Políticas de la historia e “historia reciente” en la Argentina actual
Historiador

(Universidad de Buenos Aires)

Duraciones: una novedad política y el consenso progresista

El título de este trabajo es más pretencioso respecto de lo que concretamente realiza o puede proveer. En principio es aconsejable evitar una inflación de su alcance, según la deplorable falacia sinecdóquica que nombra como “argentino” un contorno de temas usualmente desarrollados en el escenario de la ciudad de Buenos Aires, y que en temas académico-culturales dentro de ella otorga excesiva centralidad a su universidad nacional, la UBA. Un estudio de mayor densidad empírica debería descubrir los matices y particularidades que, ciertamente afectados por las enunciaciones porteñas, se verifican en otras escalas y lugares.

Defenderé que las cuestiones involucradas en los diferendos de las políticas de la historia reciente poseen una relevancia mayor a la moderada complejidad que han alcanzado los discursos y las actitudes de los actores que en ella han intervenido. Mi idea general sostiene que la profesión historiadora argentina no ha estado a la altura de sí misma. En otras palabras, sus diferentes y a veces antagónicas intervenciones emanadas de sus performances expertas se vieron muy modestamente enriquecidas por las destrezas desarrolladas en el ejercicio de la profesión. Quizás yo espere demasiado de las tareas de investigación e ingenuamente crea que así se puede contribuir a un debate colectivo cuyas definiciones son en última instancia políticas, pero esa es la premisa de este escrito.

Una última advertencia preliminar registra el carácter provisional y en curso de las cuestiones aquí invocadas. Esto es así porque todo hace pensar que las fronteras de los pareceres historiadores obedecen más a las alternativas ideológicas inherentes a la política nacional que a tramitaciones generadas por los debates intelectuales inter pares. Se trata, entonces, de desacuerdos heterónomos atenidos a la razón política, una razón de contornos contingentes cuya dinámica trajina por rumbos diferentes al quehacer historiográfico.

En la exacta medida en que son las peripecias del Estado y de la política inmediata las que, en mi opinión, comandan las brújulas de los posicionamientos historiadores observables hasta el momento, nuevas incidencias de la práctica política (como por ejemplo los resultados de las elecciones legislativas de octubre de 2017) modificarán el presente panorama. No obstante, todo hace pensar que una recomposición de corto plazo de la oposición macrismo/peronismo no alterará la nueva divisoria política que se ha instalado en el mediano plazo, por cuanto dentro del peronismo es previsible la persistencia del kirchnerismo que constituye con el macrismo los polos de la dicotomía ideológica que ha impactado en la corporación historiadora.

Dessin, n°17

José Antonio Suárez Londoño, dessin, 2005.

Quiero plantear en esta situación algunos interrogantes sobre ciertas intervenciones públicas individuales pero sobre todo colectivas de profesionales de la historia en los asuntos de la memoria del pasado reciente y de los usos políticos del pasado. No es casual que el contexto en que se produce un renacimiento de las expresiones públicas de historiadores e historiadoras sea el del advenimiento de un gobierno nacional que supone una primicia en la historia política argentina. En efecto, es la primera vez que conquista electoralmente el ejercicio del gobierno nacional una oferta ideológica que se puede ubicar entre la centro-derecha y la derecha, con un perfil social muy pronunciado: es un gobierno que en sus élites principales está compuesto por empresarios y ejecutivos de poderosas firmas. Esa ubicación social ha logrado una victoria electoral que en términos democrático-liberales la hace legítima y, esto es lo más importante, expresa una modificación en el clima cultural1.

La novedad política, cuyas consecuencias no podemos todavía calibrar, constituyó un parteaguas en múltiples planos de la vida pública. El que me ocupará aquí es el relativo a ese núcleo de usos del pasado, políticas de la historia, formaciones sociales de la memoria y posicionamientos emanados desde el ámbito de historiadores practicantes que se observa con particular agudeza en los dos últimos años.

El surgimiento del macrismo ha generado un reajuste de las tramas decisivas que especifican al mundo intelectual argentino. El gremio historiador, como un fragmento del mismo, no puede evadir un sismo revelador de sus perfiles en crisis. ¿Cuál es esa crisis? La del fin de la hegemonía de un consenso progresista por la emergencia de una opinión que plantea dejar en el pasado las eficacias diferidas de la última dictadura militar argentina a través de la permanencia de los juicios contra perpetradores de crímenes de lesa humanidad. En cambio, para otros sectores la persistencia de esas eficacias demoradas es constitutiva del orden democrático. Para decirlo en términos tal vez más claros, la disputa de fondo es la de si los “años setenta” (unos años “largos” que en la Argentina transcurren entre 1969 y 1983) continúan constituyendo una referencia ante la que situar el horizonte de lo político o si esos años deben ser relegados de las controversias públicas para mirar hacia el futuro.

El nuevo archipiélago intelectual, vigorosamente condicionado por las incidencias políticas, no es reducible a una lógica binaria. Así como la divisoria kirchnerismo/antikirchnerismo es inapropiada para comprender la historia intelectual argentina inmediata (2003-2015), la oposición macrismo/antimacrismo es una guía inadecuada para imprimir claridad a la atmósfera cultural del presente. Sin embargo, esas escisiones son reales, producen efectos y es por lo tanto insuficiente dictaminar su carácter simplificador de los dilemas contemporáneos. Y sobre todo, aquellas dicotomías dan cuenta de actitudes sociales que ellas mismas, desde luego, modifican. Lo hacen porque la posición estatal del kirchnerismo y del macrismo les otorga una cuota de poder de enorme incidencia política. Por eso dije que no basta con reclamar posiciones matizadas o evasivas de alternativas sencillas. En todo caso, la búsqueda de una alternativa a la dicotomía debe considerar la eficacia de los binarismos argentinos de los últimos años.

Lo relevante aquí es el cambio de clima en las políticas estatales relativas a los derechos humanos violentados durante la década de 1970, y en particular en la segunda mitad de ella. ¿Por qué hechos ocurridos hace cuarenta años continúan despertando enconados desacuerdos? Para comprender eso es preciso retroceder en el tiempo.

Tras la crisis del año 2001, una debacle económica disolvió la gobernabilidad estatal. Los reclamos sociales impulsados por la pobreza, la restricción al retiro de fondos las cuentas bancarias y la dinámica inflacionaria devinieron en un malestar generalizado y en saqueos. La reacción gubernamental de declarar el estado de sitio. La medida no fue respetada y las protestas en los alrededores de la Plaza de Mayor fueron reprimidas con un saldo de varias decenas de muertos. El 20 de diciembre el presidente De La Rúa huyó de la Casa de Gobierno. Se produjo un vacío de poder.

Entonces las organizaciones de derechos humanos se revelaron como uno de los puntales de la reconstrucción de la vacilante legitimidad política. El fugaz presidente peronista designado por el Congreso, Adolfo Rodríguez Saá, invitó a las Madres de Plaza de Mayo a la Casa de Gobierno, en los últimos días de diciembre de 2001. La visita realizada por las Madres tuvo como objeto solicitar la libertad de los presos políticos y sociales encarcelados tras las protestas acontecidas durante diciembre. Más allá de esa petición puntual, el prestigio de las Madres generaba otros efectos legitimadores cuando en algunos espacios todavía se coreaba, en referencia a la clase política: “Qué se vayan todos y no quede ni uno solo”.

Mundialmente conocidas por su valiente lucha por la reaparición con vida de sus hijos e hijas asesinados durante la dictadura militar de 1976-1983 y su activismo en la demanda de “juicio y castigo” a los represores, las Madres, así como las Abuelas y posteriormente los Hijos de personas desaparecidas, fueron convocadas inesperadamente por una clase política que hasta entonces había prestado escasa atención a sus reivindicaciones. Por el contrario, incluso muy recientemente tanto radicales como peronistas, por diferentes razones, habían considerado a las organizaciones de derechos humanos como entidades fastidiosas e irrelevantes. Signo de época, en agosto del año 2002, bajo la presidencia peronista de Eduardo Duhalde se sancionó una ley (sobre la que volveré pronto) instituyendo al 24 de marzo como día feriado en recuerdo del fatídico golpe militar de 1976.

Sucede que ya entonces estaba consolidado el núcleo de lo que denomino el “consenso progresista” sobre la represión estatal y paraestatal de la década de 1970. Ese consenso no fue unívoco ni estuvo privado de desacuerdos. Sus rasgos centrales fueron dos:

a) la condena de la dictadura militar en diversos planos, el más significativo de los cuales es el de la desaparición de personas y apropiación de hijos nacidos en cautiverio;

y b) la reivindicación del activismo de los organismos de derechos humanos que no cedieron en su militancia incluso cuando los gobiernos constitucionales posteriores a 1983 vacilaron en su convencimiento en el “juicio y castigo” de los represores o decididamente adoptaron políticas de impunidad.

Cuando me refiero a un consenso estoy aludiendo a otra cosa que la instalación de un sentido común ampliamente compartido. De hecho, no está claro hasta qué punto la vigencia de los derechos humanos – interesando en ellos el juicio y castigo de la represión política de los años setenta – alcanzó a clases y sectores ajenos a las fracciones de clase media urbana, a los segmentos politizados o atentos a la política. Y tampoco cómo fue transformándose a lo largo de la transición democrática y luego, ya en el nuevo siglo, durante los años kirchneristas.

Después de la asunción del gobierno de Néstor Kirchner y durante los años siguientes, hasta 2015, ese consenso incorporó otras dos convicciones:

c) el reconocimiento de que al menos desde 2006 el Estado nacional se comprometió en la reapertura de los juicios cesados por las leyes y decretos de impunidad y movilizó recursos para situar en otro lugar político a los organismos de derechos humanos;

y d) la afirmación de una peculiaridad argentina en la que la definición de la democracia se hizo inescindible de la vigencia de los derechos humanos como un valor defendido desde el poder estatal.

En cada una de las cuatro dimensiones del consenso progresista se instalaron discusiones irresueltas. Por ejemplo, no es evidente el balance derivable de las decisiones del gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) pues si bien promovió el juicio a las Juntas militares y la formación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), luego envió al Congreso las “leyes de impunidad”. O bien, hay divergencias en torno a si fue adecuada la decisión de algunas organizaciones de familiares en identificarse muy estrechamente con el gobierno kirchnerista. De todos modos, el consenso progresista sobrevivió a esas discrepancias pues fue compartido por una diversidad de sectores. Hasta que apareció el macrismo.

El consenso progresista se contrapuso a las tendencias hacia la impunidad prevalecientes a lo largo de la década de 1990. Durante esa década se consolidó una tendencia que no era nueva pero encontró, gracias a la indiferencia estatal, un vigor oposicionista, un sentido de crítica política concerniente a la impunidad de los crímenes de lesa humanidad durante los años setenta y se expandió hacia un activismo social y político reciente. Conviene detenerse brevemente en estas dos cuestiones pues constituyen estratos de lo que hoy se debate.

En primer término, durante los años noventa se fortaleció lo que podríamos denominar la ontologización familiarista del reclamo por los derechos humanos, esto es, la fundamentación en el parentesco de una oposición a la tiranía estatal. En la Argentina se reinstituyó de una manera histórica específica el dilema antiguo de Antígona, la tensión entre la razón de la polis y la de la “sangre”. Con el juicio a las Juntas militares y la CONADEP, el Estado alfonsinista quiso introducir una mediación estatal, legal, en la relación entre derechos humanos lesionados y democracia. Hasta entonces, desde los primeros tiempos de la dictadura, fueron las Madres las que sostuvieron las banderas de los derechos humanos, a las que se sumaron las Abuelas. Con el fracaso de la estrategia alfonsinista y con la decisión menemista de dejar impunes los crímenes de lesa humanidad, nuevamente y con renovada energía, las Madres, Abuelas y luego Hijos se vieron obligadas a retomar con el apoyo de algunos sectores minoritarios como las izquierdas y ciertos movimientos sociales la exigencia de “juicio y castigo”. Eso produjo una renovación de la mencionada ontologización y un distanciamiento de la mediación legal-estatal al menos hasta el año 2003.

Es importante no perder de vista la dimensión crítica de un proceso que a la vez que se recostaba sobre una conexión familiarista ante la ausencia de una sanción jurídica del daño producido por la represión, entrañaba una aspiración a que esa sanción existiera. En efecto, sin legitimación estatal los organismos de derechos humanos lucharon incansablemente en demanda de justicia. Las rondas de las Madres en la Plaza de Mayo continuaron, las marchas de los 24 de marzo continuaron. La novedad más notoria del repertorio durante los años noventa fue el escrache, esto es, la denuncia pública de la convivencia de represores en sus barrios y viviendas. La consigna central desarrollada por la organización Hijos nacida a mediados de aquél decenio afirmó que “Si no hay justicia, hay escrache”.

En segundo término, durante los años noventa también se fortaleció la vinculación entre la demanda de “juicio y castigo” con los reclamos sociales y políticos contemporáneos. Las Madres e Hijos, sobre todo, se comprometieron en una posición de crítica social cuyos antecedentes provenían de los años ochenta, deviniendo también en crítica política. La violación de los derechos humanos en el pasado fue articulado con otras modalidades de lesión de derechos en el presente.

Creo importante destacar las derivas ontologizantes en las prácticas y representaciones de los organismos de derechos humanos como su más amplio compromiso político, pues aquellos suelen ser acusados de un exclusivismo discursivo y una politización debido a una “kirchnerización” posterior a 2003, cuando en realidad las simpatías o partidismo de algunos organismos hacia la propuesta política de los Kirchner retomó rasgos forjados previamente. Con esto no quiero decir que esos rasgos carecieran de problemas o dificultades. Más bien subrayo que obedecieron a una historia previa modificada por el viraje de las políticas estatales hacia las deudas de la democracia respecto de la violación de los derechos humanos durante los años setenta2.

A título de conjetura para continuar mi argumento, planteo que el consenso progresista asumió rentabilidad estatal hacia el cambio de milenio. Desde 2003 el gobierno peronista de Néstor Kirchner – cuyas actitudes manifiestas hacia las Madres y Abuelas pudieron ser sinceras pero fueron sobre todo primerizas – pidió públicamente perdón desde el Estado por la represión dictatorial y proporcionó a los organismos de derechos humanos un lugar de legitimación democrática inédito, al punto de que dichos organismos fueron identificados como “kirchneristas” sans phrase por los sectores opositores al consenso progresista. Esa identificación es abusiva, aunque las afinidades mayoritarias de los organismos con el kirchnerismo fue y en parte aun hoy es indiscutible.

Lo decisivo es que el nuevo gobierno macrista asumido en diciembre de 2015 dio un giro de 180 grados en el nexo que el kirchnerismo había establecido con un sector importante de los organismos de derechos humanos.

Si bien el gobierno nacional macrista sostiene que las políticas de derechos humanos continúan incólumes, aunque eximidas de lo que acusa como una previa partidización, es notorio el contraste con la actitud que los gobiernos kirchneristas tuvieron al respecto. Los juicios a los represores, principalmente los militares, no se interrumpieron, pero una serie de decisiones revela la inequívoca voluntad del gobierno macrista por desalentar un nexo enérgico entre legitimidad política y ejercicio del “juicio y castigo” a los represores. En ese sentido, ocurrieron episodios reveladores del nuevo temperamento estatal.

Las vacilaciones al respecto dicen también mucho de sus incertidumbres. Se intentó hacer desplazable el feriado inamovible del 24 de marzo (Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, por ley sancionada en 2002) degradándolo así a excusa de un fin de semana largo. Ante la repulsa pública suscitada, en especial por parte de los organismos de derechos humanos, el gobierno retrocedió sobre sus pasos. Algo similar sucedió cuando funcionarios de segunda línea del gobierno cuestionaron la cifra de “30.000” desaparecidos como tabú indiscutible, e incluso en algún caso se descartó que hubiera existido durante la dictadura un plan sistemático de represión criminal. Atentas a las repercusiones públicas de esas opiniones, las voces oficiales del gobierno se desligaron de aquellas expresiones, las que fueron calificadas como individuales y no representativas de la postura oficial. Mientras tanto se fueron desactivando numerosos organismos estatales de investigación sobre los hechos ocurridos durante el “Proceso” con la convicción de que tales equipos constituían una militancia kirchnerista sostenida por el Estado.

Hay que reconocer la asombrosa capacidad del gobierno de Cambiemos para despertar justificadas alarmas sobre sus políticas orientadas a eclipsar la memoria de la dictadura del escenario político-cultural. A principios de mayo de 2017 se conoció un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que, produciendo un cambio abrupto de nivel institucional en lo que vengo señalando, aplicó el criterio de reducción de pena a un condenado por crímenes de lesa humanidad (el llamado “2 x 1”). Se habilitó así un precedente jurídico potencialmente prolongable a numerosos condenados por acciones similares durante la dictadura. Es que si en la Argentina las definiciones de la Corte no son obligatorias para los tribunales inferiores, las secuelas sobre el entero sistema judicial no son desdeñables. La decisión fue adoptada por una mayoría impulsada por los dos nuevos integrantes de la Corte propuestos por el gobierno entrante. Y no caben dudas de que el espíritu del fallo poseía una poderosa afinidad con las persuasiones gubernamentales, a pesar de que los jueces Rozenkrantz y Rosatti apelaran a argumentos con matices entre sí. La veloz y multitudinaria reacción social apremió a que los diversos partidos e incluso miembros del gobierno nacional se pronunciaran contra la medida.

El suceso revela – al igual que declaraciones posteriores de algunos políticos en favor de conceder prisión domiciliaria a condenados mayores de 75 años – que el debate sobre qué hacer con el pasado reciente y qué responsabilidad asumir al respecto permanece abierta como una herida profunda. El tema de este artículo es precisamente cómo han intervenido algunos historiadores ante el abismo de esa herida.

Me asalta un desasosiego sobre lo que viene ocurriendo en la Argentina en los últimos meses. No en el plano político donde creo que las cuestiones están claras. Me preocupa la calidad de la contribución historiadora en una materia pública en que prima facie debería disponer de algunas destrezas que no se le pueden exigir al político práctico. Sin preguntar todavía por los “orígenes”, en este mes de octubre de 2017 parto de la persuasión de que los diferendos sobre el pasado cercano han suscitado intervenciones insuficientemente esclarecedoras por parte de investigadores e investigadoras especializados en los menesteres del pasado. Mi desasosiego proviene de que la faena historiadora pareciera no aportar algo específicamente inherente al plano argumentativo de desacuerdos que, lo sabemos, están lejos de ser solo académicos.

Nuevos historiadores e historiadoras recientes toman la palabra

Voy a abrir una ventana en este escenario para observar a las nuevas hornadas historiográficas que en la Argentina adquirieron voz propia en los primeros años del siglo veintiuno. Quiero detenerme en los andariveles tocantes a lo que grosso modo considero mi propia generación intelectual. Es que si bien los talantes adoptados por el gremio historiador en modo alguno se ordenan sin rebordes en conjuntos etarios, sostengo que los arraigos generacionales juegan un rol en los incordios político-intelectuales que atraviesan el paisaje historiográfico argentino actual.

Por cierto, el recorte que emplearé requiere ser justificado con mayor precisión porque la emergencia de una oposición cultural al macrismo encontró asentimiento en historiadores e historiadores de diferentes generaciones. Así ocurrió con una “declaración” a propósito del feriado del 24 de marzo pero con un alcance mayor que hizo circular a principios de marzo de 2017 en las redes un conjunto de investigadores del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, al que acompañaron una treintena de firmas de investigadores extranjeros. Con el título de “Historia por la verdad, la memoria y la justicia. Ante el 40º aniversario del golpe del 24 de marzo de 1976”, el texto dice en su párrafo inicial:

En los últimos meses han proliferado las voces que reclaman poner fin a los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el terrorismo de estado, que fueron parte de una política genocida destinada a eliminar a opositores y disidentes. Algunas de esas voces provienen de practicantes de la disciplina histórica, y dado que también han surgido discursos que proponen lo mismo desde ambientes gubernamentales, amenazando las políticas de memoria y de justicia, nos hemos impuesto el deber de pronunciarnos.

A pesar de la apostura ética (“el deber de pronunciarnos”), la redacción del texto citado es tímida. No se atreve a mencionar el nombre de Luis Alberto Romero, un colega bien conocido, como la voz más destacada gracias a su llegada a los grandes medios de comunicación escrita, promotor del reclamo de cerrar los juicios a los perpetradores de una “política genocida”3. Los firmantes argentinos de la nota en su gran mayoría pertenecen a una generación historiadora que ronda los 55 años de edad, es decir con algunas excepciones, no son ni los senior ochentistas ni los junior de los inicios del siglo veintuno. También es muy prudente la referencia al gobierno (“ambientes gubernamentales”, se dice), que “amenaza” políticas de memoria y de justicia. La razón por la cuál no me detengo en este texto obedece a que solo tres de sus firmantes se especializa en historia reciente. De todos modos, el Instituto “Ravignani” es un lugar de enunciación significativo en el mapa historiográfico argentino. La Asociación Argentina de Investigadores en Historia (ASAIH) no hizo pronunciamiento alguno, al menos público, sobre las materias aquí tratadas. Todo lleva a pensar que ello se debe a la heterogeneidad ideológica de su composición y a la búsqueda de un modus vivendi. Su comisión “La historia en el debate público” no parece haber estado muy activa en estos últimos meses. Una excepción fue la intervención respecto a los diferendos en torno a los pueblos originarios suscitados alrededor del “caso Santiago Maldonado” que conmovió a la opinión pública a mediados de 2017.

Otra actitud, anterior incluso a la victoria política del macrismo sobre el kirchnerismo que habría de suscitar inquietudes en el mundo académico, perfiló una intervención que detenta algunas afinidades generacionales distintas. No es ninguna casualidad que esa congregación de creencias asumiera una inflexión generacional alrededor de la historia reciente, es decir, el rubro historiográfico que adopta como su tema esencial los años sesenta, setenta y últimamente los ochenta. Esto le otorga a esa especialidad desarrollada sobre todo por investigadoras e investigadores relativamente jóvenes una intransferible implicación política, pues su asunto concierne al nudo problemático más significativo de las repercusiones públicas de la historia en los últimos lustros.

Sobre otros tópicos – incluso aquellos que en otras épocas animaban enconados disensos, como el rosismo o el peronismo – se pueden escribir libros académicos más o menos buenos. Respecto de las décadas de 1960 y 1970 se interviene, nolens volens, en asuntos intrínsecamente polémicos. No hay realidad prediscursiva que soporte un conocimiento ecuánime y carente de relatividad.

Me interesa señalar que tal rasgo controversial suscita una coalescencia generacional empíricamente demostrable, pero donde lo que se dirime en términos conceptuales no es inmediatamente perceptible. Esa opacidad se ha incrementado recientemente. Al menos hasta mediados de 2015 – justamente cuando se crea el clima que es objeto de estas reflexiones – un meditado artículo de Marina Franco y Daniel Lvovich proveyó un buen panorama del “campo”. Ese panorama no estaba exento de una mirada perspicaz. Por ejemplo, las autoras sostienen sobre los esquemas interpretativos usuales que “El uso de nominaciones nativas como categorías analíticas sin una previa revisión crítica – tal como en el caso muchas veces abusivo del concepto de genocidio o el más reciente de “dictadura cívico-militar” – o las dificultades para poder abordar críticamente ciertos temas – como las responsabilidades de las organizaciones armadas o los conflictos y limitaciones del ‘movimiento por los derechos humanos’ – forman parte, sin dudas, de estos no siempre percibidos condicionamientos”4. Mi parecer es que cuando más falta hacía elaborar esas cuestiones difíciles, la urgencia política tendió a menoscabar la fuerza analítica del quehacer historiográfico en beneficio del trazado de una frontera política con el discurso macrista en ascenso.

En efecto, en un manifiesto de los “historiadores recientes” de septiembre de 2015 se enunciaron los prolegómenos de un diferendo político-cultural que posteriormente será consolidado alrededor de un “negacionismo” de los crímenes dictatoriales atribuidos al gobierno de Macri y a sus intelectuales afines.

El Colectivo de Trabajo sobre Historia Reciente difundió entonces un documento intitulado “La democracia se constituye con verdad y justicia”. El “colectivo” congregó a un grupo de investigadores de historia reciente, en general provenientes en las universidades públicas, constituido desde 2003 en el transcurso de las “Jornadas de Trabajo de Historia Reciente”5. Los nombres impulsores de ese escrito alertaron contra iniciativas – según la declaración, emanadas del diario La Nación y las universidades Católica y de San Andrés – que “relativizaron la magnitud y cualidad de los crímenes y la represión estatal durante los años setenta en la Argentina, cuestionaron los juicios penales en curso contra los perpetradores de violaciones a los derechos humanos y propusieron a los procesados por estos abusos como víctimas de un poder arbitrario. En paralelo, han demandado la reconciliación y el perdón como fruto de una negociación entre verdad e impunidad”6. Los firmantes se declararon contrarios a esas actitudes como investigadores de la historia reciente pero también como ciudadanos comprometidos con “la vigencia presente y futura de los derechos humanos”.

Dessin, n°18

José Antonio Suárez Londoño, dessin, 2005.

La publicación del manifiesto de la historia reciente puede ser leída en el contexto de un reagrupamiento de académicos e intelectuales argentinos alrededor de las opciones políticas polarizadas por los tiempos electorales. No me refiero solo a una polarización, pues hubo varias. En todo caso, dada la afinidad “de izquierda” entre las ciencias sociales y humanas argentinas, son francamente minoritarias las simpatías con el ascendente macrismo. Mas estimo que una explicación coyuntural es insuficiente. La significación profunda se inscribe en un reacomodamiento en la vida intelectual argentina, una novedad inseparable de las contingencias electorales pero irreductible a ellas.

La novedad contra la que el manifiesto se alzó fue la formación de una filia intelectual simpatizante de la oferta política de la alianza Cambiemos, concordancia de hegemonía macrista con un componente de la tradición radical que tributa adhesiones intelectuales de alguna relevancia. Fue sobre todo a partir de esas adhesiones filiables en el democratismo alfonsinista que prosperó la transferencia al macrismo de un “apoyo” cuyo eje coaligante fue el antikirchnerismo7. Tras la asunción presidencial, doce intelectuales visitaron al nuevo mandatario para manifestar sus “ideas”. La disciplina historiadora proveyó la mitad de ese contingente, al que sería imprudente atribuir un macrismo explícito8.

El año 2016 presenció una prudente quietud en la política gubernamental sobre la memoria y los derechos humanos9. Más confiado, el 2017 verificó una actitud gubernamental mejor definida, lo que derivó en la ya indicada seguidilla de signos de una mutación de las políticas estatales, lo que fue acompañada por diversas manifestaciones intelectuales favorables a dicho cambio de rumbo.

La respuesta más representativa de una intervención de historiadoras e historiadores al clima de disensos recién sintetizados fue un documento intitulado “Frente a la banalización del terrorismo de Estado y los derechos humanos”. La “declaración” circuló por las redes entre fines de marzo y principios de abril de 2017. Generada inicialmente por el mismo Colectivo de Trabajo de Historia Reciente de la solicitada de septiembre de 2015, la declaración obtuvo un amplio asentimiento entre investigadores de las diversas especialidades de la historiografía y de las ciencias humanas del país (en el momento en que escribo, el texto cuenta con 1500 adhesiones). Si bien un historiador simpatizante del gobierno pretendió desacreditar a los “historiadores del tiempo presente”10, entre los adherentes a la declaración se encuentra buena parte de las y los mayores especialistas del campo de estudios.

Prestaré atención al manifiesto de la historiografía reciente por su preparación profesional para producir enunciados significativos sobre su objeto y por el carácter colectivo de la palabra enunciada. Existen otras intervenciones individuales de intelectuales no especializados en la materia, que pueden ser juzgadas como más o menos pertinentes. La palabra colectiva de profesionales me parece particularmente considerable. Pues si bien el calado intelectual de las manifestaciones públicas no se dirime solo por las competencias académicas ni por su capacidad agregativa, me propongo analizar qué hace con sus saberes una emergencia generacional que dedica buena parte de su tiempo al campo de referencias en debate.

El documento apela a una certidumbre empírica como fundamento y orientación de su posicionamiento político. En ese cortocircuito entre verdad y hacer en la ciudad se enerva un pasaje político-conceptual que atraviesa el texto del inicio hasta el final. Así, por una parte, se sostiene que se ha “establecido fehacientemente” la “trágica singularidad” de los crímenes cometidos por la “última dictadura militar” que “procuró eliminar toda disidencia política con el orden social establecido”. El primer párrafo aquí resumido afirma desde el inicio muchas cosas. Abraza en el periodo 1976-1983 la cronología de los crímenes, cuando es sabido que la represión estatal legal entrelazada con la clandestina, es anterior al golpe militar, aunque también se sepa muy bien que con el coup d’État se produce un salto cualitativo en la represión. En todo caso, lo me interesa destacar es la evasión voluntaria de toda problematicidad en lo que se ha establecido “fehacientemente”. Tampoco es evidente que la dictadura pretendiera aniquilar únicamente a toda “disidencia política” pues el alcance de su accionar criminal comprendió también a numerosos activistas sindicales y estudiantiles que formulaban reclamos salariales o solicitaban boletos escolares. ¿Era necesario reducir el objetivo de la represión a un recorte que si describe bien segmentos decisivos de las persecuciones, torturas y desapariciones, constituye una simplificación abusiva cuando es extendido al conjunto?

La mención a la “disidencia política” diluye en una representación general de las diferentes opciones ideológicas que ante las desigualdades sociales “propusiera[n] su transformación a través de diferentes vías”, entre las que se hallaban sectores revolucionarios y partidarios de la lucha armada. A mi juicio la formulación recién citada despolitiza un conjunto de opciones en una época difícil del pasado reciente. En sentido contrario, identificar las fisuras del aparato represivo, sus opacidades, ¿necesariamente conduce a negar el carácter “sistemático” de su faena brutal?

En todo caso, el “conocimiento acumulado y probado durante varias décadas” de la represión y su sistematicidad, a propósito de la impugnación de la cifra “30.000 desaparecidos”, sería en el presente objeto de una “estrategia” destinada a “relativizar el crimen y normalizar aquella experiencia histórica, de manera de diluir su especificidad y ocultar con ello las responsabilidades criminales, políticas y judiciales de sus impulsores, ejecutores y cómplices”. Eso constituiría un problema político eminente pues las Fuerzas Armadas y de seguridad son las que deberían brindar las informaciones para que “la lista completa de asesinados y desaparecidos se torne pública”.

El documento sostiene que las verdades esforzadamente conquistadas proceden de “la lucha del movimiento de derechos humanos, de la acción de la justicia, de las políticas públicas de distintos gobiernos constitucionales y de la investigación académica”. En contraste, desde 2015 avanzaría una “banalización” de la represión política con el trasfondo de una voluntad del cese de los juicios a represores. Las “pruebas irrefutables” serían cuestionadas, en consonancia con otras medidas pertenecientes a un orden de realidad distinto (por ejemplo, de la actualidad económico-social). Es así que la “relativización”, “normalización” y finalmente el “negacionismo” construirían un sistema sin fisuras, una “estrategia”, ante la cual las y los investigadoras académicas enarbolan las “banderas” de la Memoria, la Verdad y la Justicia (las mayúsculas están en el original).

La “banalización” macrista de las políticas de derechos humanos constituye una denuncia convincente. El candidato Macri se había referido en 2014 al “curro [i. e., negocio] de los derechos humanos”, y expresiones dispersas aunque convergentes de integrantes de su gobierno revelan un sentido común contrario al consenso progresista11.

El movimiento ideológico esencial del macrismo consiste en deshabitar la relevancia política del pasado represivo y los nexos con las definiciones del presente. Eso no supone necesariamente detener los juicios (de hecho se han producido condenas a represores desde 2015), sino más bien socavar la fuerza moral y política del consenso progresista, para imponer otro ligado al marketing y las “leyes” del mercado en el cual el presente, y no el pasado visto como carga inútil, constituya el vector de la política12. Esa tendencia al “presentismo” no es una rareza argentina.

Frente a la composición de una evidente animadversión macrista hacia el vínculo establecido entre política y derechos humanos durante los años kirchneristas, pero en realidad con un alcance mayor pues lo que se impugna es el modo en que se construyó el lugar social de los organismos de derechos humanos desde 1983, los propios organismos han elaborado una respuesta donde están presentes los elementos centrales de las declaraciones públicas de la historiografía reciente. En mayo de 2017 un conjunto de entidades del sector remitió un “Informe” a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el que se utilizan los términos habituales de los organismos en torno a “Memoria, Verdad y Justicia”. El informe denuncia las tendencias “negacionistas” del gobierno, sus “discursos regresivos” sobre el terrorismo de Estado, y el “desmantelamiento y debilitamiento” de las políticas públicas orientadas a la prosecución de los juicios13.

No me parece que la historiografía reciente haya innovado en este discurso, en su plano de validez completamente adecuado y eficaz pero en un horizonte de politicidad poco comprometido con la aspiración de una “historia-problema”.

El género de las solicitadas y manifiestos intelectuales no es sencillo. Lo son aún menos los que se asientan no tanto en un “nosotros acusamos” como en la cátedra universitaria. ¿A quiénes le escribe una declaración profesional emanada desde la sede académica? ¿Qué hace con lo que dice?

Las declaraciones privilegian la denuncia sobre la problematización. Por otra parte, la defensa de las organizaciones de derechos humanos deja en la sombra las divergencias en su seno, los distintos temperamentos respecto de algunas decisiones adoptadas por algunos de sus sectores (por ejemplo, la solidaridad con César Milani, jefe del ejército durante la gestión precedente y acusado de crímenes de lesa humanidad), entre muchas otras cuestiones.

Puedo prever una objeción práctico-política a estos señalamientos. En efecto, el clima ideológico argentino, como dije convulsionado por la sorprendente victoria electoral macrista, sugiere la conveniencia de establecer acuerdos en diversos planos prácticos destinados a defender varios consensos logrados durante las últimas décadas, y entre ellos el que hace del “juicio y castigo” a los criminales de lesa humanidad.

Se dirá que hay buenas razones para defender el sitial ético-político de los organismos de derechos humanos en la Argentina hasta 2015 (sin olvidar las significativas diferencias políticas que los atraviesan), y que son malas razones las que los reducen a clientela de un partido o a prácticas corruptas14. No sería entonces este el momento adecuado para discutir las políticas de los organismos de derechos humanos, los énfasis de las políticas estatales de la memoria, la cifra de “30.000 desaparecidos”, la no excarcelabilidad de los condenados, la intangibilidad de la primacía del “juicio y castigo” ante cualquier acuerdo que intercambie información por años o condiciones de cárcel, etcétera. ¿Para qué debatir los consensos cuando están siendo puestos en cuestión en una agenda que conduce a una impunidad más o menos abierta?

Entiendo el argumento pero no lo acepto. Justamente en el contexto difícil en que se produce un enfrentamiento entre dos posiciones incontrovertibles, es donde el quehacer historiador debería proveer recursos para una elaboración más rica de la relación de nuestro presente con su pasado. De otro modo la profesión historiadora se somete a las exigencias de los antagonismos políticos, como hacen justamente los intelectuales alineados con el macrismo, y se disuelve la tenue luz con que el conocimiento puede iluminar una realidad siempre opaca.

Dessin, n°19

José Antonio Suárez Londoño, dessin, 2005.

Dilemas situados de un tópico: “la responsabilidad del historiador”

Tal vez soy demasiado susceptible, pero sorprende la liviandad con que algunos historiadores e historiadoras progresistas utilizan en redes sociales – por fortuna ausente de la declaración analizada aquí – el término de genocidio para referir a la represión dictatorial, sin demasiados recaudos y solo a propósito de adherir a una consigna política: “son 30.000 y fue genocidio”. Quizás se pueda justificar su uso, como hacen algunos especialistas. Pero el debate no está en modo alguno saldado.

investigación y la reflexión conceptual. Allí se dirime el problema de “la responsabilidad del historiador”, y lo que distingue a sus practicantes de la política inmediata. No obstante, al sostener esto no creo estar renunciando a mis posiciones en el ámbito de la política tout court. Estoy convencido de que el equilibrio entre compromiso y distanciamiento constituye la mejor contribución de la profesión historiadora a los debates sobre los pasados, los presentes y los futuros colectivos. Ese equilibrio no supone una imposible ecuanimidad en temas donde la toma de partido es inevitable.

Es innecesario apelar a presuntos enfriamientos de temas inexorablemente candentes, sino por así decirlo tomar entre las manos la brasa ardiente del pasado presente e intentar proveer sobre los desacuerdos públicos las razones que mejor nos sea profesionalmente hacedero proporcionar.

Lo que podemos generar son interpretaciones justificadas documentalmente y no “un conocimiento basado en pruebas irrefutables”. No es la disponibilidad de los saberes científicos verificados (suponiendo que las cuestiones metafísico-epistemológicas de la verificación pudieran ser evacuadas con un uso controlado del lenguaje) lo que habilita la adoptación de posicionamientos políticos en el gremio historiador. La política supone siempre un amplio rango de incertidumbre. Su accionar no es instrumental, sino performativo. Entonces, se advierte que reconocer las controversias habitantes el territorio de la historia reciente, más que preservarlo en el cielo de las almas bellas, impone la inexorabilidad de un parti pris.

Los instrumentos del repertorio metodológico historiador son útiles en un entendimiento de los aspectos políticos del momento actual. Pienso, por ejemplo, que un ejercicio comparativo con otras experiencias de intervenciones de historiadores en debates públicos de amplia susceptibilidad política podría iluminar los laberintos del momento argentino para la profesión. Sería tal vez iluminador volver sobre la polémica decisión de Henry Rousso en Francia, durante el “affaire Papon”, de no presentarse como experto en sede judicial para evitar la manipulación de su autoridad como historiador; o las distintas actitudes adoptadas por historiadores en el Historikerstreit alemán de 1986-1987, en que las destrezas historiográficas no bastaron para delimitar la verdad de la estrecha ideología; o las experiencias de “comisiones de la verdad” constituidas en escenarios postdictatoriales donde fueron convocados especialistas de la historia y que no tuvieron lugar en la Argentina.

Desplazarnos por un instante de los desacuerdos inmediatos, gracias a experiencias ajenas, tal vez nos ayude a pensar las posibilidades e intríngulis de la intervención historiográfica en los debates públicos y políticos, solo en apariencia muy distantes de la “historia reciente argentina”. Así las cosas, accederíamos a una politicidad más sofisticada que las un tanto brutales divisorias en que se empobrece el desafío – cuya relevancia no quiero exagerar – de proporcionar algunas razones para incidir en una realidad siempre complicada.

Sin la edificación de un “espacio público” de las ciencias sociales y humanas en el que sean factibles debates cuyas reciprocidades comunicativas puedan convivir con notables desavenencias políticas, las “notas de opinión” y las solicitadas constituirá poco más que un diálogo de sordos salpicado por referencias opacas y descalificaciones. El desasosiego del que he hablado obedece justamente a la servidumbre voluntaria de atenerse a los pares antagónicos de escasa capacidad explicativa.

Para concluir, vuelvo a la cuestión generacional esbozada más arriba. Opino que el consenso progresista está en crisis. No tanto por los valores que sostuvo, sino por el modo en que lo hizo. Ese consenso supuso una vigencia general de sus valores, un compromiso universal en su sostenimiento. Desde ese lugar, los organismos de derechos humanos conquistaron su rol de oposición a la represión estatal y paraestatal en la violación de los derechos humanos. Desde 1983 y de otro modo desde 2003, el consenso progresista asumió al Estado como responsable, más o menos consecuente, de una coagulación de Memoria, Verdad y Justicia. Las falencias estatales para sostener políticas de mediano plazo en el juzgamiento de los responsables militares y civiles de la represión dictatorial obligaron a una sustitución civil, y en rigor familiarista (con las tensiones inherentes a la mencionada ontologización), de una resistencia contra la impunidad.

Por fortuna eso cambió desde 2003, aunque las formas adoptadas por la reasunción estatal del ejercicio de la ley respecto de la deuda sobre los años setenta esté lejos de ser intangible. De todos modos, el resultado fue la consolidación del consenso democrático, convencido de que quien se desmarcara de esas “banderas” cuyo fundamento último eran todavía los organismos de derechos humanos, se excluía de la polis. Lo que me ha interesado al respecto fueron las actitudes que durante los dos últimos años fueron asumidas en el gremio historiador.

Al situarse como defensores éticos de una ciudadela sitiada, los practicantes de la especialidad historiadora reciente han permitido constituirse en el reflejo invertido de aquellos que, como Romero, doblegan el quehacer historiador al servicio de sus preferencias ideológicas. Los practicantes de la historia reciente han decidido pasar a la oposición, una operación que habilita acuerdos entre sectores mancomunados por su común antagonismo con las políticas macristas. Como respuesta refleja, las intervenciones quedan presas del gesto que es él mismo un rebote de lo que concibe, por los partidarios de Cambiemos, como la “manipulación” kirchnerista de los derechos humanos15. Reflejo de un contra-reflejo, las confrontaciones discursivas quedan encerradas de un juego de espejos del cual, quizás, la historiografía pueda contribuir a salir. Para ello no hace falta un aporte historiador en el que es su más decisivo aspecto. Seguramente no es el de la reconstrucción objetiva de “lo que realmente ocurrió”, sino el de desplegar el pensamiento histórico. El pensamiento histórico no solo matiza o complejiza. También muestra el carácter en última instancia inconciliable de los asuntos humanos.

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1

Entre 2003 y 2015 la política argentina se organizó alrededor del gobernante kirchnerismo, una versión de centro-izquierda del peronismo; en diciembre de 2015 accedió al poder una fórmula política inédita en la Argentina, donde la derecha jamás había logrado una legitimidad democrática. Desde la reforma electoral de 1912 que extendió el ejercicio real del sufragio, el único modo de acceder al poder fue a través de golpes de Estado. Solo parcialmente había conquista una importante influencia en el gobierno menemista, modulación de centro-derecha del peronismo, en la década de 1990.

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2

Elizabeth Jelin expresa la dimensión “inquietante” que puede acompañar la ontologización que ella prefiere remitir al familiarismo: “Existe el peligro […] de anclar la legitimidad de quienes expresan la verdad en una visión esencializadora de la biología y del cuerpo. El sufrimiento personal (sobre todo cuando se lo vivió en carne propia o a partir de vínculos de parentesco sanguíneo/genético) puede llegar a convertirse, para muchos, en el determinante básico de la legitimidad y la verdad”. E. Jelin, La Lucha por el pasado. Cómo construimos la memoria social, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 216.

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3

Las razones del lugar de Romero en la consolidación de una actitud opuesta a lo que aquí llamo consenso progresista fueron formuladas por Andrea Andújar, Débora D’Antonio y Ariel Eidelman en su artículo “En torno a la interpretación de la historia recientemente pasada. Una discusión con Luis Alberto Romero”, en Lucha Armada en la Argentina, n° 11, 2009.

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4

M. Franco, D. Lvovich, “Historia Reciente: apuntes sobre un campo de investigación en expansión”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, tercera serie, nº 47, 2017.

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5

Textos representativos son: Marina Franco, Florencia Levín, comps., Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción, Buenos Aires, Paidós, 2007; Ernesto Bohoslavsky, Marina Franco, Mariana Iglesias y Daniel Lvovich, comps., Problemas de historia reciente del Cono Sur, Los Polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS)-Prometeo Libros, 2010, 2 vols. Un importante repositorio bibliográfico y de novedades en la Red Interdisciplinaria de Estudios sobre la Historia Reciente (RIEHR). Una red afín por sus integrantes y clave generacional es la que participa de la Red de Estudios de Represión y Violencia Política.

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7

“Mauricio Macri agradeció el apoyo de más de 200 intelectuales, científicos y artistas”, La Nación, 12 de noviembre de 2015.

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8

“Mauricio Macri se reunión con un grupo de 12 intelectuales en la Casa Rosada”, La Nación, 23 de diciembre de 2015. De los presentes se destacan por su condición de historiador o practicante de la historia: Marcos Novaro, Eduardo Zimmermann, Liliana de Riz, Natalio Botana, Vicente Palermo, Luis Alberto Romero e Hilda Sábato.

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9

Es útil señalar que el triunfo electoral de Cambiemos, especialmente en la provincia de Buenos Aires, fue una sorpresa que encontró al macrismo desprovisto de cuadros suficientes para encarar las nuevas gestiones. El 2016 fue un periodo de constitución dubitativa de la burocracia macrista y de sus políticas en todos los planos, de las que las aquí relevantes no fueron la excepción.

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10

 L. A. Romero, “Historiadores del tiempo presente”, en Clarín, 28 de abril de 2017.

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11

La frase participó de las promesas de campaña electoral de Macri. La Nación, 8 de diciembre de 2014.

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12

Este desasimiento del pasado como lastre ya se había verificado en la escasa relevancia otorgada por el gobierno nacional al bicentenario de la independencia, en julio de 2016. La actitud contrastó con el primer bicentenario de la fractura colonial, en 2010, oportunidad en la cual el kirchnerismo en el gobierno desplegó una genealogía de la historia que conducía a las identidades del presente.

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13

Informe sobre el proceso de Memoria, Verdad y Justicia en la ArgentinaEl informe es sostenido por los siguientes organismos: Abuelas de Plaza de Mayo, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) La Matanza, Asociación Buena Memoria, Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Comisión Memoria, Verdad y Justicia Zona Norte, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, Familiares y Compañeros de los 12 de la Santa Cruz, Fundación Memoria Histórica y Social Argentina, H.I.J.O.S. Capital, Liga Argentina por los Derechos del Hombre, Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora y Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos.

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14

Los procesos judiciales y el ataque discursivo que tienen como objeto a Hebe de Bonafini y a la Fundación Madres de Plaza de Mayo condensan bien la construcción de los organismos de derechos humanos como intrínsecamente corruptos, clientelistas y kirchneristas. No es difícil refutar tal condena originada por actitudes ideológicas en las que se sustraen conscientemente las distintas actitudes que siempre caracterizaron a los organismos. Ni todas las madres en la Línea Bonafini, ni las Madres Línea Fundadora, ni las Abuelas, ni los Hijos, ni otros organismos, son totalizables en Hebe de Bonafini, cualquiera sea el juicio que se elabore sobre ella (descuento que no será un juicio sencillo).

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15

Resulta asombroso, por ejemplo, el modo en que el sociólogo Marcos Novaro describe en términos de apropiación kirchnerista la defensa del carácter de feriado inamovible al día 24 de marzo. A Novaro no se le puede ocultar que quienes sostienen la inamovibilidad pertenecen a muy diferentes temperamentos políticos, pero en su macrismo explícito le conviene distorsionar la realidad para convalidar una dualidad kirchnerismo vs. macrismo que se ha revelado muy productiva para el antikirchnerismo en la arena electoral. Ver M. Novaro, “24 de marzo, una fecha que alimenta la confusión”, en La Nación, 27 de abril de 2017.