(Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS). Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Universidad Nacional de La Plata – Argentina)
1. Preliminares
En el campo de las demandas por la Verdad, Justicia y Memoria en Argentina, focalizadas en interrogar el Terrorismo de Estado implementado durante la Dictadura cívico-militar (1976-1983), podemos visualizar, hacia mediados de la década de 1990, la emergencia de un nuevo organismo de derechos humanos, la agrupación H.I.J.O.S. (Hijos/as por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) que nuclea a los hijos de padres detenidos-desaparecidos, caídos en combate, fusilados, presos y exiliados, es decir a quienes fueron víctimas del terror estatal1. Esta agrupación adquirió visibilidad en los homenajes a sus padres desaparecidos, realizados al cumplirse veinte años del Golpe de Estado de 1976. Llevan a cabo una renovación de las prácticas políticas en el terreno de la memoria, que ya contaban con una abultada tradición desarrollada por diversas organizaciones, entre las que se destacan las Madres de Plaza de Mayo y las Abuelas de Plaza de Mayo, al introducir, por ejemplo, el “escrache” como una nueva forma de protesta en el contexto de impunidad de los años noventa. Junto a la actuación política, esta segunda generación comienza a desplegar una notable producción artística que va a diseñar un peculiar campo cultural regido por leyes propias y que ya cuenta con un considerable corpus de obras que abarcan diversos lenguajes como el cine, la narrativa y la poesía, el teatro, la fotografía, el testimonio, la performance, la plástica y los discursos críticos, entre otros. En ellas es posible indagar las particulares experiencias que atraviesan su infancia en dictadura y se continúan en la adolescencia y adultez: desde la búsqueda de los padres hasta las diferentes avatares de la niñez – tales como la infancia clandestina, la infancia en el exilio, la infancia apropiada, la infancia huérfana, entre otras posibles. Desde una sólida y estable colocación en la esfera pública, tanto política como cultural, luego de veinte años de una constante presencia y actuación, algunos de sus miembros comienzan a visualizar e interesarse por la presencia pública de los otros hijos, los de ex represores y colaboradores de la maquinaria dictatorial, cuyos padres fueron los victimarios de sus propios progenitores.
Algunas de estas voces de hijos de represores cobraron presencia pública ante un fallo de la Corte Suprema de la Nación Argentina (3 de mayo de 2017), que aplicaba la benigna ley del “2x1” (Ley n° 24.390)2 a Luis Muiña, culpable de delitos de lesa humanidad y condenado a trece años de prisión3. Este hecho abriría las puertas a algunos centenares de militares y miembros de las fuerzas de seguridad, condenados en los juicios por crímenes de igual índole, para obtener el mismo beneficio. De enorme impacto político, esta decisión del tribunal generó todo tipo de debates, protestas y marchas. Fue cuestionada por diversas organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, generó denuncias penales, pedidos de juicio político contra sus autores y multitudinarias movilizaciones de repudio en todo el país, y terminó siendo rápidamente desestimada por las cámaras de Diputados y de Senadores. Pero, además, lo que estaba en juego era el cambio de paradigma en las políticas de derechos humanos que dejaba entrever el Gobierno de Mauricio Macri (iniciado el 10 de diciembre de 2015) a través de varias apariciones, comentarios y medidas tendientes a cuestionar, debilitar y poner en peligro los innegables logros y avances en esta materia de las anteriores administraciones de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). En tal escenario, la hija de Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los más nefastos represores, Mariana D., decide participar en la marcha contra la ley del “2x1” (10 de mayo) que podía beneficiar incluso a su padre.
Resulta sorprenderte constatar este acto de defensa de las políticas de derechos humanos ejercido por la hija de una de las figuras emblemáticas del genocida: en un presente en que se ponen en duda y se atacan los logros de las luchas por la Memoria, Verdad y Justicia, es justamente ella quien recoge las banderas como propias. ¿Cómo leemos este gesto que parece inaugural? ¿En qué sentido estamos frente a nuevas voces que, desde su peculiar lugar, van a continuar y redefinir las políticas de la memoria? ¿Qué historias otras van a contar, cuáles serán sus demandas y reclamos, sus prácticas políticas, sus modos de reunirse y organizarse, sus textos y escrituras, sus relatos e imaginarios? En Anfibia apareció, dos días después de la marcha, una entrevista a Mariana D. a cargo de Juan Manuel Mannarino, “Marché contra mi padre genocida” (12 mayo de 2017), la que desató una serie de publicaciones en la misma revista. En ellas volvían a reaparecer las voces de estos otros hijos: “Identidad y vergüenza. Hijos de represores: del dolor a la acción”, de Erika Lederer (24 de mayo de 2017); “Nuevas voces de la memoria. Las otras infancias clandestinas”, por Leonor Arfuch (25 de mayo 2017), y “Que tu viejo rompa el silencio”, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny (10 de julio de 2017).
Si rastreamos apenas un poco hacia atrás, ya otras publicaciones habían puesto el foco en los hijos de militares y habían recuperado sus testimonios: “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, de Félix Bruzzone y Máximo Badaró, publicado en la revista Anfibia (2014), e Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny (2016). Desde la ficción, Papá (2003), de Federico Jeanmaire (1957), y Una misma noche (2012), de Leopoldo Brizuela (1963), también exploran, a partir de la voz de los HIJOS, la figura del padre militar combinando diversos lugares y estéticas, ya que la novela de Jeanmaire es autobiográfica, mientras la de Brizuela es ficción. También, en Soy un bravo piloto de la nueva China (2011), de Ernesto Semán (1969), despunta Fausto, el hijo de un policía represor, aunque la novela le dedica más atención a la perspectiva de Rubén, el hijo del desaparecido Camarada Abdela. Estos textos logran abrir el cerco para interrogarse sobre aquellos otros HIJOS, asimismo vinculados a la violencia política de los años setenta, aunque situados por fuera o en el margen contrario a los HIJOS de padres detenidos-desaparecidos, asesinados, exiliados o presos: se trata, en principio, de hijos de represores militares o policías4.
La mirada (en el testimonio y en la ficción) de los hijos de represores sobre sus padres, si bien se inició en 2003 con Papá, ha alcanzado una notable visibilidad en la década de 2010. Forja otro foco, el de sus propios hijos, para representar las figuras de los victimarios, que ya estaban presentes en la narrativa argentina: tanto en El vuelo (1995), donde Horacio Verbitsky recoge los testimonios sobre los “vuelos de la muerte” del ex capitán de corbeta Adolfo Scilingo, como en la novela Villa (1995), en la cual Luis Gusmán indaga en la intimidad de un médico mediocre y servil que se vuelve cómplice del aparato de exterminio de la dictadura. Ahora, en cambio, no se trata solo de los represores, sino de los padres represores.
Maria Lai, Vela, 1977, filo e ricamo su velluto, cm 142x82.
2. Los testimonios
Nos vamos a detener primero en los testimonios – considerando especialmente “Hijos de represores: 30 mil quilombos” de Félix Bruzzone y Máximo Badaró e Hijos de los 70... de Astrid Pikielny y Carolina Arenes- y luego en las ficciones. Uno de los puntos centrales de estas publicaciones radica en el lugar de enunciación desde el cual se organizan ambos textos testimoniales, ya que se trata de uno diferente a los círculos de pertenencia de estos hijos, a cargo de quienes no son afines ni defensores de sus perspectivas ideológicas. Este gesto es crucial porque les otorga visibilidad, los corre de su endogamia, los lanza al terreno de lo público bajo otras garantías de legibilidad y apoya la necesidad de oír sus voces. El caso de Félix Bruzzone es el ejemplo más radical, ya que se trata de un hijo de padres desaparecidos que se acerca al “bando contrario” con la intención de romper el tabú que rodea sus voces5. Carecen de un público lector o de una escucha de sus testimonios, salvo su pequeño círculo, y saben que no son bienvenidos a la esfera pública ni tienen un lugar en la democracia ni un espacio de contención: de allí la reticencia a participar, el pedido de anonimato, la falta a la cita, que Bruzzone, Badaró, Pikielny y Arenes señalan como una constante. Portan el estigma de sus padres y el pre juicio de su apoyo a los progenitores y a su universo de valores.
¿Cuáles son las experiencias que en los testimonios expresan quienes son hijos de represores argentinos que cometieron violaciones a los derechos humanos durante los setenta? ¿Cuáles son los vínculos y conflictos con los padres? ¿Qué figuras del padre militar acuñan estos textos? ¿Cuáles son los trabajos con la memoria que llevan a cabo?
Ya no se trata de lidiar con la figura del desaparecido, como es el caso paradigmático de los HIJOS de militantes de la izquierda revolucionaria6, sino con quien el hijo compartió su vida desde la infancia, junto a quien creció a lo largo de diversos momentos históricos que fueron cambiando diametralmente la percepción social de los padres militares, desde el salvador de la patria durante la dictadura hasta el perpetrador de crímenes de lesa humanidad en democracia. Los hijos de militares se vuelven adultos en un momento en que sus padres son acusados por la justicia, deben declarar en los juicios a las Juntas y se los condena, en una coyuntura donde sus valores y prácticas carecen de fundamento, pues éstas se consideran ilegítimas y han caído en el más absoluto descrédito ante la revalorización de la democracia y de los derechos humanos. Son los malos de los 70. Estas historias no se centran en la búsqueda de los padres desaparecidos, sino en el juicio frente a las responsabilidades de sus padres. Ya no lidian con fantasmas, sino con hombres reales. También aquí la política se articula a partir del lazo sanguíneo, del mandato biológico, como en los hijos de desaparecidos. De allí la objeción que hace Félix Bruzzone para reconvertir esta herencia cuando apunta: “Pero el parentesco, lo sabemos, puede ser muchas cosas. Ni herencia ni destino, ni verdad revelada ni condena. El parentesco también puede ser una pregunta abierta, una proyección de futuro que transforma la historia”7.
En este contexto, sus padres no son víctimas sino victimarios, por lo cual estos hijos deben resolver su relación tanto con el rol del padre como con el del militar, dos vínculos que pueden colisionar o hallar puntos de sutura. Las complejas, intrincadas y, por momentos, ambiguas posiciones que asumen respecto a sus progenitores van marcando las diferencias que los distinguen. Incluso provocan una escisión en su propia subjetividad: deben lidiar entre el padre en el interior de la trama familiar y el militar en el terreno político, entre el universo de los afectos y el territorio de las ideas políticas, entre el cariño y la ética. Ya sea que adopten una defensa de sus padres o que los acusen, siempre parece que la ineludible “traición” a sus progenitores o a sí mismos está al acecho en estas subjetividades escindidas. El entendimiento entre los hijos de represores no es fácil. Están sacudidos por la voluntad de diferenciarse unos de otros, por fracturas y rispideces, por suspicacias y recelos provocados por el tambaleante, vulnerable y ambiguo lugar que ocupan, siempre al borde del derrumbe. Entre quienes defienden a sus progenitores y quienes los acusan hay un abismo de diferencias, tanto en los desafíos que enfrentan en la vida pública como en los trabajos con su propia subjetividad.
Entre héroes y traidores
Los que acusan a sus padres suelen enfrentarlos para criticarles su participación en la maquinaria represiva y/o su desempeño violento y castigador en la intimidad del hogar. Atraviesan un complejo, difícil y doloroso proceso ya que deben despojarse de la versión sostenida por el padre y por la familia, deben superar un primer momento de negación (a veces, de larga duración), de rechazo a formular preguntas, a averiguar, a leer indicios sobre una historia que estuvo oculta, rodeada de silencio. La ruptura con el padre tiene un alto costo, pues implica también romper con el círculo familiar, provocar heridas en su seno, sufrir el desprecio de sus miembros y quedarse a la intemperie, en el desamparo, con una familia rota, “un destierro afectivo”, dice Analía Kalinec8. El caso de Daniela marca un punto extremo en el mutuo rechazo, cuando ella asegura: “Mi viejo me cagó la vida”. Ella era la “oveja negra”, de quien su padre dijo: “A ésta también tendría que haberla hecho matar”9.
El proceso de averiguación no se detiene solo en el conocimiento de la participación del padre en la maquinaria del terrorismo estatal, sino que va un poco más atrás y procura encontrar en el pasado algún acontecimiento traumático que explique las tendencias violentas de aquel. A través de esta revisión de un tiempo anterior, del repaso de la propia infancia bajo la dictadura, se procura también encontrar indicios que descubran al represor detrás del padre amoroso, aquello que en su momento quedó oculto puede ahora revelarse10. Estos hijos deben lidiar con el fantasma de lo siniestro, de aquello ominoso que se revela en el interior de la familia y que debería haber quedado oculto, tal como argumenta Sigmund Freud11. Algunos sufren una disociación a través de la cual separan al buen padre del represor, mientras otros logran yuxtaponer a ambos12. La figura de la madre también se tiñe de sospecha respecto a la complicidad y encubrimiento de su marido. En el testimonio de Luis Alberto Quijano, en cambio, no hay un descubrimiento de algo oculto ya que su padre lo hizo partícipe desde sus 15 años en sus “tareas” como represor, convirtiendo además su casa en otro escenario de despliegue de violencia, otro “campo clandestino”, el infierno de otra guerra cotidiana y doméstica13.
En casi todos los casos se advierte una extrema urgencia por diferenciarse del padre, por no ser confundidos con él, por no ser sus cómplices, y un temor a estar contaminado, a llevar una herencia maldita de la cual no es posible escapar: de allí el rechazo a seguir portando el mismo apellido14. El acto de confesar, decir la verdad, reconocer su participación y arrepentirse es una de las demandas que estos hijos hacen a sus progenitores y que puede llevarlos al perdón, a calmar algunas heridas y cerrar en parte las grietas (se trata del padre arrepentido). El descubrimiento de la verdad sobre el pasado suele convertirse en una instancia de recuperación de la propia identidad: “Yo vivía como en un mundo de fantasía, mi viejo no era (...) la persona que yo creía conocer (...) todo esto tiene que ver con mi identidad, con quien soy yo”, dice Analía Kalinec (p. 147)15. Un caso extremo es el de la ya mencionada Mariana D., quien en 2016 se cambió el apellido paterno, rechazando el vínculo biológico con su padre, negando un parentesco heredado, para redefinir su propia identidad desde la ética y la ideología: “Nada emparenta mi ser a este genocida”16. Un gesto inédito que subvierte la centralidad del ADN, del vínculo sanguíneo, en la identidad de los HIJOS y se distancia de la lógica del “familismo” en los organismos de derechos humanos, al proponer una identidad por elección.
Estos hijos se debaten en una doble condición: si por un lado resultan traidores para el seno familiar, por el otro son percibidos por la sociedad como héroes capaces de contribuir a la verdad y a reparar los crímenes de sus progenitores.
El grupo de los defensores de sus padres represores suele ser muy heterogéneo ya que allí se encuentran desde posturas radicales que justifican lo actuado durante la dictadura hasta posiciones más moderadas que solo reclaman juicios más equitativos. Está lleno de tiranteces, diferencias e incluso pases de factura entre ellos, causados por la asimetría que encuentran entre los “monstruos” (aquellos que formaban parte del núcleo de mando dentro de la maquinaria represiva) y “los otros” (quienes obedecían órdenes o formaban parte de la administración, eran civiles y no militares, o solo sabían, pero no participaban de los secuestros y torturas). Estos HIJOS intervienen en el campo de la justicia, en el debate de ideas y en el terreno de la cultura. Emplean argumentos jurídicos, ideológicos e históricos. El contexto adverso, el rechazo social generalizado, la falta de legibilidad y audición de sus historias explica su malestar.
Entre los moderados se encuentran algunos de los miembros del colectivo “Hijos y nietos de presos políticos”, analizado por Bruzzone y Badaró. Se colocan en una instancia intermedia respecto a los sectores más radicalizados que defienden el programa y el accionar de la dictadura. “Hijos y nietos...” están dispuestos a hablar e intervenir públicamente para defender a sus padres. En general, nacieron en democracia y no tuvieron un padre golpeador, no se reconocen como hijos de represores ni víctimas ni cómplices. Denuncian las falencias jurídicas y las motivaciones políticas en los juicios que condenaron a sus padres. No reivindican el accionar de las fuerzas represivas ni sostienen la teoría de los dos demonios. Fundaron esta agrupación para diferenciarse de quienes defienden la dictadura, como lo hacen el colectivo “Memoria Completa”, las reivindicaciones de Cecilia Pando o la revista B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 7017. Dos de sus miembros, Aníbal Guevara y Lorena Moore, ponen en evidencia una vara que interviene y distancia las experiencias, en tanto sus padres no fueron los “monstruos”, como el Tigre Acosta, Miguel Etchecolatz o el propio Rafael Videla, sino que ocupaban grados inferiores y obedecían órdenes, lo que genera fuertes tensiones con los compañeros de las distintas agrupaciones, pues ellos hacen el “aguante” a sus padres inocentes, pero no a los “monstruos”. La necesidad de diferenciarse se agudiza ante el riesgo de caer en la defensa de los represores; se trata de una búsqueda de divergencia que no logra sortear la ambivalencia que los recubre. Pero también ese contraste entre cúpulas y subordinados articula la figura del derecho penal de la “obediencia debida” bajo la cual “Hijos y nietos ...” exime de responsabilidad a sus padres: “Videla es el responsable de que ahora mi viejo esté en cana” (8). Es el principio de la “obediencia debida” el que sostiene, en gran medida, esta posición de los moderados.
Los sectores más radicales argumentan desde el relato de la Doctrina de Seguridad Nacional que hace de los militares los defensores y salvadores de la patria ante la amenaza desintegradora del comunismo. También, desde la existencia de una “guerra” y la instauración de un “estado de excepción” que explicaría y justificaría las detenciones, los centros clandestinos, las torturas, el robo de bebés, es decir, “los males propios e inevitables de una guerra”18. No hablan de “excesos” en el cumplimiento de las órdenes ni de “obediencia debida”. Enarbolan, además, un argumento histórico: la ley de amnistía dictada por Héctor Cámpora en 1973 liberó a miles de guerrilleros que habían sido condenados y encarcelados por la Cámara Federal en lo Penal del Gobierno de facto de Agustín Lanusse, que luego tomaron venganza de los jueces, por lo cual “ya nadie quiso volver a apostar por el Derecho” (p. 296). Impugnan la justicia al aplicar retroactivamente el delito de lesa humanidad y perciben además muchas desprolijidades en los juicios, una sed de venganza, una motivación política más que la búsqueda de la verdad y la justicia, una desatención a los documentos y a las pruebas. También protestan contra el trato discriminatorio a estos presos y solicitan los beneficios que las leyes argentinas otorgan a todo prisionero (excarcelación, libertad condicional y salidas transitorias, estudio, entre otras). Tal es el caso de Ricardo, quien defiende a su padre, el general Ibérico Saint-Jean, gobernador de facto en la provincia de Buenos Aires entre 1976 y 1981, condenado a prisión perpetua, quien murió en prisión a los 90 años. Lo presenta como un anciano vulnerable (“tan disminuido, él que siempre había sido fuerte como una estatua”), frágil (“ese cuerpo ya vencido por los años”) y enfermo, merecedor de los beneficios de la ley para estos casos ya que los informes médicos lo declaraban incapaz para defenderse (p. 291-304). Apela al carácter de víctima, tal como sostiene Ricardo Saint-Jean: “Somos los judíos de la Alemania nazi, los cristianos de Irak, los parias de la democracia” (p. 297).
Aquellos padres militares, que eran héroes para sus hijos, devienen ancianos frágiles, enfermos, necesitados del cuidado de su familia y de los médicos, una imagen con la que se procura despertar piedad tanto como reclamar una prisión domiciliaria. La figura del represor ahora se oculta y reconvierte en la imagen de anciano, desde el abuelo que juega amorosa e inocentemente con sus nietos hasta el anciano débil y enfermo, incapaz de defenderse a sí mismo, una imagen para reclamar beneficios en los juicios.
Maria Lai, Ricucire il mondo, 2008, legno, filo di lana, tessuto e velluto, cm 140x80.
¿Cuál es la experiencia de estos hijos de represores que asumen la tarea de defender a sus padres? Si bien no sufren el quiebre afectivo hacia el interior de la familia e incluso colaboran en sostener su cohesión y evitar fracturas, aceptar la defensa de sus padres se vuelve una decisión de vida que acarrea a veces una “mochila muy pesada” y supone en ocasiones abandonar los deseos, vocaciones y elecciones proyectados en la primera juventud. Aníbal Guevara puso entre paréntesis la música, el gran sueño de su vida, renunciando a una beca en Cuba (p. 85), mientras Malena Gandolfo dejó “sus sueños en suspenso”, cancelando su vida profesional como periodista en España y terminando un noviazgo de cuatro años con planes de casamiento, para regresar a Argentina y ocuparse de su padre (p. 119-122). Varios de estos hijos ya eran abogados o comienzan la carrera de Derecho para encarar mejor la defensa, otros eligen la carrera de Psicología en un intento por comprenderlos. Se vuelven abogados, gestores, escribas, detectives, recolectores de pruebas para actuar en los juicios, ofician de mediadores e intermediarios con otros grupos, asisten a los juicios y visitan a sus padres en las cárceles, fundan instituciones, se reúnen, hacen escraches e intervienen en diversas ocasiones. También pueden ir más allá de un acto de defensa y proponer nuevas políticas, desafiando y presionando a sus padres para que cambien de posición, para que pidan perdón y den información sobre el destino de los desaparecidos y las apropiaciones de niños. Elaboran propuestas en torno a la pacificación, a la reconciliación, al perdón y al diálogo.
Estas perspectivas van diseñando diversas figuras de los padres: el represor fuera de la casa y pegador en la intimidad; o, por el contrario, quien en el interior de la casa se muestra como un buen padre, el padre perejil, víctima del engranaje del Terror, de la banalidad del mal y de la obediencia debida, frente al monstruo que daba las órdenes; la estampa del militar salvador de la patria o la del arrepentido que se confiesa y pide perdón; y, finalmente, las reconversiones en el anciano frágil y el abuelo amoroso.
En tercer lugar, tenemos la posición de los hijos que rechazan la historia heredada. Tal vez sería necesario repensar esta decisión en tanto el rechazo no siempre implica un mero acto de negación de la responsabilidad del padre represor, un acto de desmemoria, desinterés o irresponsabilidad, sino el derecho de cualquier ser humano a elegir su destino por afuera de los mandatos de la herencia. No se trata de la figura del “hombre sin memoria” de la que habla Daniela, ni de aquellos que se hacen “los boludos”19. La herencia como mandato, pesada mochila o destino maldito, constituye todo un problema en el centro de estos testimonios.
Hijos plurifiliados
Otros casos de hijos se vuelven intrincadamente complicados. Más allá de la distinción primera y tajante entre los hijos de militantes desaparecidos – víctimas del terrorismo estatal – y los hijos de represores, se abre un abanico de casos cruzados, de hijos plurifiliados que tienen vínculos parentales con ambos grupos, que exhiben múltiples y contrapuestas herencias, que se debaten entre variadas pertenencias y lealtades incompatibles, suscitando conexiones y disociaciones, exteriorizando nuevas y abismales grietas. En este sentido, Eva Daniela Donda es hija de padres desaparecidos, adoptada por su tío, el marino Adolfo Miguel Donda, ex jefe de Inteligencia de la ESMA, preso y acusado de complicidad en la desaparición de sus padres (es decir, del hermano y la cuñada del marino). Es hermana de Victoria, nacida en cautiverio en la ESMA – apropiada por el hoy condenado ex prefecto José Antonio Azic – que recuperó su identidad y se encontró con su hermana Eva en el 2003. Se sospecha que fue entregada con la anuencia del tío. De modo que Daniela no solo está tironeada por dos lealtades, la del tío marino y la de la hermana hoy referente destacada en las luchas por la memoria – dos fuerzas enfrentadas en los setenta –, la izquierda que le dio el nombre de Eva y los militares que prefieren llamarla Daniela, sino también atravesada por las sospechas (y las condenas) sobre su tío-padre, a quien ella a su vez considera una “víctima”, acusado injustamente. El rechazo a leer los periódicos, a escuchar las noticias, a presenciar los juicios al tío, constituyen el signo del insoportable peso de desiguales lealtades que no pueden hallar puntos de acuerdo, señalan el riesgo de traicionar en dos oportunidades y de sufrir una doble pérdida. En ella no hay búsqueda, sino negación para “no ver la historia infernal de la que fueron víctimas”. Solo en Facebook logra proyectar la fantasía de una familia reunida20.
El caso de Delia Lozano también permite iluminar otro tipo de complejidad, cuando ella descubre que la muchacha que está declarando en 2006, en un juicio en calidad de víctima del Centro clandestino La Perla, fue partícipe del asesinato de su propio padre, un Gerente de Ika Renault. En este caso Delia se pregunta por el lugar de las “víctimas de las víctimas” del terrorismo dictatorial pero que en algún momento también fueron victimarias: “Nuestro dolor no tiene lugar”. Acá la dualidad, la figura de este sujeto escindido entre víctima y victimario, entre la chica idealista y la que empuña el fusil, un sujeto liminar y controversial, la doble cara de Jano, está situada en una figura de la izquierda militante (p. 175-190).
También Diego Molina Pico exhibe zonas confusas y entrecruzadas. Es hijo del Almirante Enrique Molina Pico, quien participó en la Armada durante la dictadura, aunque no directamente en la maquinaria del terror estatal. Diego es, además, sobrino de su tía Mónica Quinteiro, una monja desaparecida y asesinada por el grupo de Tareas del Tigre Acosta, quien termina por revelarle que su tía llevaba una doble vida como monja que realizaba trabajo social en la villa del Bajo Flores y guerrillera, amante de un cabecilla montonero, que marcaba y entregaba a gente de la Marina, y participaba en atentados. Además, el Tigre Acosta formaba parte de la familia ya que su esposa era prima hermana de la madre de Diego. Todo lo cual también cubre de sospechas a su propio padre: “hombre de la Armada que en el momento del secuestro de Mónica era teniente de navío. ¿Podía su padre marino desconocer [...] lo que pasaba en la ESMA? [...] sobre el destino de la tía Mónica” (p. 191-203).
Por su parte, Claudia Rucci, hija de José Ignacio Rucci, Secretario General de la CGT, líder de la derecha peronista asesinado por las FAR y Montoneros luego del enfrentamiento entre las dos alas del peronismo en Ezeiza, sin dejar de ser complejo, resulta un contraejemplo de los anteriores. Ella tendió puentes al casarse con un ex militante del ERP para construir entre los dos “un relato equilibrado”. Quiere mostrar que “en la vida no todo es blanco y negro” (p. 259-272).
Desde cierta perspectiva, todos los hijos de militares son niños víctimas de los setenta, en tanto han heredado una historia maldita en la cual no participaron y de la que no son responsables, un pesado legado que se entreteje con la culpa social, la acusación de la justicia y el juicio de la historia, a quienes se transfiere sin la menor justificación lo que sus padres han hecho21. El punto de inflexión de estos hijos se articula en el momento en que asumen una posición frente a lo actuado por sus padres, momento en el que dejan de ser víctimas para volverse adultos responsables de su elección ética y política.
Territorio minado
Muchos de estos hijos, de diferentes perfiles, historias y herencias, hablan de la necesidad de sanar las heridas y se ven a sí mismos como agentes de una voluntad por tender puentes entre sujetos ayer y hoy enfrentados (p. 32-33). En este sentido, la escena del encuentro, del saludo, de la conversación entre el hijo de un represor y el de un militante de la izquierda armada reaparece continuamente hasta adquirir el peso de una proyección en el texto Hijos de los 70. Pero siempre está al borde de quebrarse, de deshacerse el sortilegio, de estallar ante las desavenencias que la acechan. El relato suele lidiar entre el abrazo y la grieta, tal como acontece en el saludo entre Federico Guevara (hijo del militar Aníbal Guevara, condenado a prisión perpetua) y Mariano Tripiana (cuyo padre fue víctima de Aníbal Alberto Guevara). Si en el 2011 aún estaban dispuestos a reunirse para un diálogo a dos voces, luego las diferencias entre ellos se vuelven insalvables. Sin desearlo, sus historias expresan “dos grandes avenidas simbólicas por las que discurrió la Argentina del siglo XX” (p. 71). Las periodistas parten de esta imagen de un idilio que se rompe para contraponerle otro relato: la del hermano de Federico, Aníbal Guevara, quien desanda el camino de confrontación directa para defender a su padre y ensaya otro, quien emprende cambios para que su defensa encuentre eco y sea escuchada. Se trata de un relato de aprendizaje a través del cual, y en interacción con el contexto de la democracia y los derechos humanos, va a cambiar los modos provocadores y agresivos de defensa: se arrepiente de emplear la violencia en el escrache contra el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, ya que supone reiterar la prepotencia de los militares; elige el respeto a los derechos humanos desde el cual solicitar juicios justos, advierte cierto carácter político de los juicios y decide emplearlo a su favor, comienza a dialogar con diversos sectores de la izquierda, presiona a los presos para que empiecen por pedir perdón y entreguen información sobre el destino de los desaparecidos, si quieren ser escuchados. De este modo procura “tender puentes”: “Puentes. Cruzar al espacio del otro, escuchar sus razones. Aunque no todos sean encuentros ni todas las diferencias puedan ser zanjadas” (p. 88). Como vocero oficial de la agrupación “Hijos y nietos...” ha ido encontrando “canales más democráticos” y un “discurso más moderado”, dejando de lado “los agravios” (p. 78). Desde ese lugar va a hacer un llamado a la “reconciliación y pacificación nacional”, a “poner fin a la guerra que divide a los argentinos”, a “tirar todos para el mismo lado” (p. 69-101).
Los planteos en torno a “tender puentes”, suturar las heridas, desandar la grieta, suscitar un diálogo, apostar a la reconciliación, resultan un territorio minado, un tembladeral de suspicacias y recelos. Arenes y Pikielny recorren y describen algunas propuestas que hablan de reconciliación y de perdón, pero bajo ciertos límites, acuerdos previos e incluso exigencias, que son esgrimidas desde trayectorias y posiciones muy disímiles. José María Sacheri, hijo de un profesor de filosofía asesinado por el ERP, viene “trabajando en procesos de perdón y reconciliación”. Ricardo Saint-Jean, hijo del ex gobernador bonaerense durante la dictadura, también habla de pacificación y reconciliación. Desde el otro polo, Mario Javier Firmenich, hijo del ex líder montonero, defiende la posibilidad de que justamente sean los hijos quienes puedan “recomponer grietas y trabajar por la unidad” para que los nietos no hereden las heridas. Aníbal Guevara trabaja para que los detenidos hagan un pedido público de perdón y den información sobre los cuerpos de los desaparecidos y sobre los niños apropiados. La socióloga Claudia Hilb fue quien planteó las condiciones indispensables para la reconciliación: que se reconozca que el terrorismo de Estado no es homologable con los crímenes de la izquierda insurgente y que se aporte información concreta sobre las víctimas. A su vez, Norma Morandini plantea, en su libro De la culpa al perdón, la necesidad de la sociedad de perdonarse a sí misma por haber permitido que se cometan los crímenes contra nuestros hermanos, pero que ello no suponga la cancelación del castigo de la justicia. Héctor Leis, ex montonero, en su libro Un testamento de los años 70 pide perdón a sus antiguos enemigos y propone un memorial conjunto con el nombre de todas las víctimas. Graciela Fernández Meijide, que coprotagonizó con él el documental El diálogo, valoró estas propuestas, pero asimismo señaló la imposibilidad de equiparar ambas violencias (p. 16-18). Se trata de perspectivas contaminadas por las sospechas y acusaciones en torno a una reconciliación que conduzca a la teoría de los dos demonios e impacte negativamente en la justicia, provocando un retroceso. Las periodistas advierten que su misma invitación de reunir en este libro los testimonios de hijos de víctimas y victimarios ha sido leído por algunos de los participantes como un “camino de reconciliación”.
En el interior de una posible cronología de la literatura y de la producción cultural de HIJOS, la voz de los hijos de represores constituye, al parecer, un último eslabón a escuchar y tener en cuenta, que adviene luego de un proceso de institucionalización y canonización de las memorias de los HIJOS de desaparecidos iniciado a mediados de la década de 1990, para señalar allí mismo un hueco sin escucha, un límite a sobrepasar. No se trata, ciertamente, de la consigna de una memoria completa, tal como la formula Cecilia Pando o lo plantean las demandas de la revista B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 70, entre otras perspectivas que adhieren a la teoría de los dos demonios, sino de una escucha sobre los otros hijos.
Pero, entonces, ¿cuál es el sentido de la escucha a los otros hijos que inician Félix Bruzzone y Máximo Badaró? ¿Cuál es el valor de convocarlos en un mismo texto, tal como lo hacen las periodistas en Hijos de los 70? ¿Cómo entendemos los posteriores encuentros que ellos mismos organizaron durante el año 2017, descritos en la crónica “¿Que tu viejo rompa el silencio”22? Seguramente estos contactos tienen diversos valores para cada participante. Leonor Arfuch entiende que se trata de una “escucha como hospitalidad hacia el otro”23, lo que parece constituir un primer y prudente paso. También se advierte, en varios comentarios de los hijos, la curiosidad y necesidad de conocer e intercambiar sus historias, lo que puede conducir a una contención afectiva pero no supone un acuerdo ético-ideológico entre quienes acusan y quienes defienden a sus padres: estas subjetividades se encuentran tironeadas y disociadas entre los afectos, la ética y la política. Aún con sus insalvables diferencias, perciben una pertenencia generacional24 en tanto son hijos de represores y se topan con el mandato de resolver el conflicto heredado: “Lo que no resuelve una generación, pasa a la generación siguiente”25. Otro de los resultados de estos encuentros es la necesidad de congregarse para actuar en la arena política. Así se crea el grupo de las “Hijas desobedientes”, que nuclea a un sector homogéneo de aquellas hijas que acusan a sus progenitores26. La cuestión clave en estas reuniones es el desafío de establecer un diálogo entre posturas enfrentadas, que suponga un verdadero intercambio de perspectivas y experiencias con la posibilidad de cambiar las posiciones de cada uno: es la condición que formula Félix Bruzzone cuando afirma: “Si queremos dialogar entre nosotros [...] debería haber una mínima condición: que esas miradas se piensen a sí mismas como posibles de ser revisadas, incluso abolidas”27.
Por su parte, las periodistas Pikielny y Arenes se proponen articular un diálogo, una “conversación”, una “memoria polifónica, no binaria”, que vaya más allá de la polarización de fuerzas en los años setenta bajo la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional. Una conversación que, sin embrago, no suponga colar de contrabando la teoría de los dos demonios, ni poner en discusión la legitimidad de la justicia, ni homologar responsabilidades ante la ley28. Es una apuesta de gran valentía en un clima político en el que escasea la posibilidad de la conversación y de lo que Jürgen Habermas llama la “razón comunicativa”, que se traduce a partir de las prácticas del diálogo, sin negar los conflictos ni las tensiones irreductibles, sin olvidar las memorias en pugna.
Maria Lai, Senza Titolo, 1987, filo su tela, cm 142x 123.
3. Las ficciones
¿Cuál es el aporte particular de la ficción a este corpus, qué agrega a la perspectiva de los testimonios? Como veremos en los análisis que siguen, la ficción pone en escena la propia construcción de la memoria focalizando en sus procesos, exhibiendo sus mecanismos, iluminando sus lagunas y desconfiando de sus certezas y transparencias. Pero también la ficción conecta a la memoria con otros saberes que la alimentan y enriquecen, usurpando todos los territorios que desea: los aportes de la historia y los documentos que la ligan a lo “real”, la apertura de la imaginación hacia lo posible, el camino de lo onírico hacia las pesadillas que anidan en la psique. Suscita vínculos entre distantes tiempos y eventos, adensa el espesor temporal con la búsqueda genealógica de antecedentes de la violencia extrema y con las proyecciones en el futuro, explora las simetrías y continuidades. Multiplica los puntos de vista a través de diversos procedimientos como el empleo de diferentes enunciadores o la “repetición” de un mismo acontecimiento vuelto a contar una y otra vez de otro modo. Traduce los argumentos en imágenes, símbolos y metáforas, y también los engarza en particulares plot o entramados narrativos que los resignifican desde las formas literarias del relato29. Se pregunta por los modos y dilemas de narrar el mal radical. Valora las lógicas del testimonio y de la ficción, al mismo tiempo que procura ligarlas en la “autoficción”. Provoca diálogos con otros textos y con las tradiciones literarias. Todo lo cual supone expandir el testimonio de los HIJOS de represores a un universo más amplio de significaciones.
Papá (2003) de Federico Jeanmaire (1957), Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela (1963) y Soy un bravo piloto de la nueva China (2011) de Ernesto Semán se enuncian desde la voz de un hijo que focaliza en la figura del padre militar desde diversos lugares y estéticas, ya que el texto de Jeanmaire es autobiográfico mientras los de Brizuela y Semán son ficciones30. Sin embargo los tres se centran en la grieta que atraviesa la relación del hijo con el padre militar o policía, dos de ellos para culminar en una pesadilla (Brizuela) y en un parricidio (Semán) y el otro (Jeanmaire) para explorar un vínculo amoroso sin desconocer las diferencias políticas.
La grieta en Papá de Federico Jeanmaire
Papá se estructura en dos tiempos: a partir de un presente en el que el padre atraviesa los avatares de un cáncer terminal con internaciones y tratamientos, el hijo narrador va recorriendo su vida pasada desde sus primeros recuerdos de niño y de preadolescente en dictadura. La enfermedad del padre viene a coincidir con la crisis del 2001 y el estallido social producto de las políticas neoliberales de la década de 1990. La historia de pájaros felices que repentinamente se quedan sin comida y deciden devorarse a sus propios hijos, escrita por el hijo del protagonista, parece aludir a este contexto31. Pero también pertenecen a esta coyuntura el clima de impunidad y silencio iniciado con las leyes de Obediencia Debida (1986) y Punto final (1987) aprobadas durante la Presidencia de Raúl Alfonsín, seguidas por los Indultos (1989-1990) sancionados por el gobierno de Carlos Menem. Todo lo cual sirve como plataforma para revisar tanto las políticas de las dictaduras argentinas como las propuestas de una modernidad y progreso neoliberales.
Aquí, como en muchos textos de HIJOS de militantes, asistimos a un Bildungsroman, a un relato de aprendizaje, crecimiento y educación, que ahora se centra en la ruptura con el universo militar del padre: ¿Cómo matar al padre, cuando éste es un militar, para así construir un mundo propio? En el repaso de su propia vida, el protagonista va marcando los desencuentros con el padre y sus posicionamientos políticos: el golpe militar de Juan Carlos Onganía (1966) que derrocó al Presidente Arturo Illia, el nombramiento del padre como intendente del pueblo durante ese gobierno de facto, la insistencia del padre en que curse la escuela secundaria en el Liceo militar, el segundo nombramiento como intendente ahora durante la última dictadura, la asunción del discurso de la casta militar como salvadora de la patria ante el avance del comunismo. Se trata, sin embrago, de una figura menor, y no de un “monstruo” ni de un golpeador en el ámbito familiar. No ha participado en los grupos de tareas, en los secuestros, torturas y desapariciones. Es un militar “frustrado” que renunció a la carrera militar por una “tonta cuestión de honor” (p. 16). Recién cuando logró el cargo de intendente de su pueblo se sintió reconocido por sus congéneres. No menos importantes resultan las diversas personalidades que los separan: frente a las fuertes convicciones, certezas y hasta cegueras del padre, su hijo se afirma en su constante dudar de todo. La ruptura también escinde al padre del militar: la entrega a la “patria” supone un sacrificio del hogar, ya que “primero está la patria, después la familia” (p. 29).
Las diferencias culturales y el universo de valores disímiles los distancian y enfrenan ahondando la grieta, el insalvable precipicio familiar (p. 37) que llevará al hijo al quiebre del vínculo, a partirse en mil pedazos, al desprecio hacia todo lo militar y al viaje a España “para ser yo mismo” (p. 107), ya que su padre “dejó para siempre de ser Superman” (p. 54). Las bibliotecas y sus libros son un punto central en la tensa disputa entre las armas y las letras. Su hijo rechaza las lecturas de su padre, las historias de cowboys o policiales, los ensayos de estrategia militar, los libros sobre política o sobre ovnis y, especialmente, un libro con la bandera argentina que cuenta “las atrocidades y los modos de actuar del terrorismo apátrida en nuestro país durante las décadas del sesenta y del setenta” (p. 132). La literatura (además de los viajes) se ofrece ya para el niño y preadolescente como un refugio, como un resguardo frente a un mundo exterior minado por la presencia de un padre colaborador de los gobiernos dictatoriales, como la posibilidad de inventar un mundo propio, de encontrar una voz íntima, de agenciarse un conjunto de palabras y de comenzar a volar. Ya no se trata de los vínculos entre las armas y las letras que caracterizó el campo cultural y literario en la década de 1960 en América Latina y que constituyó todo un desafío para el escritor de izquierda, quien se debatía entre la apuesta revolucionaria y la autonomía del arte, procurando en muchos casos conciliar ambas. Ya no estamos ante el dilema entre el intelectual comprometido y el intelectual revolucionario. En esta novela las armas están (en el pasado) en manos de los militares o de la izquierda revolucionaria del E.R.P. y el escritor es ajeno a ambos universos, hay una fractura que las enfrenta. Las armas están fuera de las letras, son contrarias a la escritura, están en pugna con la literatura en el escenario de la posdictadura.
Estos desencuentros dificultan los entendimientos entre padre e hijo y ahondan la grieta. La incapacidad de ambos para establecer un diálogo, para poder conversar los conduce por dos caminos extremos y sin salida, la “guerra y la paz”, que han caracterizado a la historia argentina: la discusión cada vez más violenta, furiosa, imparable, sorda y desbocada se convierte en batalla que enfrenta a dos bandos, causando heridas y lastimaduras (el padre llega a decirle “si tengo un hijo guerrillero lo mato yo, con mis propias manos, p. 95). O ambos arriban al tratado de paz y silencio que los inmoviliza32. La conversación se proyecta como un deseo imposible: su primer recuerdo borroso lo sitúa a sus ocho años frente a su padre, percibiendo “lo difícil que me resultaba conversar con aquel hombre silencioso al que amaba tan profundamente” (p. 18). La literatura también será un intento por comunicarse con su progenitor.
Para suturar la fisura, este texto propone, como última instancia, un reencuentro entre padre e hijo a partir de un vínculo amoroso, suscitado por la enfermedad, que le permite al hijo acercarse corporalmente, acariciarlo, reírse con él, jugar como nunca lo había hecho. Se despliega, entonces, un relato amoroso (“casi imposible de escribir”, p. 170), una literatura sobre los afectos, contraviniendo lo que el hijo escritor siempre creyó “Que lo peor de la escritura estaba irremediablemente ligado a lo mejor de los sentimientos humanos. Que sentimientos y palabras viajaban por caminos que nunca deberían juntarse” (p. 26). Lo que no supone un acuerdo político ni un olvido de las diferencias que los separan, ya que la fractura está ahí y siempre amenaza con volver. No hay reconciliación en términos políticos ni acercamiento entre los universos de valores. Pero sí se interpelan las tradiciones de la “guerra y la paz” como caminos inconducentes y se discurre en torno a la conversación, al diálogo, a la razón comunicativa, que constituyen caminos a explorar en el escenario de la posdictadura.
El filicidio en Una misma noche de Leopoldo Brizuela
Conocer al padre militar, penetrar en su historia pasada, en sus vínculos con la dictadura, en su universo de valores en Una misma noche de Leopoldo Brizuela, supone un arduo trabajo del hijo con su propia memoria soterrada por la resistencia a ingresar en esa pesadilla de un padre colaborador con los servicios del Terrorismo estatal. Si en la narrativa de los HIJOS de militantes desaparecidos, la recuperación de la memoria se atasca ante la impunidad dominante en los 90, la desinformación y el pacto de silencio de la casta militar, en cambio en esta ficción asistimos al acto de negación que suelen padecer los hijos de represores en un primer momento. El texto se centra en la decisión del narrador – hijo de un progenitor que ha pertenecido a la Armada y ha estudiado en la ESMA – de encarar una novela en torno a esa noche en que su padre, cuando él tenía 12 años, presta ayuda y asistencia en el allanamiento de la casa vecina de la familia Kuperman, esa noche secreta y oscura que lo delata como cómplice. Esa escena primaria será asediada una y otra vez desde diversos ángulos, desde la ficción, la memoria, la historia y el sueño que van a delimitar los cuatro apartados del texto por un lado, y por el otro, desde dos tiempos íntimamente relacionados – el pasado de 1976 en que tuvo lugar ese allanamiento y el presente de 2010 atravesado por una violencia similar – que se alternan y separan los capítulos encabezados con las letras del abecedario33. No sólo se trata de una estructura compleja, escandida por múltiples direcciones, la novela misma ofrece una renovada mirada sobre una serie de cuestiones del pasado reciente no del todo transitadas por los textos, como la figura de un padre militar, la participación del barrio (y la responsabilidad social) en la trama de violencia ejercida por el estado dictatorial, la elección de una “víctima” en la figura de Diana Kuperman que se corre de los modelos más usuales, el lugar de la comunidad judía durante los años de plomo, el caso Papel Prensa, la herencia (la repetición) en el presente de ciertas prácticas de la violencia institucional de los setenta, los modos de narrar el horror y los saberes de la memoria, entre otros temas.
En primer lugar, cada uno de los cuatro apartados en que se divide el texto (novela, memoria, historia y sueño) reescribe la escena primaria desde perfiles y saberes diversos, penetra por capas en aquello que está oculto y negado por el hijo hasta que finalmente logra trasponer la barrera que lo separaba de aquel recuerdo y consigue ingresar en el sueño, en la pesadilla34. No hay una versión definitiva de ese acontecimiento ya que la memoria tiene sus lagunas, sino una variedad interminable de versiones anudadas por una certeza común a todas: la colaboración del padre. De modo que la escena primaria se va modificando, agregando elementos, rectificando otros, y cada apartado configura un nuevo relato, una nueva versión tanto en el contenido como en la forma35.
En segundo lugar, cada uno de estos apartados aborda una forma del discurso, una matriz de saber desde la cual interrogar los modos de narrar la violencia extrema. La “Novela” sondea los aportes de la ficción para representar el mal, un tema que ya exhibe una extensa trayectoria plagada de discusiones y cuyo punto central ha consistido en discutir el “peligro” de la ficción para representar aquello que ha tenido existencia real (como los campos de exterminio nazi) en tanto la ficción estaría trabajando con la siempre peligrosa “invención” y podría servir a los intereses de los negacionistas del Holocausto36. De allí la preferencia por el “testimonio” que garantiza su verdad en tanto representa lo “real”, de allí que el testimonio elegido por Primo Levi en sus textos haya logrado institucionalizarse como un modelo a seguir.
Resulta oportuno detenernos en las propuestas de Jorge Semprún quien en La escritura o la vida (1995) explora las posibilidades que ofrece la ficción para narrar el mal radical, marcando un hito en estos debates37. Rechaza la postura de quienes sostienen el carácter “indecible” o “inefable” de la experiencia en los campos y apuesta a la posibilidad de contar, relatar, testimoniar y en especial, hacer literatura y ficción, defendiendo una “decibilidad” general y abarcativa por la cual “pueda decirse todo de esta experiencia” (p. 26). Recoloca sin embargo la cuestión en la sustancia de la experiencia: cuál es el modo de calar en el meollo de lo vivido, cómo penetrar en el mal radical, qué procedimientos de la escritura literaria permiten ingresar en la densidad de esa vivencia. Se distancia– aunque no reniega de ellos –tanto del testimonio como de la crónica histórica que se detienen en la superficie de los hechos, que solo hilvanan la sucesión lineal de los eventos, que se paralizan en la evidencia del horror, en la “trivialidad informativa” (p. 241). Frente a la proyección en un cine de Locarno de un noticiero de actualidad sobre los campos de concentración, Semprún formula su crítica a los testimonios en tanto sólo objetivaban la “realidad radical, exteriorizada del mal”, muestran el “horror desnudo, la decadencia física, la labor de la muerte” que si bien confirman la verdad de la experiencia, no logran dotarla de un sentido, son mudos, dan un mensaje confuso y por ello exhiben las dificultades de representar y comunicar lo vivido en los campos (p. 215-218). Por ello convoca el poder de la ficción y el trabajo artístico con los procedimientos fílmicos para rearticular esas imágenes confusas, para explicarlas, darles sentido, inscribirlas en un contexto histórico, para acercar esas imágenes a la “verdad vivida”: “En resumen, se tendría que haber tratado la realidad documental como una materia de ficción” (p. 218). Como le argumenta a Louis Aragón, se trata de poner en juego la sinceridad literaria, la mentira verdadera de la literatura (p. 199). Aún más contundente resulta el rechazo del “testimonio en estado bruto” de Manuel en tanto se revela como un relato desordenado, confuso, demasiado prolijo, empantanado en los detalles, carente de una visión de conjunto, un revoltijo de imágenes y un sinsentido desordenado (p. 258).
En consonancia con los debates de Semprún, el protagonista de Una misma noche apuesta a la literatura y a la ficción en varios sentidos. La escritura será el vehículo para salir del silencio en que ha permanecido, para sacar a luz tanto el “tormento secreto”38 sobre la actuación del padre en la escena del allanamiento de 1976, como para revelar el asalto presenciado en el 2010. Además, ante la imposibilidad de testimoniar, el narrador elije la escritura: “Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizás, por eso escribo” (p. 23), una frase reiterada obsesivamente. Cuando no es posible declarar, la escritura oficia como un canal catártico y liberador de esa memoria que puede atormentar durante treinta o cuarenta años a los familiares de las víctimas y a los testigos (p. 36). Incluso da un paso más cuando rechaza el testimonio como género desde el cual escribir y sus lugares comunes sobre el allanamiento y el secuestro (de allí que en la escena primaria en lugar del Falcon verde aparece un Torino y en lugar de personajes siniestros coloca a policías con aspecto de ejecutivos de una elegancia extrema, con gabanes té con leche). Asimismo, la escritura le resulta una manera única de iluminar la conexión entre el pasado y el presente “no como quien informa, sino como quien descubre” (p. 43). Pero, por sobre todo, no es el testimonio, sino la ficción – aclarando las diferencias entre mentira y ficción – aquella vía que le permite “tocar lo esencial” de aquella experiencia (p. 83), por ello se resiste a seguir el estilo documental del Nunca más (p. 82).
Una misma noche, entonces, presenta una textualidad abigarrada en la que se cruza el testimonio y las declaraciones en el juicio por la verdad de Diana Kuperman (ya que no se reniega del testimonio ni de su estatuto de verdad) con los saberes de la literatura: el empleo de la ficción, el uso del artificio y de los procedimientos literarios, los cruces temporales, el discurso onírico y las complejidades de la estructura. Crea literatura en lugar de testimonio, pero sin abandonar la pulsión documental, introduce el artificio en lo real, suma el verosímil a la verdad, para abordar la escritura sobre el mal extremo.
Leopoldo Brizuela no es hijo de un militar (ni tampoco de un desaparecido), sin embargo, la novela desparrama una serie de datos que identifican al protagonista narrador con el autor: su actividad como escritor, su vida en la ciudad de La Plata y sus estudios en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, entre otros. La autoficción cobra una importancia fundamental como vehículo para expresar el intenso vínculo con una experiencia histórica que lo marcó como generación y en la cual estuvo profundamente involucrado sin necesidad de ser “hijo de”. Se trata de una experiencia “incorporada” – Walter Mignolo rescata lo “incorporado” como rasgo que caracteriza ciertas reflexiones que tienen su lugar de enunciación en la “experiencia” sufrida por el sujeto o por la comunidad a la cual pertenece39. La autoficción lo autoriza a escribir una novela sobre los años de plomo, a explorar los desafíos de ser hijo de un padre militar, a garantiza la verdad de su testimonio y le permite el uso de la primera persona (“yo estuve ahí”) al mismo tiempo que se vuelve un canal para introducir la ficción.
El profundo vínculo entre experiencia incorporada (en torno a acontecimientos extremos como la Shoáh) y la literatura ha dado lugar a la figura del “nacimiento del escritor”, tanto en Primo Levi como en Jorge Semprún, ya que es la experiencia del Lager la que constituye al escritor, lo crea, lo hace nacer, lo da a luz (aun cuando fuera escritor con anterioridad). En ambos nos encontramos con una escena de iniciación en la escritura gestada desde el campo. Cuando Primo Levi ingresa a trabajar en el laboratorio químico del Doktor Pannwitz – un momento de tregua en la lucha por sobrevivir – recupera la posibilidad de reflexionar y siente la feroz desazón de “sentirme hombre”, que lo lleva a intentar escribir: “Entonces cojo el lápiz y el cuaderno y escribo aquello que no sabría decirle a nadie”40. Como se advierte en el Apéndice escrito en 1976, esta escena de iniciación en la escritura es un acto simbólico, una proyección hacia el futuro de su trabajo como escritor que decide y asume en el campo: “tan fuertemente sentíamos la necesidad de relatar, que había comenzado a redactar el libro allí, en el laboratorio alemán [...] aun sabiendo que de ninguna manera habría podido conservar esos apuntes garabateados” (p. 191). Aunque de otro modo, también en Jorge Semprún hay una escena de iniciación literaria en La escritura o la vida. Su colega Claude Edmonde Magny le va a marcar un antes y un después en la trayectoria literaria de Semprún a partir de su permanencia en el campo de Buchenwald. Mientras, según Claude, sus tempranas parodias sobre Mallarmé carecían de gravitación, les faltaba “haber sido escritas por usted mismo”41, luego de la vida en el campo ella le reconoce que sus textos corren peligro de “tener demasiada gravedad” (p. 178). Si Semprún ya era escritor antes de su estancia en el campo, sin embargo, es a partir del Lager que él renace como escritor, dotando ahora su obra de gravidez. La novela de Brizuela reflexiona sobre el desafío que la experiencia del terror estatal de la dictadura supone para el escritor cuando se lamenta de estar escribiendo una novela que “no brota de mí”, que es “pura hojarasca” y siente la urgencia de escribir de acuerdo con “su verdad más profunda”, conectando su imaginación con el “centro oscuro de (su) personalidad”, para volverse digno de su “propio destino” (p. 52-53).
En esta primera parte sólo se esboza una versión inicial de la escena primaria: llega el Torino naranja con cuatro tipos armados que ingresan a su casa y su padre los recibe con orgullo, el Jefe les pide los documentos de identidad que el niño ayuda a encontrar, luego interrogan a la madre sobre las vecinas mientras le exigen al padre pasar al fondo, en ese momento el protagonista se pone a tocar el piano y, cuando finaliza, los hombres regresan del fondo a través del cual pasaron a la casa de las Kuperman sin poder encontrarlas.
El segundo apartado, bajo el título de “Memoria”, explora, por un lado, el trabajo con la memoria que el protagonista inicia como un paso necesario para escribir su novela, proponiéndose especialmente recordar el momento más conflictivo de la escena primaria, es decir, cuando el padre salta hacia el patio de las Kuperman e ingresa violentamente a su casa, ese momento que lo exhibe como colaborador en el allanamiento (“cuando llego al final ¡Dios mío, nunca antes lo había recordado! –, veo la escena atroz que nunca diré a nadie”42). Sin embargo se resiste a reconocer, a recordar, a hablar sobre este momento, impugna su presencia, procura borrarla y darse al olvido (“Y ahora tengo que borrar estas huellas de mi padre [...] y abro la canilla, y empuño la manguera y les apunto y el chorro que las desarma y va borrando”, p. 143; “Y ahora a dormir. A empezar el olvido”, p. 147).
Por otro lado, el trabajo con la memoria resulta indispensable para salir de la repetición de la violencia en la historia. Como sabemos, aquellos acontecimientos de la historia caracterizados por la barbarie y el terror implementados por los poderes de turno requieren un trabajo de reconocimiento y exploración, un trabajo de la memoria para decirlo en términos de Elizabeth Jelin, una elaboración del trauma según las perspectivas de Dominick LaCapra43 que sea un dique contra la repetición. En esta novela, la reiteración adquiere cuerpo en el robo que el protagonista presencia en 2010, percibido como una herencia de ciertas estructuras, personajes y hábitos de la dictadura. De allí la necesidad de penetrar en el patio de las Kuperman, de recordar la participación del padre, de traspasar el muro y desactivar la alarma: se trata de “hacer memoria en lugar de repetir”44.
En la sección “Historia”, en primer lugar, se introduce un documento de la historia – la declaración de Diana Kuperman en los Juicios por la Verdad del año 2005 – que le abre al narrador la puerta “por fin, a la historia” (p. 164) y suscita la necesidad de escribir una tercera versión de la escena clave. El narrador copia fragmentos del documento y luego los comenta, los introduce como un injerto de lo “real” dentro de la textualidad ficcional, como un montaje necesario para garantizar la “verdad” de la historia y también el uso “jurídico” del documento en los juicios. Ese documento, la declaración de Diana, aporta un dato verdadero y permite añadir otra fecha del allanamiento de su casa, una segunda entrada a los fondos de la casa por parte de los servicios. Si la primera entrada tuvo lugar el 19 de octubre de 1976, es decir el mismo día en que Diana sufrió un accidente en auto junto con Jaime Goldenberg (p. 194), la segunda sucedió el día en que Goldenberg murió (4 de abril de 1977). Ante el impacto de esa noticia, a Diana se le rompe una placa y la llevan al hospital, al poco rato llega el Torino amarillo seguramente alertado por el vecino Cavazzoni sobre el intento de escape de las judías (p. 183-184). Este nuevo dato convierte a Diana en una “reaparecida” (p. 179), en alguien que regresa, luego de estar secuestrada, a su casa en el barrio que resultó, de uno u otro modo, cómplice del accionar de la dictadura, en especial el padre del narrador y el vecino Cavazzoni.
El regreso al barrio (agregado por esta nueva versión) sirve para indagar en la participación activa o pasiva de los vecinos (“tanto menos inocentes”, p. 176), en la colaboración con los servicios o simplemente en el silencio de los habitantes del barrio45, para medir la responsabilidad de la sociedad civil e incluso proponer la necesidad de llevarlos a la justicia. El documento de la Historia (un archivo, desclasificado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, con la lista del Personal civil de Inteligencia de la Armada, p. 93) se convierte en prueba para los Juicios. La actitud de los vecinos provocará en Diana, luego de su último regreso, la decisión de mudarse a un nuevo barrio “sin vecinos que olviden de lo que son capaces” (p. 228). Esta crítica focalizada en la participación más o menos pasiva de la sociedad se extiende hacia quienes colaboran en algún tramo de la cadena de la violencia, hacia lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal en tanto oculta y soslaya responsabilidades detrás de la maquinaria burocrática y productiva (“¿Quién fabricaba los grilletes? [...] para eso contrataban a la gente del pueblo”, p. 242).
La novela también reclama a la opinión pública y a la justicia la consideración de ciertos casos que no responden al modelo central de la víctima. En esta ocasión, Diana Kuperman no es una militante de izquierda (“ella no es montonera”, p. 169), ni se asemeja al prototipo que aparece en el Nunca más (en su relato no había “ninguna escena de aquellas que describe el Nunca más”, p. 171), ella misma no se reconoce como víctima ya que no fue torturada (p. 122). En el Juicio por la verdad el público se incomoda y desaprueba sus intervenciones, no es una desaparecida sino una “reaparecida” (p. 179)46. Tampoco es pobre ni inspira compasión. El narrador solicita justicia para las víctimas del caso Graiver quienes, al no responder al modelo esperado “habían entrado últimos en el desfile de horrores que debían repararse” (p. 98). La resonancia del caso “Papel Prensa” durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y sus acusaciones a los diarios Clarín y La Nación, configuran otro vínculo entre el presente de 2010 y el pasado de la dictadura, otra instancia en que se repite la historia47. La cuestión de la empresa de la familia Graiver articula una “zona gris” en la novela, sacudida tanto por su colaboración con Montoneros como por la persecución del terrorismo de estado. Permite al narrador reflexionar en torno a la condición de las víctimas, a la necesidad de considerar sus posibles contaminaciones, sus impurezas48. Diana, asimismo, convoca a explorar la presencia de la comunidad judía durante la dictadura en diversas aristas: el conocido antisemitismo de la dictadura y la persecución de los judíos, la prohibición a la viuda de Graiver de vender su empresa a “judíos” (p. 103), pero también el foco en un grupo progresista de izquierda de judíos y la importancia de Jacobo Timerman durante la dictadura.
Maria Lai, Geografia, 2008.
El interés sobre la Historia y sus acontecimientos traumáticos se vincula con la posible “repetición” de la violencia en la historia – como el caso de Israel, según M.S., que sufre de adicción a la violencia e inventa una guerra cada seis años (p. 162). Como adelantamos, es el trabajo con la memoria, es el continuo abordaje de estos oscuros acontecimientos, es su permanente concientización lo que permite que los pueblos no repitan las políticas genocidas ni los terrorismos de estado. Se trata de la dimensión pedagógica de la historia como magistra vitae, cuya enseñanza suspendería la reiteración. En Una misma noche, la repetición de la historia estructura el relato en la alternancia de dos épocas – La repetición fue el título con el cual se presentó la novela al XV Premio Alfaguara de Novela 2012, luego se cambia, aunque sin perder ese sentido. Desde el presente del año 2010 en que el narrador escribe, desde la experiencia de asistir durante la noche a la entradera para robar en la casa lindera de la familia Chagas, el protagonista va a recordar el allanamiento a esa misma propiedad en 1976 cuando era habitada por la familia Kuperman. Así, el robo del presente abre una puerta hacia la memoria y la reiteración sirve para volver a revisar el pasado: “Pero quizás las cosas se repiten para que uno comprenda” (p. 60). La participación de agentes estatales de seguridad, la liberación de la zona, la impunidad, el robo, las amenazas y maltratos, entre otras, van a marcar la herencia de estructuras y modos de la maquinaria de la dictadura, que se hicieron visibles de un modo espectacular en el caso de Julio López, desaparecido el 18 de septiembre de 2006 cuando declaraba en el juicio que condenó a Miguel Etchecolatz (“Y aquí tienen a Julio López, el testigo desaparecido, el que todo el mundo busca”, sospecha el narrador, p. 160). Aquí la reiteración no es el producto de una sociedad que haya olvidado, sino de las herencias de estructuras y agentes de la dictadura.
Pero además la repetición forma parte del síntoma traumático que padece el protagonista. Cuando la memoria de un acontecimiento radicalmente violento se soterra en el inconsciente, se vuelve latente, ese recuerdo pugna por emerger y lo hace a través del acting out, es decir por medio de una reiteración mecánica y sintomática de la violencia sufrida. Sólo la elaboración del trauma a través del trabajo con la memoria permite el reconocimiento de lo ocurrido, lo vuelve consciente y restablece cierto equilibrio en el sujeto49. La reiteración asedia la escena central de la colaboración del padre, que se cuenta una y otra vez, con las variaciones que le imprime cada discurso, el de la novela, la memoria, la historia y el sueño, el hijo la repite para finalmente liberarse de la repetición con el ingreso al sueño, con la necesidad de diferenciarse del padre y señalar la grieta entre ambos para evitar así continuarlo y repetirlo. La subjetividad del protagonista muestra sus diferencias con el padre: su interés por la música que ha estudiado en contra de los deseos del progenitor, su decisión de convertirse en escritor y asumirse gay – en el censo se declara homosexual y descendiente de indios y probablemente de negros (p. 198) –, su inclinación por los judíos y por el judaísmo (p. 127) frente a un padre con tendencias antisemitas (p. 103) y herencias del nazismo (p. 128), al que llamaban el “Chivo” por el modo en que se agarraba a golpes con sus compañeros (p. 124). La figura equívoca de la madre está tensada entre su silencio, delator de tolerancia hacia su marido, y la voluntad del hijo por salvarla de la violencia del esposo.
El narrador advierte también la necesidad de no reiterar su propia conducta de ocultar, callar y silenciar, de tocar el piano para no oír lo que sucedía a su alrededor en 1976 o de no llamar al 911 en el presente de 2010. Toda la novela insta al proceso de recuperación de la memoria de lo acontecido durante la dictadura.
Finalmente es a través del “sueño” (el último apartado) que el protagonista logra penetrar en el mundo del padre, en el universo del terrorismo de estado, pudiendo ingresar al espacio de la ESMA: “al fin crucé el umbral del sueño” (p. 251). El sueño como el territorio del inconsciente donde anida aquella memoria que se procura ocultar pero que sin embargo puja por salir a la superficie y obtener visibilidad, donde se esconde el tormento secreto en torno al padre y el grado más alto de la verdad del horror (p. 249). El sueño es también un modo de escritura y una fragua de imaginarios que introducen lo onírico y el fantástico en una textualidad abigarrada que no cesa de ensayar y sumar nuevas formas para representar el mal radical, desde la decibilidad y transparencia del testimonio hasta la indecibilidad de la página en negro que cierra la novela, incluyendo los discursos de la ficción, la historia, la memoria y la pesadilla.
El sueño auspicia la cuarta y última reescritura de la escena primaria en la que finalmente el protagonista asume un rol activo, deviene un sujeto performativo: deja de tocar el piano y es él quien penetra en el patio y en la casa de las Kuperman, como una vía de acceso también a la ESMA convertida en un barco a la deriva en medio de una tormenta, para explorar el protagonismo del padre en la maquinaria del horror50. En esta pesadilla se reúnen dos pulsiones del narrador: el deseo de salvar al padre de su pertenencia a la Armada, de sacarlo del barco y de la sala de las máquinas, lo que repone desde otro lugar la imagen del niño-salvador, presente en varias de las narrativas de HIJOS51, y la pulsión por diferenciarse y separarse de él, sortear la repetición, evitar que todos lo confundan y asimilen ya que ambos llevan el mismo apellido, allí se articula la escena de la grieta, que como adelantamos, es la que da cuenta del vínculo de estos hijos con sus padres militares. El hijo se convierte, entonces, en la puerta que el padre debe derribar para ingresar a la casa de las vecinas, y deviene un polizón infiltrado en el barco de la ESMA, y por ello será arrojado al mar. El hijo proyecta la figura del filicidio deseado por el progenitor. Una de las manchas temáticas que Elsa Drucaroff encuentra en la generación de la posdictadura “atravesada por el trauma del pasado reciente”: es el filicidio que los jóvenes proyectan como un deseo de los padres. Estaría apuntando a las políticas de Estado que matan a sus hijos, tanto los desaparecidos en dictadura como los reclutas enviados a Malvinas (p. 377). Aquí habría que pensar en la proyección del filicidio por parte de los hijos de represores que reniegan de sus padres, lo que por otro lado no es mera imaginación, sino que responde a varios testimonios, entre los cuales ya citamos el caso de Daniela de quien su padre dijo “A ésta también tendría que haberla hecho matar”52.
El parricidio en Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán
Soy un bravo piloto de la nueva China no presenta el relato de un hijo sobre el padre represor, sino que se construye a partir de la contraposición de dos perfiles de hijos y de dos modelos de padres53. El padre desaparecido del narrador protagonista Rubén, el Camarada Luis Abdela que fue detenido en “El Campo” y desaparecido en uno de los vuelos de la muerte. Y el padre represor de Fausto Amado, Aldo Capitán quien comandó el secuestro de Abdela y piloteó el avión que lo arrojó al río. A través de tres relatos denominados “La ciudad”, “El campo” y “La Isla”, autónomos, aunque también fuertemente conectados de diverso modo entre sí, se expresan las perspectivas de ambos hijos respecto a la historia de los padres.
Rubén Abdela (hijo de desaparecido), un geólogo que vive en el exterior, regresa a la Argentina para compartir con su madre moribunda sus últimos días y al ingresar en su departamento ve la sombra de su padre, desaparecido hace 30 años, colgando del techo. Ambas muertes van a propiciar un repaso del pasado violento de los setenta, una evaluación del legado de los dos para sus hijos y una toma de posición frente a la historia heredada y las políticas de la memoria. “La ciudad” acontece en el presente (2002) y allí se desenvuelven los últimos momentos de la enfermedad terminal de Rosa Gornstein, acompañada por sus hijos Rubén y su hermano Agustín. Como contrapunto, “El campo” nos reenvía al pasado del terrorismo estatal en el que Capitán secuestra al Camarada Abdela y lo conduce a este centro clandestino de detención para finalmente hacerlo desaparecer. En cambio, “La Isla”, llena de misterios, se localiza en un no lugar, es una isla encantada que va transformando su geografía según diversas variables. Despliega un cruce temporal, que le permite a Rubén repasar el pasado a través de proyecciones de escenas en las que el Capitán represor y el Camarada Abdela argumentan y discuten. Luego de esta retrospección, podrá elegir su propio futuro al lado de Clara y el hijo que espera. La Isla redirige hacia el pasado su tradicional carácter utópico desplegado hacia el futuro: definir un camino propio implica para los HIJOS un trabajo con la historia reciente. La Isla es el lugar de la memoria articulada a partir de diversas posibilidades que van desde el trabajo con ella (Rubén) hasta el esbozo de un parque temático y un tour turístico de reconciliación (Rudolf y The Rubber Lady). En estas secciones de la novela se desarrollan los cuestionamientos del hijo Rubén hacia sus padres pero también una voluntad por comprender sus dolores: el desafío de apostar a la militancia revolucionaria o a las necesidades de la familia, el “legado heroico y abrumador”54 dejado por el padre, las tensiones entre las exigencias del héroe y los requerimientos del hombre, la entrega a una causa colectiva o el suicidio individual, las expectativas de liberación y los costos de la derrota de la izquierda armada, la índole de un viable perdón, son algunas de las cuestiones que emergen.
En cambio, la perspectiva de Fausto (hijo del represor) frente a su padre represor55 no está ampliamente descrita sino apenas sugerida, aunque con un fuerte y brusco efecto final. No contamos con la voz de Fausto y escasamente accedemos a los detalles de su infancia, una de las poquísimas veces en que aparece es a través de una pesadilla de su padre que pone en escena la grieta de incomunicación que los separa ya que Fausto no puede agarrar sus juguetes y oír la voz de su padre que se ha vuelto sordo y mudo (p. 213). Es simétrica a la escena en que Rubén, siendo niño, le reclama al padre los juguetes que su amiguito le quita. Los juguetes implican, en ambos casos, la conexión con el padre tal como se nos advierte en el texto: “lo que Rubén reclama no es la posesión de los juguetes sino su propia pertenencia a Luis” (p. 74). Los juguetes de la infancia adquieren una notable presencia en las narrativas de HIJOS en tanto constituyen objetos en los que los niños desplazan tanto sus miedos y vivencias traumáticas como su voluntad de colaborar y salvar a la familia. En manos de los padres se vuelven vehículos para transmitir nuevos valores, comportamientos e ideologías tendientes a educar a los niños según los protocolos del modelo del hombre nuevo guevariano, crítico de las normas de la sociedad “burguesa”, “individualista” y “capitalista” y afín a los valores del socialismo (Guevara 1965). Mientras Luis Abdela le lega a su hijo un “Chinastro”, es decir un avión de juguete con la inscripción en mandarín “Soy un bravo piloto de la nueva China” traído de su viaje de entrenamiento a China (y símbolo de su elección política), en cambio el hijo de Capitán estará atrapado en la herencia de los vuelos de la muerte de su padre.
Luego sabemos que Ana se separa y deja a Capitán. Finalmente, Fausto ingresa a la Universidad y se recibe de profesor de filosofía. A los 34 años, cuando su padre está siendo imputado en los juicios por violación a los derechos humanos, lo visita y lo asesina “con una furia proporcional al esfuerzo que había hecho durante los años anteriores por preservar a su padre” (p. 257). Mientras Leopoldo Brizuela finalizaba su novela con un filicidio, en cambio Ernesto Semán proyecta un parricidio por parte de un hijo de represor, una alternativa imaginaria que en la historia reciente carece de ejemplos: son las prerrogativas de la ficción.
4. Itinerarios
¿En qué medida estos testimonios y ficciones han corrido los límites de la representación tanto en la literatura sobre la historia reciente como en la de HIJOS? Vienen a completar y a dialogar con las narrativas que, desde mediados de la década de los noventa, abordan la figura de los victimarios. Miguel Dalmaroni señala la emergencia, hacia 1995, de la voz y de la representación de ex represores en textos que serán seminales de una línea de la literatura argentina sobre los modos de narrar el horror: los testimonios del ex capitán de corbeta Adolfo Scilingo en El vuelo (1995) de Horacio Verbitsky, y las novelas Villa (1995) de Luis Gusmán y El fin de la historia (1996) de Liliana Heker56. Mientras estas producciones (y otras que las han seguido) se interiorizan en los vericuetos psicopáticos y en las salvajes prácticas de estos victimarios, torturadores y asesinos implementadas en los centros clandestinos y con secuelas en el hogar, nuestro campo inspecciona la figura del represor recortada desde el lugar de los hijos, introduciendo otras problemáticas relacionadas con el vínculo familiar, con el rol del padre, con el espacio de los afectos. Abordan a los padres represores.
A este itinerario de la literatura argentina que va de la representación del victimario a la del padre victimario, le podemos sumar un recorrido que visualiza los giros en el interior de la producción cultural de HIJOS. En una primera etapa se privilegió la representación de la víctima (el detenido desaparecido y también sus hijos) a cargo de un enunciador HIJO de padres desaparecidos (o desde una perspectiva similar), aunque podemos encontrar algunos textos que exceden en parte estos límites, como el complejo y ex-céntrico trabajo con la figura del padre represor visto desde la perspectiva de un hijo víctima en Los topos (2008) de Félix Bruzzone. En cambio, ahora se aborda la representación de un victimario a cargo de un enunciador HIJO de un represor (autobiográfico o ficcional). Pero ¿tenemos que pensar en términos de “representación” o apuntar al sujeto de enunciación? La asunción de la voz de los HIJOS de represores es la gran valla que estos textos (los testimonio) saltan, aun cuando esté introducida por los HIJOS de desaparecidos y autorizada desde el otro extremo ideológico-político. Por ello también resulta decisivo distinguir, en el corpus novelístico, la enunciación ficcional en Una misma noche de Leopoldo Brizuela y en Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán, frente al enunciador autobiográfico de Papá de Federico Jeanmaire, lo que explicaría – en parte – la búsqueda de una solución “sentimental” al conflicto y la insistencia en una distancia ideológica respecto al padre colaborador con la dictadura (aun cuando no un “monstruo”).
Maria Lai, Le magie di Maria Pietra, Libro cucito, 1983.
¿Por qué, entonces, se abre una brecha para incluir estas voces malditas que adquieren protagonismo en la década del 2010? Entre las causas de este giro podemos suponer la configuración de un lugar sólido por parte de las segundas generaciones, de HIJOS e H.I.J.O.S. y de las luchas por la memoria. Luego de un período de impunidad en los gobiernos de Carlos Menem (1989-1999), la lucha por los Derechos Humanos se reabrió y potenció en las presidencias de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). La era K recuperó (y reapropió) el imaginario militante setentista (dejado de lado por las políticas estatales desde la recuperación democrática) y lo puso a funcionar en su propia política57, promovió con fuerza la militancia juvenil y reencantó el juego de la política (luego de las consignas “Que se vayan todos [los políticos]” surgidas en la crisis del 2001) y fortaleció las luchas por la memoria a través de diversos y múltiples canales. Este lugar estable, sólidamente configurado a lo largo de una más de una década y en el cual los HIJOS han llevado a cabo una notable y amplia producción que, desde 1995, se fue volcando en testimonios, literatura, discursos críticos, poesía, cine, fotografía, teatro, performance y plástica, parecía a salvo de un retroceso. Ese contexto de estabilidad y los logros de sus producciones les permiten dar un giro hacia los “otros” hijos de represores, hacia un territorio que se abre como un tembladeral.
Notes
1
Una primera versión de este trabajo fue presentada en Seminario Internacional Truth-telling: Violence, Memory and Human Rights in Latin America. A multidisciplinary approach, realizado en la Universidad Alberto Hurtado (Santiago de Chile), del 20 al 22 de abril de 2017.
2
Esta ley, que forma parte del derecho procesal penal, estableció que las personas detenidas preventivamente durante más de dos años tenían el derecho a compensar la demora del Estado en llevarlas a juicio, computando doble el tiempo en exceso que permanecieron detenidos sin condena. De este modo se reglamentó el artículo 7.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establece el derecho de toda persona, que resultara detenida y acusada de un delito, a ser juzgada dentro de un plazo razonable o ser puesta en libertad. Esta ley se derogó ya que el cómputo del dos por uno no es aplicable, como quiso la Corte Suprema, a conductas delictivas que se encuadren en la categoría de delitos de lesa humanidad.
3
Se utilizarán diversos términos para nombrar a la “segunda generación”: “H.I.J.O.S.” (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) con puntitos apunta a la organización de Derechos Humanos de un modo general, es decir, sin establecer diferencias entre las diversas ramas; “HIJOS” alude a la generación como una instancia que va más allá de sus vías de institucionalización pero que exhibe lazos de pertenencia a partir de diversas experiencias compartidas– aunque carezcan de padres desaparecidos –, y finalmente “hijos” refiere al lazo familiar.
4
En Hijos de los 70... Astrid Pikielny y Carolina Arenes incluyen no solo a los hijos de represores, sino también a los hijos de víctimas de la violencia de la izquierda armada – familias de militares o policías, de empresarios e incluso de las mismas agrupaciones de la izquierda revolucionaria –, junto a hijos de las cúpulas de Montoneros, entre otros.
5
En el caso de Félix Bruzzone, si por un lado se trató de una convocatoria de la revista Anfibia, por el otro su propia ascendencia familiar engarza a dos familias situadas en polos opuestos, tal como él mismo describe en el libro de Carolina Arenes y Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, pp 21-39. La rama materna, que vivía en Recoleta, estaba formada por su abuela Leda Moretti, quien pertenecía a una familia adinerada y “derechosa” de Barrio Norte, cuyas hermanas se habían casado todas con marinos y habían sido todas procesistas, y su abuelo Carlos Bruzzone (capitán retirado afín a la derecha peronista y militar), todo lo cual explicaría que la abuela nunca se acercó a las Madres de Plaza de Mayo ni emprendió una búsqueda consistente de la madre de Félix, considerada un desvío dentro de esta familia. En cambio, la rama paterna de San Luis era una familia criolla, de provincia, no pobre pero sí humilde, formada por varios trotskistas, delegados gremiales, militantes de izquierda. Ello no supone una ambivalencia en la posición de Bruzzone a favor de las políticas de la memoria (aunque por fuera de las instituciones y organismos de DDHH), pero sí cabe suponer que esta doble pertenencia aceita su interés por los hijos de represores.
6
En otro artículo abordé las experiencias de la infancia huérfana por parte de la generación de HIJOS de padres desaparecidos: Teresa basile, “La orfandad suspendida: la narrativa de Félix Bruzzone”, Revista Celehis. Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, nº 32, 2016, p. 141-169.
7
Félix Bruzzone, Máximo Badaró, “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, Anfibia, 2014, p.9.
8
Carolina Arenes y Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 138.
9
Félix Bruzzone y Máximo Badaró, “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, revista Anfibia, 2014, p.4.
10
Analía Kalinec interpela doblemente el pasado. Se pregunta: “¿Qué hubo allá a lo lejos en el tiempo que acaso puso a este hombre en la senda del monstruo en que se convirtió?” (p.133), pero también ella busca “esas señales, esos detalles en los que se escondía el monstruo durante aquellos años de la infancia” (p.134).
11
Sigmund Freud, “Lo siniestro”, en Obras Completas, vol. 13, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988, pp. 2482-2595.
12
Analía Kalinec decide disociar la figura del “buen padre”, el “amoroso padre de sus cuatro hijas, el esposo dedicado” de la del Doctor K, el hombre “sádico y cruel” del que hablan las víctimas (Carolina Arenes, Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p.129 -149). En cambio, Luis Alberto Quijano mira al abuelo (represor, bandido, delincuente, pistolero que secuestró, torturó, asesinó y saqueó a sus víctimas durante la dictadura), jugando amorosamente con su nieta (Carolina Arenes, Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p.241).
13
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 241-250.
14
Luis Alberto Quijano teme llevar a su padre en la sangre, pero también en los gestos. Lucha contra su “propio fascismo, su violencia interior” que ha heredado de aquella época (p. 250). A su vez, Analía Kalinec procura conjurar el “riesgo de seguir sus pasos”, “necesita estar segura de que no lo lleva adentro, de que no lo transmitirá como legado, como una herencia maldita hacia sus hijos” (p.141).
15
La(s) página(s) entre paréntesis.
16
Mariana D., “Marché contra mi padre genocida”, entrevista a cargo de Juan Manuel Mannarino, Revista Anfibia, 12 mayo de 2017.
17
Félix Bruzzone, Máximo Badaró, “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, revista Anfibia, 2014, p. 5-8.
18
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 294.
19
Félix Bruzzone, Máximo Badaró, “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, revista Anfibia, 2014, p. 4.
20
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 41-54.
21
Desde la perspectiva psicoanalítica, se señalan los síntomas que manifiestan estos hijos de represores: “Hay individuos dispersos que llegan al consultorio psicológico con ataques de pánico, fobias, adicciones o problemas de infertilidad, y meses o años después de la terapia se descubren víctimas, cómplices o acusadores de los crímenes, abusos o delitos que sus padres militares cometieron en los años setenta”, Félix Bruzzone, Máximo Badaró “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, revista Anfibia, 2014, p. 2.
22
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, “Que tu viejo rompa el silencio”, Revista Anfibia, 10 de julio de 2017.
23
Leonor Arfuch, “Nuevas voces de la memoria. Las otras infancias clandestinas”, Revista Anfibia, 25 de mayo 2017.
24
Liliana Furió, hija desobediente, dice que ella no puede poner en la misma bolsa a los hijos que a sus padres, aunque los defiendan, y por mucho que difieran de su pensamiento “[...] nos hermana un dolor por el pasado de nuestros viejos que seguimos cargando”, y Mariana Leis sostiene: “¿Qué culpa tienen los hijos de lo que hicieron sus padres?” : Carolina Arenes, Astrid Pikielny, “Que tu viejo rompa el silencio”, Revista Anfibia, 10 de julio de 2017.
25
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, “Que tu viejo rompa el silencio”, Revista Anfibia, 10 de julio de 2017.
26
Analía Kalinec, una de las primeras hijas de represores que se atrevió a hablar contra su padre, impulsó la creación del colectivo Historias Desobedientes: Hijos e hijas de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia, a través de una página de Facebook.
27
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, “Que tu viejo rompa el silencio”, Revista Anfibia, 10 de julio de 2017.
28
Carolina Arenes, Astrid Pikielny, Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 10-11.
29
Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.
30
En una entrevista realizada por Daniel Flores, Federico Jeanmaire explica la injerencia autobiográfica en esta novela ya que su padre fue “intendente de los militares” durante la última dictadura: “Federico Jeanmaire: ‘Ser hijo es mucho más fácil’”, Entrevista, en La Nación, 15 de junio de 2003.
31
Federico Jeanmaire, Papá, Edhasa, 2015, p. 131.
32
El pacto de paz se muestra como “un acuerdo tácito que reconocía la imposibilidad del diálogo sobre algunas cuestiones. El diálogo hubiera supuesto un esfuerzo de comprensión para con la postura del otro realmente imposible de darse entre nosotros. Hubiera supuesto escuchar con ganas de entender o con ganas de cambiar al menos alguna de nuestras muchas ideas” (p. 133).
33
No parece un dato menor el uso de todas las letras de nuestro abecedario para titular los capítulos, por el contrario, la novela explora los modos y saberes para escribir y relatar el horror, las letras y gramáticas del mal, así como también los vínculos entre el campo de concentración y la función de “Escuela” de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada).
34
Dice el narrador “Últimamente imaginé un relato que contara esos diez minutos varias veces, nombrándonos cada vez con palabras diferentes [...] para que varíe todo el relato, y sobre todo, el juicio del lector”. Leopoldo Brizuela, Una misma noche, Buenos Aires, Alfaguara, 2012, p. 37.
35
En cada uno de los apartados se nos advierte la necesidad de modificar una y otra vez la escena primaria, como se vislumbra en las siguientes citas: “Y así [...] empecé a escribir mi segunda tentativa” (p. 104), “la cuchilla de la historia había separado sus elementos liberando en mí su fuerza letal; y si quería salvarme sólo me quedaba velar porque ese caos se organizara con una forma nueva, medianamente armónica, en un relato nuevo” (p. 176) [las cursivas son mías].
36
Saul Friedlander (comp.), En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2007.
37
Jorge Semprún, La escritura o la vida. Barcelona, Tusquets, 1997.
38
Leopoldo Brizuela, Una misma noche, Buenos Aires: Alfaguara, 2012, p. 68.
39
Walter Mignolo, “Las geopolíticas del conocimiento y colonialidad del poder”, entrevista a Walter Mignolo, por Catherine Walsh. En línea. Publicada en Catherine Walsh, Freya Schiwy, Santiago Castro-Gómez (eds.), Indisciplinar las ciencias sociales. Geopolíticas del conocimiento y colonialidad del poder: perspectivas desde lo andino, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, Abya-Yala, 2002.
40
Primo Levi, Si esto es un hombre. Barcelona, Editorial Océano, 2011, 153.
41
Jorge Semprún, La escritura o la vida. Barcelona, Tusquets, 1997, p. 159.
42
Leopoldo Brizuela, Una misma noche, Buenos Aires: Alfaguara, 2012, p. 109. En esta segunda versión se borra la escena del pedido de los DNI ya que “saben bien a quién buscan [...] les ha dicho Cavazzoni” (p. 105), y se inserta la colaboración del vecino, cuyo nombre descubre el narrador en un archivo del Personal civil de Inteligencia de la Armada, desclasificado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner (p. 93).
43
Elizabeth Jelin, Los trabajos de la memoria, España, Siglo Veintiuno editores, 2001. Dominick LaCapra, Representar el Holocausto. Historia, teoría trauma, Buenos Aires, Ed. Prometeo, 2008.
44
Leopoldo Brizuela, Una misma noche, Buenos Aires: Alfaguara, 2012, p. 119.
45
En especial, los padres del protagonista la reciben como si no recordaran la propia participación del padre en el allanamiento (p. 178), e incluso se señala la pasividad de la propia colectividad judía “parecía replicar cada uno de los comportamientos que yo había observado en mi cuadra” (p. 189).
46
El texto insiste en las reacciones adversas del público ante las declaraciones de Diana: “el disgusto del público”, “la extraña incomodidad del público”, “desconfianza del auditorio”, “silencio acusador”, “silencio perplejo”, “la risa apenas contenida de los milicos” (p. 169-174)
47
A partir de 1973 la empresa Papel Prensa fue comprada por David Graiver, acusado por algunos medios periodísticos de tener vinculaciones comerciales con Montoneros, quien al poco tiempo muere en un controversial accidente de avión en México (1976). Su viuda, Lidia Papaleo de Graiver, vende inmediatamente la empresa a una sociedad conformada por Clarín, La Nación y La Razón. A partir de marzo de 1977, los familiares y miembros del grupo Graiver fueron detenidos en forma ilegal y llevados al centro clandestino de detención conocido como el pozo de Banfield. Algunos de ellos continúan aún como desaparecidos, otros fueron puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y otros murieron debido a las torturas aplicadas. El 2010 la presidenta Cristina Fernández desató un debate en torno a Papel Prensa, presentó un documento titulado Papel Prensa: La verdad donde se acusa a las autoridades de la dictadura de obligar a los herederos de David Graiver a vender sus acciones y promovió una causa por delitos de lesa humanidad en perjuicio de quienes fueran integrantes de la firma Papel Prensa SA. En abril de 2011 la Unidad Fiscal Federal de La Plata calificó como “crimen de lesa humanidad a los hechos que rodearon la transferencia de acciones de la empresa Papel Prensa entre 1976 y 1977”. En esta controversia se enfrentaron dos posiciones irreductibles: la primera alegaba presiones, amenazas y secuestros de los titulares de las acciones (la familia Graiver) para obligarlos a vender la empresa bajo el terrorismo de estado. En tanto los diarios que pertenecen a los accionistas privados de Papel Prensa, señalan esta versión como una tergiversación y un intento de parte del Gobierno de Cristina Fernández para tomar control de Papel Prensa y así el acceso de los diarios a un insumo básico.
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Dice el narrador “Pero, en verdad, ¿para qué la llamé? ¿Para encontrar, todavía, una víctima inocente? ¿Para probarme, en medio de un mundo tan contaminado por el mal, que la inocencia es posible, aunque esté destinada al sacrificio, a la muerte? ¿Para no aceptar, en fin, un mundo más complejo que el que viví en mi infancia?” (p. 135).
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Dominick LaCapra, Representar el Holocausto. Historia, teoría trauma, Buenos Aires, Ed. Prometeo, 2008.
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Resulta interesante la compleja perspectiva de la novela sobre la Escuela de Mecánica de la Armada donde se cruza su uso como campo de concentración y como escuela. Tampoco debemos olvidar la importancia de la ESMA en las políticas de la memoria del gobierno de Néstor Kirchner, quien en 2004 la convirtió en un Espacio de Memoria y de promoción y defensa de DDHH.
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Analicé las diversas proyecciones en torno al niño, desde el niño salvador al delator, pasando por el guerrillero, el combatiente, el sacrificado, el adulto, etc. en “La Infancia clandestina en los relatos de HIJOS”, in Identidades revulsivas. Lecturas críticas sobre la escritura de los HIJOS, Ed. Mariana Barcellona. Villa María, Editorial Universitaria Eduvim, 2017 y en “Infancia educada: el niño nuevo”, Badebec, Revista del Centro de Estudios de teoría y crítica literaria, Volumen 7, n° 13, septiembre 2017.
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Félix Bruzzone, Máximo Badaró, “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, revista Anfibia, 2014, p. 4.
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Ernesto Semán (1969) es periodista, escritor y profesor de historia en la Universidad de Richmond. Trabajó como periodista en Página/12 y Clarín. En el 2000 se mudó a Estados Unidos, donde estudió en la Universidad de Nueva York. Es hijo de un militante del Partido Comunista, de orientación maoísta, que desapareció pocos meses después de golpe de 1976 cuando había regresado de China, país en el que había recibido formación político militar.
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Ernesto Semán, Soy un bravo piloto de la nueva China. Buenos Aires, Mondadori, 2011, p. 15.
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Si bien en este análisis nos detenemos en la figura del padre represor, resulta interesante el trabajo que esta novela lleva a cabo con la figura más amplia del represor, abordada desde un complejo cruce de perspectivas: las diferencias entre militares y policías, la estratificación entre quienes mandan y los que obedecen, los argumentos justificatorios de las prácticas de la represión, las secuelas psíquicas (locura, suicidio, sordera) en algunos personajes, entre otras cuestiones.
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Miguel Dalmaroni, La palabra justa: Literatura, crítica y memoria en la Argentina, 1960-2002, Mar del Plata, Melusina, 2004, p. 155-174.
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Ana Soledad Montero, ¡Y al final un día volvimos! Los usos de la memoria en el discurso kirchnerista (2003–2007), Buenos Aires: Prometeo, 2012.
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