describir esos cambios. Una de las más habituales, casi omnipresente, proviene del narrador argentino Jorge Luis Borges cuando nos habla del aleph, “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”, “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Aunque, claro está, esa esfera tornasolada, que contenía todo el espacio cósmico sin disminución de tamaño, podría ser cualquier cosa7. Borges no podía saber que llegaría el momento en que toda la información disponible podría caber en esa esfera ni que tal cosa sería factible en un mundo que produce una cantidad de información de volúmenes insospechados. Eso es posible, como sabemos hoy, porque hemos asistido a una mutación fundamental, consistente en disociar los textos (y cualesquiera otras fuentes de información) de su acostumbrada materialidad. Con esa alteración, el soporte es una memoria digital, en la que se almacena todo sin distinción, de manera desmaterializada. No hay divergencia digital, como sí la hubo en la era analógica, entre un periódico, un libro, una guía telefónica, un prospecto medicinal, un audio, un video o una mera imagen. Todos pueden aparecer a la vez ante nosotros, como un continuum, y verse o leerse en una pantalla, desplegados como si de un antiguo rollo se tratara. El espacio que antes ocupaban se desvanece, al menos parcialmente.

Esa novedad, interiorizada ya, es tan evidente que en ocasiones resulta difícil de mostrar y de captar en todas sus consecuencias. El propio Borges, en El Aleph, fue consciente de eso mismo y confesó que, una vez vista la esfera, su relato se tornaba inefable, por la dificultad de transmitir su infinitud con un lenguaje no apto para tales fines, dado que lo que vio “fue simultáneo” y lo que podía transcribir, “sucesivo, porque el lenguaje lo es”.

Acaso por aquella dificultad, Georges Perec, otro escritor en sintonía con ese precedente, rehuyó transitar ese camino. Para él, todas las categorías que describen o explican la realidad pasan por dos ejes fundamentales: el espacio y el tiempo, el registro espaciotemporal. En Especies de espacios dejó escrito que casi todo lo sucedido deja “al menos una huella escrita. Casi todo, en un momento u otro, pasa por una hoja de papel, una página de cuaderno, una hoja de agenda o no importa qué otro soporte de fortuna” sobre el que se inscribe la diversidad de la vida ordinaria. Y ese espacio se puede medir, diciendo por ejemplo que “si el formato medio de un libro es 21 x 29,7 cm y desollamos todas las obras impresas conservadas en la Biblioteca Nacional y extendemos cuidadosamente sus páginas unas junto a otras, podríamos cubrir enteramente la Isla de Santa Elena o el lago de Trasimeno”. Así pues, el espacio comienza con palabras, razón por la cual “el alef, ese lugar borgesiano en que el mundo entero es simultáneamente visible, ¿acaso no es un alfabeto?”8.

En consonancia con lo anterior, Perec afirmó que describir y pensar ese espacio era nombrarlo, trazarlo, clasificarlo. Por eso, pudo dedicar un libro (La vida instrucciones de uso) a describir de forma combinatoria las variadas estancias de un edificio, con sus diversas historias, personas y objetos o pudo proponer unas notas breves sobre el arte de ordenar los libros, pues no en vano defendía que “toda biblioteca responde a una doble necesidad, que a menudo es también una doble manía: la de conservar ciertas cosas (libros) y la de ordenarlos según ciertos modos”. Pero como el espacio es dimensión y materialidad, el problema de toda biblioteca “sería un problema doble: primero un problema de espacio, y después un problema de orden” y, de igual modo, la contrariedad que plantea el edificio aludido se resolvería con una reiteración obsesiva de descripciones hasta agotar el espacio9.

En eso, Perec andaba desencaminado, porque el espacio y el orden, interior y exterior, era algo a lo que estábamos acostumbrados en bibliotecas, archivos, museos, etcétera, antes de la era digital. No obstante, es cierto que su importancia, real y simbólica, se mantiene, de ahí la presencia de ciertas paradojas que remiten al fondo y a la forma, a lo material y a su soporte. Por sus propias características, quizá el campo que mejor exprese todo ello sea el del arte, no solamente por su evolución, por cómo ha afrontado históricamente el contexto de producción, sino por su libertad para anticiparse a los cambios.

Espacios, A. Vidal.

Espacios, A. Vidal.

Podemos empezar con la afirmación, simplificando, de que “la historia del arte moderno corresponde a una ruptura continua y creciente de la dependencia y de la correspondencia de la imagen pictórica y escultórica a los objetos del mundo”10. El resultado, ya en pleno siglo XX, ha sido la diversidad y el hibridismo, hasta llegar a aquellas manifestaciones en las que el soporte mismo es volátil, como ocurre con muchas performances o con el arte efímero, que se esfuman tras su representación si alguien no las capta para ser objeto de conservación o de documentación personal o museística. Esa fugacidad, por otra parte, es cada vez más abundante porque, en el orden actual, la posibilidad de hacer y de mostrar ese tipo de arte (en suma, de tener voz) está al alcance de toda persona con una mínima inquietud, y los lugares para desarrollarla se multiplican.

Ahora bien, esa independencia de los objetos del mundo y de los soportes y de los espacios formales se compagina, paradójicamente, con una importancia cada vez mayor del museo como espacio real y simbólico. En la práctica, podríamos decir que el edificio, su materialidad, su exteriorización, adquiere una importancia superior a la de lo que contiene, de modo que el arte está antes (es anterior) en la forma que en el fondo. Por eso mismo, quizá a la antigua inflación de obras a mostrar, la mayoría de las cuales acaban fuera de esos museos o dentro, pero en sus sótanos, se puede oponer hoy una inflación de espacios cuyo valor está en el elemento constructivo, al que sigue la necesidad de dotarlo de contenidos o, en todo caso, de conseguirle un relato. En el fondo, subyace también aquí la tensión entre ausencia y presencia, que se compagina con ese reforzamiento del valor material y simbólico que tradicionalmente han tenido determinados espacios ante -o precisamente por- el vaciado que supone hoy el archivo digital. Por eso, hablando de la representación de algo y de cómo mostrar un objeto ausente, y siguiendo a Kantorowicz, Roger Chartier nos ha indicado que “el ejercicio de la dominación política descansa así en la ostentación de las formas simbólicas que representan la potencia del rey que es dado a ver y a creer incluso en su ausencia”11. Como podemos presuponer, el edificio es aquí la estatua poderosa y dominadora que enfatiza un determinado sentido, incluso si el contenido es fugaz y volátil, algo que es de gran importancia porque –como ocurría en el mundo medieval estudiado por Kantorowicz– ayuda a construir el mundo social, el histórico o el artístico. En definitiva, ni el rey ni el archivo mueren (y al morir son representados).

Pero volvamos de nuevo al arte y al museo, por ese carácter ilustrativo antes sugerido. En “El museo en el tercer milenio”, Umberto Eco diseccionó brevemente la evolución histórica de estos espacios hasta llegar al momento actual en el que “con frecuencia algunos museos son visitados no por las obras que contienen, sino por la magia del contenedor”12. Como ejemplo inicial más ilustre citó al Guggenheim de New York, seguido por su homónimo de Bilbao. Nos recordó asimismo que ese rasgo no era nuevo, pues ya desde tiempo atrás el visitante de Versalles o el peregrino que acude a San Pedro de Roma admiran sobre todo los edificios, y que no era reprobable tal práctica. Umberto Eco tenía razón, como parecía tenerla Perec, pero no reparaba suficientemente en las características de la nueva tendencia que aquellos museos ejemplifican. El paradigma que se impone ahora es el del llamado museo fascinante, que no identificamos por sus colecciones, sino por su arquitectura, sin olvidar el impacto que esta última pueda tener como gran adorno y seducción urbanos y como motor económico13.

Lo mismo que le ocurre al museo, por razones semejantes a las ya aludidas, le está sucediendo a las bibliotecas y también a los propios archivos. Si el Guggenheim de Bilbao se asocia a la figura de su arquitecto, Frank Gehry, la Biblioteca de la Universidad Politécnica de Florida está ligada al nombre de Santiago Calatrava, que ha diseñado un enorme edificio, blanco y en forma de cúpula en el que no hay ni un solo libro físico, pues los miles de volúmenes que contiene son exclusivamente electrónicos. Por supuesto, se trata habitualmente de bibliotecas académicas centradas en los campos de la tecnología y las ciencias básicas14, pero forma parte de una tendencia mucho más amplia que intenta resolver aquellas complicaciones apuntadas por Georges Perec. En estas nuevas arquitecturas, todo es diáfano, sin estantes, de modo que el problema del espacio queda resuelto con la posibilidad del almacenamiento infinito, por lo que deja de ser dimensión y materialidad. Y, por otra parte, si se desmaterializa, también se desestructura y no es imprescindible clasificarlo, “nombrarlo, trazarlo, como los dibujantes de portulanos que saturaban las costas con nombres de puertos, nombres de cabos, nombres de caletas, hasta que la tierra sólo se separaba del mar por una cinta de texto continua”15. Esa catalogación descansa ahora sobre el lector y su ratón, que puede ordenarlo todo a su gusto tantas veces como quiera y del modo que desee.

Pero si atendemos a todo lo dicho, entenderemos que ahora se subraya que el archivo no trata de la memoria, sino de prácticas de almacenamiento, un funcional lieu de mémoire. Repararemos también en que rememorar es externo al archivo y que tal cosa ha cambiado en la era en la que vivimos. Lo ha hecho porque Internet genera una “una nueva cultura de la memoria, en la que ésta ya no se localiza en lugares concretos ni es accesible según la mnemotecnia tradicional, y ya no es un acervo al que sea necesario acceder, con todos los controles jerárquicos que ello conlleva”16. Entenderemos asimismo que el acto de registrar y almacenar archivos, imágenes, audios y datos absorbe cada minuto de nuestro tiempo de ocio y que el tamaño de nuestra colección personal digital ha superado la capacidad para realizar un seguimiento de su contenido. Es la fiebre, la pulsión o el mal de archivo de la que habló certeramente Jacques Derrida17. Es decir, que el espacio ya no es un límite, con el peligro de depender de ese repositorio multimedia, pues la digitalización está conformando de forma subrepticia nuestros actos de memoria cultural –nuestra forma de grabar, guardar y recuperar recuerdos de nuestras vidas pasadas18.

De eso y de otras muchas cosas trata el giro digital, aunque su reconocimiento sea otro asunto bien distinto, dado que por lo general lo tratamos como un contexto invisible, una suerte de espectro (irreal y amenazante). Pero preguntémonos algunas cosas. ¿Es posible escapar del propio mundo en el que se vive? ¿Se puede hacer historia del presente (o del pasado) sin tener en cuenta esa realidad, sin tomar en consideración a los medios sociales, a cómo, por ejemplo, el software y los algoritmos generan y manipulan textos, memorias e historias? No. Todos somos conscientes de cómo la omnipresencia de los dispositivos móviles, las nuevas tecnologías en general, ha cambiado la naturaleza de la encarnación física y la identidad, la relación de proximidad o cercanía, pues ya no necesitamos que el otro esté presente para comunicarnos, en tanto la inmediatez y la presencia pueden estar asociadas o no con compartir el mismo espacio físico19. Del mismo modo, y por las mismas razones, nuestra profesión, nuestras prácticas, ya no se ejerce bajo las condiciones del siglo pasado, ligadas a las tecnologías de la página impresa y la presencia física en el archivo, sino en un contexto mediático que ha alterado de forma significativa las formas de investigar, estudiar, difundir y relacionarnos. Dicho de forma simple: si los historiadores estamos influidos por nuestras condiciones de trabajo, como todos por otra parte, entonces debemos empezar reconociendo que accedemos a muchas de nuestras fuentes como archivos digitales, algo que también acaba por orientar nuestras preguntas, y que escribimos sentados ante una pantalla. Y ello, aunque aceptemos, pues así debe ser, que no existen dos formas distintas de hacer historia, manoseando el documento original o su copia digitalizada, sino una única praxis intelectual asociada al quehacer que nos es propio. Pero la cuestión no es exactamente esa:

“Cómo escribo –con una pluma o sobre mi Palm o con el PC– marca una diferencia con respecto a lo que escribo. Cómo conservo –mediante migración o emulación– marca una diferencia con respecto al modo en que puedo relacionarme con el documento, el modo en que accedo al documento en diferentes modos cognitivos, afectivos y conativos. Y no sólo la tecnología, sino también el contexto social en el que escribo y leo marca una diferencia –cognitivamente, afectivamente y conativamente– con respecto a lo que escribo y leo”20.

El espacio digital: Formas de hacer historia

Este monográfico no pretende analizar qué es la historia digital o qué son las humanidades digitales, tampoco sus efectos sobre la escritura de la historia ni el trato con los archivos, ni siquiera cómo se produce la mediación digital de la memoria, de las fuentes y de los documentos en general, algo que es tan fundamental como su mismo contenido. Solo pretendemos mostrar algunas formas de hacer historia hoy, formas que han entendido que los cambios no suelen ser buenos o malos, sino que simplemente requieren contextualización y reflexión y que, una vez hecho eso, se pueden explorar sus posibilidades.

Para ello, ofrecemos una entrevista con la historiadora norteamericana Jo Guldi. Las razones de esta elección son varias y significativas, aunque no sea necesario detallarlas. Baste decir que, aun siendo muy conocida por su coautoría, junto a David Armitage, del polémico Manifiesto por la Historia21, Guldi obtuvo en 2008 la primera plaza rotulada como “historia digital” de su país y que, desde entonces, ha escrito y hablado ampliamente sobre la aplicación de la tecnología informática a la historia. Por tanto, nadie mejor para reflexionar sobre el futuro de la disciplina en esta era de Internet y, en su caso, sobre en qué sentido hemos de repensarla.

Una vez presentado el campo a través de una de sus protagonistas, el resto del dossier muestra algunas variedades de la historia digital, sin pretensión de exhaustividad ni de ejemplaridad. No se trata de mostrar los objetos predominantes, ya sea la preservación (archivación), la cartografía digital o el análisis de textos, sino de ofrecer algunas reflexiones y recorrer algunas estancias del edificio digital, como haría el citado Perec:

“hay cantidad de pequeños trozos de espacios, y uno de esos trozos es un pasillo de metropolitano, y otro de esos trozos es un jardín público; otro (aquí entramos rápidamente en espacios mucho más particularizados), de talla más bien modesta en su origen, ha conseguido dimensiones colosales y ha terminado siendo París, mientras que un espacio vecino, no menos dotado en principio, se ha contentado con ser Pontoise. Otro más, mucho más grande y vagamente hexagonal, ha sido rodeado de una línea de puntos”22.

El primer espacio, por su importancia, es el de los archivos, conectado en este caso con el asunto de la memoria. En primer lugar, Nicolás Quiroga expone hasta qué punto la idea de archivo se ha visto trastrocada por la aparición de los documentos nacidos digitales, los cuales permiten nuevos modos de acceso, diferentes enfoques computacionales y, en última instancia, otras formas de escritura. A partir de esa constatación se plantea diversos interrogantes básicos que intenta responder desentrañando las propuestas del teórico de los media Wolfgang Ernst. Una de sus ideas centrales es que, más allá de la relevancia intrínseca de estos archivos y sus muchas consecuencias, quizá lo más relevante sea la aparición de un espacio cognoscitivo basado en instrumentos computacionales, espacio e instrumentos que escapan a nuestra adecuada compresión.

Así pues, el archivo queda trastocado y, de este modo, se erosiona una de sus funciones, la de ser monopolio de la memoria (nacional). Ésta es sustituida por otras muchas particulares, que la cuestionan. De eso tratan los otros dos textos que siguen, que abordan las formas en las que hoy se genera la memoria, un momento en el que su número de portavoces se ha multiplicado, democratizándola por decirlo así, de manera que todos pueden preguntarse y responder sobre el pasado, empleando dispositivos muy diversos y entrando en los debates públicos. Y, además, no solamente existen las memorias particulares, están también las que generan los propios medios. Es lo que aborda Alberto Venegas al analizar una de las formas más penetrantes de conformación de nuestras percepciones, la del videojuego. Lo que tenemos aquí son relatos acerca del pasado que permiten a determinados grupos identificarse y reconocerse con ciertas reconstrucciones del pasado. No obstante, esa fórmula proporciona en realidad una interacción de la que resulta una posible alteración de lo compartido al ofrecer un pasado, una modificación, particular a cada individuo que juega. Para Venegas, las imágenes del videojuego poseen tres características –modulación, automatización y variabilidad– que modelan la interacción del usuario. Gracias a ello, el pasado experimentado a través de la pantalla ya no es homogéneo, o al menos no es experimentado de la misma manera, fragmentándose en múltiples visiones posibles y obstaculizando quizá interpretaciones socializantes o generales de la historia.

Por otro lado, Paolo Sordi parte de las nociones de relación de escritura y poder de escritura, introducidas por Armando Petrucci y Raul Mordenti, para analizar la escritura desde abajo, la de la gente común, en la red, señalando dos momentos históricos diferentes. Por un lado, la fase inicial de las redes sociales y los blogs hasta principios de los 2000, en la que parecía haberse derribado el control centralizado sobre el acceso a la escritura y liberalizado la participación en la construcción de una memoria colectiva; por otro, la fase reciente de las plataformas, en la que un ecosistema de aplicaciones asume la regulación del poder de escribir y del poder de recordar. En efecto, son plataformas –particularmente Facebook– que se desempeñan como narradores algorítmicos (incluso de nuestra propia vida), donde el potencial de toda escritura queda retenido o condicionado por sus códigos e interfaces. Así, los modelos, formatos y géneros que contendrán nuestros escritos vienen prefijados, estandarizados.

Una vez expuestas algunas formas básicas de archivo y memoria, este dossier recoge algunos ejemplos de trabajos digitales relacionados con lo anterior, en lo que denominamos “Proyectos”. En efecto, en el contexto de los estudios sobre la memoria digital, Frédéric Clavert y Deborah Paci exploran, a pesar de todo, una memoria colectiva en construcción, la de los confinamientos francés e italiano de la primavera de 2020 a raíz de la pandemia por Covid-19. Lo hacen a través de los mensajes de Twitter (ahora X), los famosos tuits, donde los condicionamientos son muy diferentes a los que imponen otras plataformas, lo que les permite observar breves relatos que no sólo son pasivos ante la pandemia, sino que interactúan en un espacio virtual no sujeto a confinamiento. Por tanto, intentan ver cómo se produce la mediatización de la memoria a través de las plataformas que conforman la ecología digital. Al hacerlo, además, lo que obtienen es una base de datos sobre la que aplican una lectura a distancia de los dos corpus, lo que les permite analizar los principales temas que los atraviesan. La particularidad, como indican estos autores, es que su estudio implica una significativa reflexión metodológica: los investigadores no son observadores distantes y contribuyen directamente a proporcionar a los futuros investigadores corpus documentales de la crisis. Este acto de archivación les convierte, pues, en agentes activos de esta memoria en construcción, enfrentados a una emergencia diaria para intentar preservar la memoria en construcción de la pandemia.

Este análisis de las redes sociales se acompaña con dos notas adicionales en las que se describen sendas iniciativas relacionadas con esa idea de archivo/museo digital de la que hemos hablado. Por un lado, Antonio Cazorla Sánchez y Adrian Shubert nos explican el Museo Virtual de la Guerra Civil Española (VMSCW) en la Trent University, Canadá. Esta exposición contiene cinco galerías (Comienzo de la Guerra, Contexto Internacional, Retaguardias, Vida Cotidiana y Memorias), con sus correspondientes secciones, en cada una de las cuales aparecen diversos textos explicativos y una serie de fotografías relacionadas. Por su parte, Matilde Eiroa nos presenta un archivo o, mejor dicho, una base de datos (HISMEDI), cuyo objetivo es analizar la representación/memoria del periodo español de 1936-1978 en el entorno digital (Websfera, Boletines, Blogosfera, Youtube y Vimeo, Instagram, Twitter, Facebook y otros reportajes especiales en medios de comunicación). Los objetos digitales localizados se han analizado, registrado, catalogado y compartido según el esquema de Dublin Core.

Como se puede observar son dos perspectivas distintas, conectadas con el asunto de la memoria, de una misma realidad digital: la creación de espacios sin materialidad que se pueden navegar o explorar con fines académicos o públicos. Aquellos museos o archivos de antaño, donde se aquilataba la memoria nacional y donde el poder regulaba lo conservado o expuesto, dan paso ahora a iniciativas particulares, donde incluso el propio historiador (o cualquier otro usuario) crea y genera contenidos y significado.

Ya hemos indicado que este dosier no pretende explicar en qué consiste la historia digital, ni relacionar todas sus perspectivas, sino solamente mostrar algunas de ellas. La intención es, no obstante, que de ello resulten preguntas, reflexiones y dudas, que de su lectura nos planteemos qué supone ese adjetivo digital o qué puede suponer. Por ejemplo, si esta historia es diferente, nueva, o si lo nuevo es una práctica mejorada tecnológicamente23. O si, como parece, los medios digitales cambian la forma en que interactuamos con el pasado, con sus múltiples posibilidades y sus otras formas de transmisión. O si al transformar un documento en una copia digitalizada, su facsímil, ese nuevo objeto, ya no es lo mismo, pues ha cambiado, ha sido re-mediado, y tenemos dos objetos desiguales que permiten tratamientos diferentes, incluso potencian narrativas distintas24. O si, en suma, al depositar esa copia en un lugar inmaterial, cambia nuestro trato con el archivo.

Hemos regresado al archivo, que de algún modo teje todas las aportaciones del dosier, y lo hacemos porque es ejemplar, porque es fundamental y se ha vuelto más problemático. Si pensamos en su sentido tradicional, en lo que a ese edificio asociábamos, parece que ha disminuido su importancia como monopolio de la memoria, por diversas razones. Entre otras cosas, ya no controla el presente a archivar, pues cualquiera lo hace o puede hacerlo, y se le cuestiona como lugar de acceso reglado al pasado ante la profusión de otros sitios y de memorias, espacios con los que compite digitalizando, es decir, formando parte del océano de datos que existe fuera. Pierde así su carácter emblemático y monumental, su monopolio, esos derecho y competencia hermenéuticos de los que hablaba Jacques Derrida25.

En fin, terminamos volviendo a Perec y sus Especies de espacios:

“Lo que es seguro en todo caso, es que en una época, sin duda demasiado lejana como para que alguien de nosotros haya guardado un recuerdo suficientemente preciso, no había nada de esto: ni pasillos, ni jardines, ni ciudades, ni campos. El problema no es tanto el de saber cómo hemos llegado, sino simplemente reconocer que hemos llegado, que estamos aquí”26.

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1

El número de textos que se refieren a ello son ya numerosos. Por citar algunos libros o monográficos recientes y que se centren exclusivamente en la historia digital, véanse, por ejemplo: Anaclet Pons y Matilde Eiroa (coords.), “Dosier: Historia digital: una apuesta del siglo XXI”, Ayer, vol. 110, n° 2, 2018; Philippe Rygiel, Historien à l’ère numérique, Villeurbanne, Presses de l’Enssib, 2018; Deborah Paci (coord.), La storia in digitale. Teorie e metodologie, Milano, Unicopli, 2019; Stéphane Lamassé y Gaëtan Bonnot (coords.), Dans les dédales du Web. Historiens en territoires numériques, Paris, Éditions de la Sorbonne, 2019; Mats Fridlund, Mila Oiva y Petri Paju (coords.), Digital Histories: Emergent Approaches within the New Digital History, Helsinki, Helsinki University Press, 2020; Hannu Salmi, What is Digital History?, Cambridge, Polity, 2020; Adam Crymble, Technology and the historian: transformations in the digital age, Urbana, University of Illinois Press, 2021; Jonathan Blaney et al., Doing digital history. A beginner’s guide to working with text as data, Manchester, Manchester University Press, 2021; Christian Wachter, Geschichte digital schreiben. Hypertext als non-lineare Wissensrepräsentation in der Digital History, Bielefeld, Transcript, 2021; Karoline Dominika Döring et al. (coords.), Digital History: Konzepte, Methoden und Kritiken Digitaler Geschichtswissenschaft, Berlin-Boston, De Gruyter Oldenbourg, 2022; Ian Milligan, The Transformation of Historical Research in the Digital Age (Elements in Historical Theory and Practice), Cambridge, Cambridge University Press, 2022; Lidia Bocanegra y Maurizio Toscano (coords.), “Dossier. Historia digital: proyectos, métodos y perspectivas”, Vegueta, vol. 22, n° 1, 2022.

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2

Daniel Levy y Natan Sznaider, The Holocaust and Memory in the Global Age, Philadelphia, Temple University Press, 2006, pp. 1-20. El volumen se centra en tres países: Alemania, Israel y USA.

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3

Jan Assman, “Globalization, Universalism, and the Erosion of Cultural Memory”, en Aleida Assmann y Sebastian Conrad (coords.), Memory in a Global Age: Discourses, Practices and Trajectories, Londres, Palgrave Macmillan, 2010, pp. 121-137.

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4

Sebastian Conrad, “Erinnerung im globalen Zeitalter: Warum die Vergangenheitsdebatte gerade explodiert”, Merkur: Deutsche Zeitschrift für europäisches Denken, vol. 867, 2021, p. 17.

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5

Andrew Hoskins, “7/7 and Connective Memory: Interactional trajectories of remembering in postscarcity culture”, Memory Studies, vol. 4, n° 3, 2011, pp. 269-280. Andrew Hoskins, “Media, Memory, Metaphor: Remembering and the connective turn”, Parallax, vol. 17, n° 4, pp. 19-31.

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6

Andrew Hoskins, “The Restless Past: An Introduction to Digital Memory and Media”, en Andrew Hoskins (coord.), Digital Memory Studies: Media Pasts in Transition, New York, Routledge, 2017, pp. 1-24. Ebook (p. 12).

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7

En todo caso, por azares o paradojas del destino, hoy es una marca registrada con la que se denomina un software de gestión de bibliotecas: exlibrisgroup.com/es/products/aleph-integrated-library-system/

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8

Georges Perec, Especies de espacios, Barcelona, Montesinos, 2001, pp. 30-33.

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9

Georges Perec, “Notas breves sobre el arte y modo de ordenar libros”, Pensar, clasificar, Barcelona, Gedisa, 1986, pp. 26-34, en concreto pp. 26 y 28.

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10

Lucia Santaella, “El pluralismo post-utópico del arte”, Pasajes de pensamiento contemporáneo, vol. 50, 2016, p. 169.

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11

Roger Chartier, “El sentido de la representación”, Pasajes de pensamiento contemporáneo, vol. 42, 2013, pp. 39-51, especialmente p. 45.

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12

Umberto Eco, “El museo en el tercer milenio”, Revista de Occidente, vol. 290-291, 2005, pp. 29-30.

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13

Anna María Guasch y Joseba Zulaika (coords.), Aprendiendo del Guggenheim Bilbao, Madrid, Akal, 2007, p. 17. Asimismo: Iñaki Esteban, El efecto Guggenheim: del espacio basura al ornamento, Barcelona, Anagrama, 2007; y Joseba Zulaika, Crónica de una seducción: el museo Guggenheim Bilbao, Madrid, Nerea, 1997.

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14

No es el único caso, pero sí el más conocido: Nazlin Bhimani, “E-learning and Libraries”, en Caroline Haythornthwaite et al. (coords.), The SAGE Handbook of E-learning Research (2ª ed.), Londres, Sage, 2016, pp. 471-472. Son las bibliotecas sin libros, como las califica esta bibliotecaria.

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15

Georges Perec, Especies de espacios, Barcelona, Montesinos, 2001, p. 33.

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16

Howard Caygill, “Meno and the Internet: between memory and the archive”, History of the Human Sciences, vol. 12, n° 2, 1999, p. 10. Esa idea se desarrolla en Wolfgang Ernst, “El archivo como metáfora. Del espacio de archivo al tiempo de archivo”, Nimio, vol. 5, 2018, p. 7.

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17

Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Madrid, Trotta, 1997.

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18

José Van Dijck, “From shoebox to performative agent: the computer as personal memory machine”, new media & society, vol. 7, n° 3, 2005, pp. 311-332.

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19

Por ejemplo: Richard A. Grusin, Premediation: Affect and Mediality After 9/11, Londres, Palgrave Macmillan, 2010, p. 91.

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20

Erick Ketelaar, “Los archivos inmersos en el futuro”, Actas del seminario internacional el futuro de la memoria: el patrimonio archivístico digital, Arquivo de Galicia, Santiago de Compostela, 18 e 19 de novembro de 2010, Xunta de Galicia, 2011, p. 417.

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21

Jo Guldi y David Armitage, Manifiesto por la Historia, Madrid, Alianza, 2016.

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22

Georges Perec, Especies de espacios, Barcelona, Montesinos, 2001, p. 24.

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23

Stefan Tanaka, “The Old and New of Digital History”, History and Theory, vol. 61, n° 4, 2022, pp. 3-18.

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24

Mateusz Fafinski, “Facsimile narratives: Researching the past in the age of digital reproduction”, Digital Scholarship in the Humanities, vol. 37, n° 1, 2022, pp. 94-108.

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25

Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Madrid, Trotta, 1997, p. 10.

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26

Georges Perec, Especies de espacios, Barcelona, Montesinos, 2001, p. 24.

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