Desafíos actuales de un museo histórico nacional
Doctor en Historia, Investigador del Conicet, Profesor en UBA y UNSaM, Buenos Aires
Museo Histórico Nacional, Buenos Aires

Museo Histórico Nacional, Buenos Aires

El papel de un museo histórico nacional en la actualidad puede ser objeto de debate. Entre quienes gestionan y visitan museos de este tipo hay preferencias distintas: la postura de que sean casi inmutables, fieles a su proyecto su origen, contra la pretensión de que muten en mayor o menor medida en función de un presente que los interpela de modos variados1. Obviamente, lo que un museo histórico nacional ofrece no es lo mismo si es nuevo o reciente -por ejemplo, Panamá estaba por crear uno en 2020- que si tiene cierta antigüedad, como el argentino, inaugurado en la última década del siglo XIX.

En este ensayo realizo algunas reflexiones sobre el lugar de un museo histórico en nuestro tiempo, a partir de mi labor como historiador proveniente de la “academia” en gestión de museos históricos argentinos; dirigí el Museo Histórico Nacional del Cabildo de Buenos Aires y de la Revolución de Mayo entre 2014 y 2018, y a partir de abril de 2020 estoy a cargo del Museo Histórico Nacional (allí cumplí también distintas tareas parciales en 2010 y 2011). Utilizo entonces, en esta ocasión, ejemplos tomados de mi propia experiencia.

Centro el análisis en el Museo Histórico Nacional –en adelante MHN. Primero me ocupo del lugar de una institución así en el presente, y de su actuación ante las coyunturas políticas. Luego abordo la construcción de una nueva narrativa para el MHN actual, ya que asumí su dirección con la intención de renovar el guion de la exhibición principal -que por eso mismo dejó de ser llamada “permanente” por la museología, dado que cambia-, algo que considero necesario cada cierta cantidad de años. Esta transformación incluye cuatro premisas: incorporar al museo aportes de la historiografía académica, con la cual ha tenido poco diálogo; incluir en el relato actores sociales que contaban con poco espacio en una institución centrada en personajes históricos muy relevantes, mayoritariamente varones de las elites rioplatenses; incorporar en la narrativa al siglo XX, que casi no ha sido tematizado en la institución, la cual además carece de una colección destacada sobre él; proponer una mirada policéntrica que evite lo más posible la perspectiva de la historia nacional contada desde Buenos Aires o la región pampeana.

Un museo histórico nacional en la actualidad

En su origen, el MHN argentino se centró en la historia política y militar del Estado nacional en construcción, al cual buscó brindarle una mirada “institucionalizada” de su pasado apoyada en la materialidad. El decreto de creación afirmaba que el objetivo del museo era “el mantenimiento de las tradiciones de la Revolución de Mayo y de la Guerra de Independencia”, y una parte importante de su colección inicial estaba formada por los objetos de sus próceres, que el fundador y primer director Adolfo P. Carranza consiguió contactándose con los descendientes para solicitar donaciones. El período de la independencia, es decir la década de 1810, era el centro de su interés por ser considerado fundante de la nación, pero desde los comienzos ese proyecto fue ampliado y se sumó patrimonio de otros períodos: el colonial, el de las décadas siguientes a la independencia, y el de la Guerra de la Triple Alianza y las campañas del Ejército argentino contra los indígenas independientes de Pampa-Patagonia y el Chaco, que por su cercanía en el tiempo con la formación del museo tomaron un volumen destacado. Ernesto Quesada asesoró a Carranza y le recomendó no exhibir retratos de presidentes de Chile y Uruguay junto a los argentinos, porque el museo era "nacional y no americano"; esa marca es fuerte también, aunque en la colección hay elementos “no argentinos” (como pertenencias de Simón Bolívar o insignias napoleónicas de oficiales franceses que se sumaron a la guerra de independencia local tras Waterloo, por dar solo dos ejemplos). El museo seleccionó pinturas de acuerdo al criterio del valor documental -las de valor estético iban a su contemporáneo Museo Nacional de Bellas Artes- y, además de recopilar las representaciones existentes, se propuso crear nuevas para dotar de imágenes históricas a la nación2. Carranza encargó pinturas para evocar batallas, juramentos, y otros hitos en el relato nacional, con el objetivo explícito de difundirlas a través del joven sistema educativo.

A lo largo del siglo XX la colección creció, siguiendo la orientación de resguardar el patrimonio que ensalzaba la gloria nacional y la intención pedagógica de inculcar valores a través de su exhibición. Aunque hubo cambios edilicios y de diseño museográfico, la lógica general del museo casi no se modificó, ni tampoco el eje de su discurso histórico3. En el siglo XXI sí hubo variaciones, sobre todo por la incorporación de patrimonio prehispánico, que antes se tomaba como “prehistórico” y se enviaba mayoritariamente a museos etnográficos o de ciencias naturales4. De todos modos, cuando en 2015 el sable del general José de San Martín fue restituido al museo –había sido robado en los sesenta por grupos militantes que querían dárselo a Juan Domingo Perón, quien estaba en el exilio, y desde su recuperación en esa misma época quedó bajo custodia del Ejército- se lo emplazó con una espectacularidad y solemnidad acordes a la misión fundacional de la institución.

Brindo algunos datos para quien no conozca el museo. Creado en 1889, el MHN se mudó en 1897 a una gran casona ubicada en el sur de la ciudad de Buenos Aires donde todavía tiene su sede. Cuenta hoy con más de 16000 objetos, a los que se suma una nutrida colección de numismática. Además tiene distintos documentos históricos, mapas y fotos en el archivo, y una biblioteca interesante, basada en la personal de Carranza. El patrimonio sobre el siglo XIX es especialmente notable por su gran valor histórico y material. Por citar solo algunos pocos objetos icónicos, se destacan el petitorio presentado el 25 de mayo de 1810 para formar el primer gobierno autónomo, la bandera de Macha (la celeste y blanca más antigua que se conserva), los tinteros con los que se firmaron la independencia en 1816 y la constitución nacional en 1853, el escudo de la Asamblea del Año XIII que hoy es escudo argentino (pintado sobre un escudo del rey), el manuscrito del Martín Fierro, el cuarto -montado con el mobiliario original- donde murió San Martín en Boulogne-Sur-Mer, y hay muchos más, junto con vestimentas y pertenencias de personajes principales del pasado del país. También hay destacadas colecciones de armas, pianos, muebles, ponchos, miniaturas y daguerrotipos. Asimismo, las colecciones de arte son muy ricas: treinta y dos pinturas de Cándido López, series de retratos de Gil de Castro y de Fernando García del Molino, litografías de Hipólito Bacle; distintos cuadros historicistas de artistas como Juan Manuel Blanes y Pedro Subercaseaux, que fueron la base de la iconografía escolar argentina durante décadas.

Es un desafío crear una narrativa con esa colección que mire al pasado apartándose de la exaltación de la grandeza nacional. Considero que sería inhábil y contraproducente dejar de lado a los “héroes” de la historia patria, que convocan a mucho público y generan emociones. Creo que los intentos de quitar a esas figuras de la enseñanza escolar de historia –tema que excede este trabajo- no tuvieron los efectos beneficiosos que supusieron quienes plantearon esa perspectiva hace unas décadas. Una historia procesualista, sin caras, raramente es más eficaz para narrar e interpelar. El abandono de los “próceres” le deja además un campo muy fértil a la derecha nacionalista, que los puede capturar de inmediato y aprovechar el alto interés social por ellos; es notable en Argentina la atracción que generan personajes como San Martín y Manuel Belgrano, y no solo en el mundo educativo. Es mejor, en mi opinión, seguir ocupándose de ellos y desplazar los modos de abordarlos. Modificar la manera de narrar sus acciones y sus contextos, aplicando formas que permitan desencializarlos, puede ser un aporte. La misma importancia debe ser dada a fechas clave como la conmemoración de la Revolución de 1810 el 25 de mayo y de la Independencia de 1816 el 9 de julio, en las que el museo recibe especial atención. Los mitos son clave en cualquier sociedad, y son muy poderosos, el tema es cómo trabajar sobre ellos.

Al iniciar cambios en la narrativa, es fundamental tener en cuenta una máxima de la museología hace ya décadas: la necesidad de escuchar a los públicos. En los museos históricos es frecuente que algunos visitantes manifiesten algún malestar cuando la exhibición permanente que recorrieron otras veces ya no está (“no reconozco el museo”, se puede escuchar, y no es un tema argentino sino que ocurre en todas partes). Aunque se defienda la premisa contraria y se avance en consecuencia, lo cual será saludado por muchos, hay que ser conscientes de la distancia que eso produce con la postura inmovilista de otros.

Se ha señalado que el presente navega entre la globalización y el avance de nacionalismos conservadores y autoritarios. Respecto de la primera, su impronta para el museo me parece ambigua. Por un lado, los efectos de la globalización son evidentes, y la velocidad de la pandemia en 2020 fue otro recordatorio de la enorme conexión planetaria actual. Por el otro, mientras internet y las redes sociales permiten acceder a información de cualquier parte del planeta, existe un simultáneo empequeñecimiento de miradas a nivel local. En Argentina, los canales de televisión, las radios y la prensa gráfica dedican mucho menos espacio que en otros tiempos a las noticias internacionales. Solo guerras, desastres naturales, eventos deportivos y algún acontecimiento extraordinario dirigen los focos a otros lugares. Aunque esto en realidad ameritaría un análisis más claro, la globalización es perfectamente compatible con afianzamientos nacionalistas.

En la historiografía tuvo un correlato muy interesante: la perspectiva global, tan en boga hace años y que ha tenido grandes aportes contra el “nacionalismo metodológico”, también conlleva riesgos. La búsqueda de convergencias y circulaciones de la historia global dejó atrás en su propuesta a las viejas comparaciones, que tomaban dos o más casos, los aislaban y los medían entre sí; un ejemplo son los antiguos trabajos de la sociología histórica comparando revoluciones campesinas. Hoy los enfoques son distintos. Por ejemplo, presentar al proceso revolucionario que terminó en la independencia argentina no como un fenómeno único y aislado sino como parte de la “era de las revoluciones”. y más ajustadamente como parte del desmoronamiento del imperio español, cambia provechosamente la manera de explicar lo ocurrido en esos años. Aun así, es necesario advertir que en los hechos muchas investigaciones que se enlistan en el paradigma global terminan comparando, no solo estableciendo conexiones e interrelaciones. Y cuando se ocupan de algún fenómeno argentino para vincularlo con otro, pueden estar tomando el caso porteño o pampeano y proyectándolo como realidad nacional, cuando es solo la de un espacio. Por dar un ejemplo al azar, si ponemos al socialismo argentino en una línea con el de otros países, pero tomamos como socialismo argentino al de la ciudad de Buenos Aires, ¿cuán representativo es de Argentina? Ahí lo global termina contribuyendo a afirmar una imagen de una nación monolítica más que a desmontarla.

Es por eso que, si el museo quiere tener una mirada supra-nacional de la historia nacional, rasgo deseable, debe complementarla con una mirada sobre la diversidad interna de la nación de la que se ocupa. En Argentina, el rasgo porteño-céntrico, o mejor dicho pampeano-céntrico, es muy marcado en los relatos clásicos de la historia, más allá de que quienes los escribieron proviniesen de tradiciones ideológicas distintas, e incluso de distintas provincias. Para modificar esto hay que construir una historia nacional policéntrica. Hay varias razones. Una de ellas es para que sea genuinamente federal, lo cual en un país tan asimétrico es deseable. La historia nacional tiene que tener en cuenta el pasado de toda esa nación. Pero hay otras dos razones aún más destacadas. Una es que atender a las diversidades internas ayuda a desarmar ideas “absolutistas” de nación, cuyo efecto suele ser pernicioso en el presente (“los argentinos somos de tal o cual manera”, anulando diferencias). Y, sobre todo, es indispensable una aproximación no centralizada porque si no la historia argentina no se entiende. Ciertas imágenes fuertes, incluso mitos, se han armado a partir de proyectar la realidad de la región pampeana a todo el país. Interpretar el todo de acuerdo a una parte solo puede traer errores. Y el argumento de que al ser la región pampeana la más dinámica y la más poblada del país tiene más sentido estudiarla es endeble. Si tomamos la “historia universal” con ese criterio, podemos sacar a Argentina de ella sin causarle grandes problemas, teniendo en cuenta la escasa importancia demográfica, económica y política del país. Pero para quienes vivimos aquí tiene sentido indagar esa historia, no nos parece que solo importe investigar a Europa, EEUU, India y China.

Este dato es clave y hace que los museos históricos nacionales sigan teniendo vigencia: su sentido es todavía relevante. Se podría pensar en continuar la misión inicial adaptándola a tiempos nuevos, y entonces la solución sería enfatizar los aportes del país al mundo. Supongamos que el MHN decida destacar a grandes escritores, músicos o deportistas argentinos con un importante reconocimiento internacional, a los cinco premios Nobel del país, o a figuras de renombre mundial como el Che Guevara, Eva Duarte de Perón y el Papa Francisco; que resalte los “inventos” argentinos o incluso marque influencias importantes de fenómenos nacionales en otros espacios, como ocurrió con las celebrables derivas del movimiento de Derechos Humanos local desde la década de 1980. Todo esto sería válido, pero es también una expresión de nacionalismo que está sustentada en una idea de tácita competencia, y es por lo tanto perniciosa. Además de que funciona como un refuerzo de la antigua clave evolucionista que prima todavía en tantos lugares, por la cual lo que vale es la contribución de cada nación a un acervo civilizatorio universal. Una postura así continuaría de hecho con el proyecto decimonónico de reflejar la gloria nacional. Creo en cambio que la misión del museo es otra, más modesta y más útil: proveer a los y las visitantes –sean de Argentina o de otros países, tengan o no conocimientos previos sobre la historia local– una narrativa del pasado del país sustentada en el patrimonio y potenciada por él, que les permita entender algunas de sus líneas generales, fundamentales para comprenderlo. A la vez, es importante que su pasaje por el museo constituya un buen momento, porque también tiene como intención ser un entretenimiento.

Los museos con colecciones importantes tienen una gran ventaja. Su atractivo es la ilusión de traernos el pasado al presente, de hacerlo visible a través del patrimonio, de su famosa aura. Estar delante de una pieza de gran significancia histórica puede producir un efecto potente. Los objetos y edificios tienen una capacidad mayor que otros artefactos de hacer que las personas entren en contacto con eventos, individuos y sensaciones que ya no existen, y a la vez muestran claramente la diferencia entre pasado y presente y dan dimensión del paso del tiempo. En una encuesta realizada en Estados Unidos en la década de 1990 sobre las formas en las que la población se relacionaba con la historia, la gran mayoría de los encuestados afirmó que los museos eran la fuente más confiable de información, por sobre las muy valoradas conversaciones con testigos de época y parientes más viejos, y muy por encima de las poco valoradas clases de historia en la escuela, y libros y películas sobre historia5. En mi experiencia de observar largo tiempo a visitantes de dos museos históricos distintos noté, cierto que de modo impresionista, que mucho público local tiene una percepción similar. Entonces, son las preguntas realizadas a ese patrimonio y las formas de mostrarlo las que hacen la diferencia.

Junto con el trabajo con las colecciones propias, muchos museos realizan otras acciones museológicas, y programas públicos. El proyectó con el que asumí en el MHN contempla la realización de una muestra temporaria cada año que no se ocupe de los temas habituales de las exhibiciones, sino que aborde en clave histórica cuestiones populares del siglo XX, casi ausente del museo. El proyecto intenta también atraer a otros públicos al MHN, para que conozcan lo que la institución ofrece. Elegí empezar con la historia del rock argentino entre 1982 y 1991, una época clave de ese género musical en el país, que sigue teniendo resonancia en generaciones que no vivieron el período. Es una muestra muy grande realizada en base a préstamos de artistas, periodistas, diseñadores, vestuaristas y coleccionistas; hay instrumentos, ropa, fotografías, videos, afiches callejeros, volantes, discos. Se inauguró a mediados de diciembre de 2021 y ha conseguido hasta el momento su objetivo de incrementar notablemente el público -gente que recuerda los 80 y gente que no había nacido cuando terminaron-, una buena parte del cual nunca había visitado el MHN, según se refleja en las encuestas que se realizan en el área de bienvenida. Las opiniones sobre la muestra, dato más relevante que la cantidad de visitantes, han sido afortunadamente muy buenas. La cantidad de público joven, incluso adolescente, que concurre, es una novedad. Obviamente la temática es clave y nada garantiza la pervivencia de esas visitas cuando termine la propuesta, pero al menos se ha visibilizado más al museo.

La pandemia forzó también acciones no planeadas antes. Debido a ella, el MHN permaneció cerrado por algunos meses en 2020 y otra vez, más brevemente, en 2021. Cuando estuvo abierto en ese bienio perdió a sus principales públicos estables: las escuelas y otros grupos organizados, y también los visitantes extranjeros (todos han retornado en 2022). Mantuvo de todos modos vínculos con el mundo escolar a partir de la elaboración de materiales didácticos que acompañaron algunas muestras virtuales -una sobre Belgrano y otra sobre Martín Miguel de Güemes, ambas por los bicentenarios de sus fallecimientos- desarrolladas ante la falta de presencialidad.

La alternativa virtual permitió llegar a públicos lejanos de Buenos Aires, algo que obviamente existía pero fue potenciado por la pandemia. Un ciclo organizado en 2020 para que historiadores y otros especialistas se ocuparan de temas poco o nada abordados en el guion previo del museo, fue visto en distintos lugares del país. En 2021 se organizó otro ciclo de charlas en el cual tres especialistas ubicados en distintas provincias abordaban una misma cuestión de alcance “nacional” pero en el nivel local. El público de esas charlas fue variado, pero en una buena medida estuvo integrado por estudiantes de historia de nivel terciario o universitario.

A la vez, como el grueso del personal debió hacer teletrabajo durante varios meses, organizamos un proyecto llamado “Tu historia en el Histórico”, que raramente hubiéramos desarrollado en las condiciones previas. Se entrevistó por Zoom a muchas personas nacidas antes de 1950 de distintos lugares del país, que se anotaron voluntariamente, para que hicieran relatos de vida con los que se está montando un archivo oral que servirá para trabajar sobre el siglo XX. El proyecto continúa en 2022.

El museo y la política coyuntural

Considero necesario que el guion de un museo histórico incorpore la mirada del presente para pensar en el pasado. Se podría decir que es algo obvio, pero en Argentina los museos históricos, fundados mayoritariamente antes de 1950, casi no cambiaron sus perspectivas a lo largo del tiempo, dato que se está modificando lentamente recién en el siglo XXI. La frase de Cristopher Hill acerca de que “cada generación debe volver a escribir la historia, porque si el pasado no cambia el presente sí lo hace” sigue siendo totalmente pertinente6.

Doy un ejemplo argentino: desde 2015, con la aparición del movimiento Ni una menos, los feminismos consiguieron en el país una visibilidad y una impronta notables: en los medios, las aulas y en espacios públicos las cuestiones de género adquirieron una relevancia inusitada. Un museo que prepare un guion hoy puede adoptar distintas perspectivas frente a las demandas explícitas ligadas a este fenómeno poderoso, pero no puede ignorarlo. La pregunta por el papel de las mujeres, pero sobre todo por las relaciones de género a lo largo del tiempo, tendrá que estar presente de algún modo en su narrativa para estar a la altura de los tiempos7.

De todos modos, esto abre problemas de difícil solución. En Argentina hay grupos que utilizan el llamado lenguaje inclusivo para evitar las marcas de género. Algunos museos nacionales empezaron recientemente a usarlo en su comunicación. En el equipo del MHN hubo charlas al respecto. Muchos hemos incorporado el “bienvenidos y bienvenidas” en vez de usar solo el masculino, pero hay quien plantea el uso de “bienvenidxs” (obviamente solo en la forma escrita) o “bienvenides”, que además incluye a otras identidades que no son hombre/mujer. El uso de pronombres masculinos molesta a parte del público, en particular a jóvenes. Por su parte, los sectores más conservadores se irritan en extremo, incluso con violencia, ante el uso de lenguaje inclusivo. Podríamos no darle importancia a su enojo y hablarle solo a los que comparten el uso modernizado, pero en mi opinión no es adecuado dirigirse solo a un grupo, es mejor tratar de llegar al mayor público posible e interpelarlo más sutilmente sin perderlo, para que reciba de todos modos el mensaje del museo. En el MHN no incorporamos el inclusivo en nuestra comunicación, pero sí tratamos de hacer marcas de masculino y femenino en ciertos momentos (es un problema cuando los nomencladores luchan contra la tiranía del espacio…), y de buscar formas literarias neutras, que no siempre son felices a nivel estilístico; se puede reemplazar “los visitantes” por “las y los visitantes” (que no rompe el binarismo) o por “quienes nos visitan”. En todo caso, no es solo una anécdota, se juegan en esto cuestiones relevantes.

A la vez, en consonancia con movimientos ocurridos en otros países, existen hoy demandas de colectivos que estaban menos presentes antes de este siglo. No siempre se dirigen directamente a los museos, pero sí ingresaron en la agenda pública. Así, en Argentina, los reclamos de visibilización histórica ligados a organizaciones comunitarias y a espacios académicos han sido fuertes tanto respecto de la comunidad afrodescendiente como de distintas comunidades indígenas. Una vez más, la cuestión del vocabulario se hace presente. Hay quien prefiere utilizar “pueblos originarios” para hablar de las poblaciones americanas anteriores a la conquista española, pero el término está discutido porque lleva a confusiones; “indio”, antes tomado por puramente colonial, ha sido reivindicado por alguna gente. Por su parte, “afro” suplantó al antiguo “población negra”, si bien tampoco allí hay coincidencias plenas en miembros organizados de esa comunidad. Varios investigadores han recibido en los últimos tiempos cuestionamientos al uso de “negro” o “moreno” al referirse a la población afrodescendiente del pasado. Es cierto que conviene evitar palabras que aparecen en los documentos como “mulato”, que eran denigratorias, para hablar de los “pardos”, pero en las otras la señalización del “color” no es en sí un comportamiento racista. Quienes los emplean pueden alegar un uso emic de los términos, que a mi entender es válido, pero las objeciones persisten y son atendibles. Hay revistas académicas en el exterior que rechazan artículos que hablan de “esclavos”, porque debería usarse “esclavizados”. Esa discusión sobre el lenguaje, que genera incomodidades en las humanidades y las ciencias sociales, va a ser pronto un tema clave para los museos históricos.

Más allá de los términos empleados, la llamada de atención para considerar a la población de origen africano después del período de la esclavitud y a la población indígena después de las distintas conquistas de sus territorios por la sociedad hispano-criolla entre los siglos XVI y XIX tiene un efecto beneficioso contra el mito del “país blanco” argentino, que lleva a representaciones falaces del país que de tanto en tanto se hacen presentes en discursos mediáticos o de dirigentes políticos. Obviamente no se trata de menospreciar el peso demográfico de la población de origen europeo en Argentina, que es enorme, sino de no convertir a esa mayoría en lo único existente, como se ha hecho tradicionalmente en la agenda pública. Es cierto que en la actualidad esas afirmaciones generan un revuelo que antes no ocurría, como demostró en 2021 el affaire del discurso del presidente Alberto Fernández cuando citó la canción de Litto Nebbia “Llegamos de los barcos”. Incluso la cuestión del mestizaje, menos ligado a organizaciones concretas -ahora hay algunas, como “Identidad marrón”- abre perspectivas muy interesantes para un museo histórico. Este puede proveerse de esas miradas a partir de investigaciones, y también de interacciones con comunidades diversas, aunque me parece que es siempre la institución la que tiene que tener la palabra final sobre el tema puntual, para armonizarlo con el resto de su narrativa.

La inclusión de estas demandas de visibilización puede generar controversias porque en las organizaciones comunitarias muchas veces hay diferencias, como también ocurre en el trabajo especializado sobre estas temáticas. De todos modos, es necesario hacerla, sabiendo que la operación puede abrir polémicas. Por ejemplo, mientras estuvo cerrado por la cuarentena de 2020, el museo realizó posteos en las redes acerca de su colección; una vez, al presentar una pieza wichi que ingresó en la década de 1930, redactamos la descripción en pasado, tiempo verbal que utilizamos siempre: “miembros de la comunidad wichi usaban esta prenda…” Eso generó una serie de comentarios indignados de algunos lectores, que impugnaban el tiempo pasado en vez del presente al referirse a los wichi, como si lo primero implicase ignorar su existencia en la actualidad. En mi opinión, tal perspectiva presentista es muy contraproducente, ya que genera una idea deshistorizante de los indígenas, que serían en esa visión siempre iguales a lo largo del tiempo, lo cual es claramente una falacia empírica. Pero es una mirada que alguna gente comparte.

Respecto de las coyunturas políticas del presente, actuar en ellas es algo a sopesar con cuidado por parte de un museo histórico. Las redes del Archivo General de la Nación en Argentina son desde hace años un ejemplo al vincular el acervo propio con temas actuales, y postear noticias sobre olas de calor del pasado cuando llega una, sobre elecciones de otros tiempos cuando hay que votar, sobre epidemias antiguas ante el COVID-19, u otras historizaciones de problemáticas del presente. Hay varios museos explorando esa vía; en el MHN lo hacemos de tanto en tanto. Es obviamente más complicado intervenir en temáticas que dividen a la sociedad de modo más explícito, donde el museo “toma partido” y por lo tanto va a ser apoyado por ciertos sectores y criticado por otros, como de hecho ocurre. Si un museo elige este camino debe clarificar bien para qué lo hace: si es para lograr visibilidad, si por lo que piensa es un compromiso político -difícil en una institución estatal colectiva- o si busca otras formas de legitimación. Esto último me parece riesgoso, ya que el objetivo de un museo histórico no es el presente: es el pasado desde el presente, y ahí radica su razón de ser. No siempre es provechoso correr detrás de la cambiante agenda pública. A la vez, un problema de estos tiempos es que las redes han generado una urgencia en decir, sobre todo en individuos particulares, pero también en instituciones. Como si hubiese que tomar posición, decir algo, acerca de cualquier tema coyuntural. En mi opinión, eso es un problema. Las conclusiones apresuradas realizadas por intelectuales en marzo de 2020 sobre los efectos que supuestamente iba a tener la pandemia son un excelente aviso de que es mejor tener cautela. Conviene hablar cuando hay algo relevante que aportar, y más aún en el caso de una institución. Por ejemplo, para el aniversario del último golpe militar en Argentina el MHN hace cada año un posteo alusivo, que siempre es atacado por comentarios de extrema derecha. Obviamente el museo debe seguir recordando esa fecha, clave en la historia argentina, a pesar de esas agresiones (por cierto, aún minoritarias); pero ahí hablamos del pasado, aunque el tema tenga actualidad.

Ahora bien, es verdad que acontecimientos muy disruptivos del presente como una catástrofe natural o una situación extraordinaria que logra gran resonancia, y también situaciones que involucran a un museo directamente, como un recorte presupuestario feroz o un ataque a su existencia, pueden generar en la institución una urgencia a intervenir en la coyuntura directamente, e incluso presiones para que lo haga. Cuando dirigí el Museo del Cabildo, localizado frente a la Plaza de Mayo, centro político de Buenos Aires, hice ubicar en dos ocasiones banderas por coyunturas que convocaron allí grandes movilizaciones: una bandera de Ni una menos en el primer paro de mujeres, en 2016, y otra -de la agrupación de derechos humanos HIJOS- cuando en 2017 la Justicia quiso reducir la condena de algunos militares culpables de delitos de lesa humanidad aplicando el sistema de 2 x 1. Lógicamente hubo gente que aplaudió con fuerza el gesto, y otra que insultó y anunció el fin de su relación con el museo. De todos modos, ahí importaba más el edificio histórico, con su emblemático balcón frente a la Plaza, que la acción del museo en cuanto tal.

Por cierto, el mundo de las redes ha adquirido un peso descomunal, pero es necesario distinguir lo que ocurre en él de lo que sucede en el interior de un museo. El encuadre presencial genera otros comportamientos y si bien alguna gente puede dejar un reclamo en el cuaderno que se encuentra en la entrada, no es algo habitual. Sí hay quien hace comentarios críticos en las redes durante o tras una visita al museo, pero en general lo hacen quienes quieren convocar a otros a acudir, es más para elogiar que para atacar (al menos en lo que ha ocurrido en el MHN en los últimos años). Las reacciones más enfáticas, incluso violentas –siempre pocas, pero más llamativas que los más numerosos elogios- se dan frente a comunicaciones del museo en las redes. Esto se liga a que el museo presenta su patrimonio a veces con fines conmemorativos y otros con fines analíticos, para mostrar su colección y hablar de un episodio o un proceso histórico, pero una parte del público siempre interpreta a una pieza como un homenaje. Un ejemplo: en febrero de 2022 se cumplió el 170° aniversario de la batalla de Caseros, decisiva en la historia argentina, y entonces publicamos fotos de objetos y documentos ligados con ella. Ante un daguerrotipo del vencedor, Justo José de Urquiza, algunos de sus detractores criticaron al museo por presentarlo. Una semana después se mostró una caricatura que ridiculizaba a Urquiza producida en 1851 por los rosistas, y ahí hubo hasta insultos al museo por eso, como si así se tomara partido por el vencido Juan Manuel de Rosas en el presente. Han ocurrido cosas similares con otros personajes que generan polémica, o con temas difíciles como la Guerra de la Triple Alianza, en discusiones en Facebook donde intervienen personas de distintos países debatiendo con poca amabilidad, al uso actual. Pero casi nunca hay quejas al respecto en el museo, ante las mismas piezas.

En marzo de 2022 se comunicó con el MHN un ex gurkha del ejército británico, que estuvo en la Guerra de Malvinas y es uno de los actores de la renombrada obra teatral “Campo minado”. Quiso donar al museo su cuchillo, el kukri, con el que fue a ese conflicto –no lo utilizó en combate- junto con un mensaje de paz. El museo aceptó la donación; en su patrimonio hay muchos elementos argentinos de la guerra y también armas de otros períodos, incluyendo algunas de distintos ejércitos que combatieron contra fuerzas rioplatenses y argentinas en el pasado (en general capturadas, claro, y no donadas). El cuchillo será seguramente exhibido junto a un par de donaciones más en el hall del museo, como parte de una pequeña campaña que tiene el fin de estimular donaciones significativas para aumentar la escasa colección del siglo XX. Es de suponer que eso no generará grandes problemas. Pero si se pusiera en las redes, muy probablemente sí provocaría, junto con algunas aprobaciones, una serie de ataques a la institución por ser un arma británica, en un momento de conmemoración de los 40 años de la guerra y en el cual la sensibilidad social sobre el crucial tema de las Malvinas ha crecido. Es cierto que el museo puede optar por el camino de buscar esos debates y elegir temas que generen discusión para ampliar su impacto. No me parece interesante seguir esa moda de los tiempos, aunque no deja de ser válida.

Pensando una “gran” narrativa de la historia argentina

Escribo este texto en pleno proceso de armado del nuevo guion para el MHN, que busca cubrir la historia del país8. En la elaboración de un guion así es necesario tener en cuenta aspectos variados como el patrimonio disponible, la historia de la institución, las condiciones edilicias, la espacialidad interior, el presupuesto necesario (condición indispensable para que no sea solo un proyecto), los públicos destinatarios, y la difícil tarea de construir relatos con textos cortos para leer parados y al paso9. Aquí no me ocuparé de esas cuestiones cruciales, que requieren trabajo colectivo y saberes interdisciplinarios; solo me referiré al desafío historiográfico, de enorme complejidad. La intención de construir una narrativa grande sobre la historia argentina no es necesariamente un mandato sino una pretensión de mi proyecto, que coincide con la historia del museo y con lo que muchos visitantes esperan de una institución de esas características.

El guion puede partir de lógicas diferentes. Una es establecer temas generales que se quieran narrar y hacer que la colección “ilustre” ese discurso. Otra es partir de problemas del presente y trazarlos genealógicamente hacia atrás, usando a la colección en función de este objetivo; podría también acudirse a los debates, nudos polémicos, como punto de partida, pero es una operación que conlleva el riesgo de dejar a mucha gente afuera porque suele requerir algún conocimiento previo. Una tercera opción es centrarse en la colección, poner como eje lo que tiene y construir el relato desde ahí. En general, suele trabajarse precisando primero las ideas históricas nodales que estructuran el guion de la exposición para luego considerar qué objetos podrían formar parte de ella. Para el MHN mi postura es establecer los temas que se quieren como eje, en una dialéctica con la colección, cuyo peso es insoslayable.

Otra gran decisión a tomar, en este caso similar a la de un libro de historia, es si presentar la narrativa en clave cronológica o en clave temática. El MHN empleó habitualmente la cronológica, aunque también hubo planes de una organización temática, que no llegaron a buen puerto10. Ambas tienen ventajas y desventajas. La cronológica es más fácil de ser comprendida por públicos amplios y permite organizar con claridad la información; tiene como contra que hay períodos que generan menos atracción y eso puede parcializar la narrativa buscada, y también que en un orden diacrónico se notan más las ausencias de temas (que algo “falta” es una queja común en los museos). La temática tiene a favor que su arbitrariedad ayuda a eludir la idea de ausencia y que permite trazar algunas líneas muy interesantes. Por dar un solo ejemplo, se puede plantear la historia del mundo del trabajo yendo de la faena campesina a las actividades posindustriales, e incluir en una sala a esclavos, obreros y trabajadores informales, relacionando así actores a veces separados historiográficamente. Pero esto también tiene problemas: las variables pocas veces se explican aisladas de sus contextos y en el caso de la historia de los trabajadores es muy difícil plantearla en sí, sin otras referencias. A la vez, algunos temas pueden dar la impresión de ahistoricidad. Si se muestra que el conflicto político cruza la historia argentina, más allá de sus grandes variaciones, la interpretación de que siempre todo fue igual es posible, y eso no ayuda a entender el pasado. En todo caso, ninguna está en sí bien o mal, es algo a decidir. Para el MHN me inclino por conservar una organización cronológica.

El tipo de patrimonio inclina mucho la balanza hacia un recorte basado en la historia política, sobre la cual fue construido. Aunque ese mismo patrimonio puede tener otras lecturas, creo que el recorte de períodos más o menos clásicos para ordenar la historia argentina es adecuado, e introducir desde allí cuestiones de historia social, económica, cultural y privada. Pero no se trata solo de describir las antiguas sociedades que poblaban el actual suelo argentino, explicar la organización de una nueva sociedad y un sistema político durante el siglo XVI por la invasión española, para luego narrar su crisis y disolución a principios del siglo XIX, y recorrer el camino de la formación de una nación y unos pequeños Estados (las provincias) que confluyen en un gran Estado, para finalmente ver los cambios de esa nación y ese Estado. El tema es cómo avanza el relato, qué lo lleva para adelante. ¿Solo la división en períodos? ¿Buscar en cambio algunas variables fuertes que puedan seguirse de modo diacrónico? Si es así, ¿cómo entran los acontecimientos y los nombres propios? ¿Puede optarse por avanzar en cambio a través de fechas, elegir un año importante y mirar en él temas y regiones diferentes para luego pasar a otro, como si se tomaran 1810, 1831, 1852, 1880 y así? Son todas posibilidades a discutir, todas tienen algo interesante y algunos problemas, que no hay espacio para detallar aquí.

Desde el principio hay una cuestión decisiva: en qué momento iniciar el relato. ¿Cuándo empieza la historia argentina? No me refiero a la expansión de la identidad nacional -algo que ocurrió durante el siglo XIX- sino a cuándo conviene comenzar una narración. Si nos basáramos en la idea de la identidad, una muestra partiría del proceso de independencia. Sin embargo, aun explicitando que Argentina como tal no existía en 1810, hay un antes, una sociedad previa. ¿Corresponde historizarla para entender la historia argentina? Pienso que sí, al igual que muchos. El período colonial es clave. Y también es importante explicar la situación anterior a la invasión española. Pero ahí se vuelve más complicado. ¿Cuán atrás hay que ir? ¿Solo mostrar la situación inmediatamente anterior a la Conquista, retroceder en el tiempo en función del patrimonio disponible, iniciar el relato contando el poblamiento de América hace miles de años? Un rasgo central del esencialismo nacional, como bien ilustran las portadas internas de la historieta Asterix, es hacer del territorio actual uno eterno, una geografía predeterminada a ser una nación. Por eso es que un “argentinosaurio” es un desatino. Pero la incógnita por cómo marcar el comienzo de la historia argentina no lo es. Es aún más complejo porque casi la mitad del actual territorio nacional tuvo un proceso histórico diferente, al no experimentar la conquista española de modo directo y mantenerse en poder de grupos indígenas soberanos hasta fines del siglo XIX. ¿Esos territorios y sus pueblos, que integran la Argentina, son parte del pasado nacional también? Mi opinión es que sí, sin duda, porque lo argentino es básicamente una convención del presente, más que una realidad inequívoca a trazar genealógicamente, y por lo tanto todo ello debe ser tematizado en el guion del MHN, de algún modo u otro y con distintas densidades que en buena medida están condicionadas por la colección.

Ese interrogante puede dejarse abierto. La importancia de la participación de los públicos -el plural se impuso en la actualidad– ha sido resaltada en la museología de las últimas décadas y hoy es casi un axioma. La noción de “autoridad compartida” entre institución y visitantes es un desafío para los museos históricos. Confieso que no acuerdo con ella, y aunque este no es el lugar para discutir museología, ni yo un experto para hacerlo, creo que en lo histórico un museo tiene que mantener una línea en la cual sus interpelaciones a los públicos vayan por otro lado, no al corazón de lo que cuenta. Por ejemplo, a aquellos terrenos con respuestas subjetivas. Es el caso de cuándo empieza la historia argentina, que podría ser un interrogante de inicio para una muestra que luego sea asertiva.

La forma de explicar un guion histórico general continúa reposando mucho en los textos, con apoyaturas museográficas que generan énfasis visuales que a veces pueden ser decisivos. Hay alternativas a la escritura para introducir variaciones: videos, audios, otras formas audiovisuales; por ejemplo, cuando dirigí el Museo del Cabildo montamos “cuadros vivos” de personajes de la sociedad colonial que no contaban con retratos reales: una mujer de la elite porteña, una niña, un pulpero, una lavandera parda y un esclavo de origen africano. Los falsos retratos hablaban entre ellos, y comentaban los rasgos de esa sociedad desigual. Más allá de estas posibilidades técnicas, los museos históricos en todos lados siguen sosteniéndose en los textos. Como me interesa llegar a públicos amplios, con distintos conocimientos de historia previos, la cuestión de los textos y nomencladores es un desafío mayor, pero la intención es tener distintos niveles de lectura: explicaciones mínimas generales y otras más específicas para quienes buscan más información. Es interesante que en el MHN, como en tantos otros museos, hay personas que dedican horas a recorrer las salas y leen la mayoría de los textos, mientras que otras apenas miran los nomencladores. El museo tiene que intentar la ardua tarea de dirigirse a todas11.

Una decisión ya tomada es la de apartarse de una tradición del museo y no combinar en el relato a los objetos e imágenes de una época con otras creadas más tarde para describirla. Esto es importante en particular para el período de la independencia, sobre el cual hay una gran abundancia de pinturas realizadas décadas después, con un tono épico muy marcado, que condicionan mucho el modo de apreciarlo. Es un desafío interesante prescindir de las representaciones pictóricas de las escenas centrales de la década de 1810 -sobre las cuales hay poquísimas imágenes contemporáneas- tal como fueron imaginadas alrededor un siglo más tarde. Mezclarlas en el relato, como se ha hecho siempre, tiende a favorecer el peso de esas potentes representaciones posteriores, que a veces son cuadros de gran formato, lo cual refuerza su impronta. Como se trata además de imágenes muy usadas en las escuelas, para quienes viven en Argentina suelen ser familiares y es común considerarlas casi fotografías periodísticas de lo ocurrido en el tema que describen. Considero más conveniente intentar narrar esos años sin esas imágenes tan pregnantes, a pesar de que eso puede debilitar estéticamente una puesta, y concentrar a la pintura historicista en lugares específicos para referirse a ella.

La interacción con la historiografía académica

Los guiones de los museos históricos en Argentina, con algunas excepciones, han quedado al margen de la renovación de los estudios históricos posteriores a la última dictadura12. La falta de interés de quienes se ocupaban de los relatos históricos en los museos por esa producción, junto con la poca atención prestada por la mayoría del mundo académico a lo que ocurre en esos espacios que no otorgan mayor prestigio en la profesión, dieron como resultado una interacción escasa y fragmentaria, algo que afortunadamente está cambiando en el último tiempo.

Abrevar en los aportes historiográficos posteriores a los años 80 es fundamental si se quiere elaborar un guion actualizado para un museo. Cuando uno de ellos se ocupa de un tema o período específico, seguro encontrará una bibliografía amplia para trabajarlo (pienso por ejemplo en los museos nacionales del Cabildo de Buenos Aires, la Casa Histórica en Tucumán, el Palacio San José en Entre Ríos, las estancias jesuitas en Córdoba, el museo Malvinas). Si en cambio lo que se busca es una gran narrativa sobre la historia de un país para una institución como el MHN, será necesario moverse por la fragmentada producción académica para construir una síntesis propia, o elegir los tópicos sobre los cuales sostener el relato general.

La historiografía académica permite introducir afirmaciones en los guiones de los museos que difieren de sus viejos discursos, y también de algunas nociones muy extendidas entre los públicos que los visitan. Mi experiencia en el Museo del Cabildo de Buenos Aires es que la propuesta de ver lo ocurrido en mayo de 1810 como el triunfo de un proyecto autonomista y no independentista –posición esta minoritaria entre los revolucionarios– no genera resistencias mayores en visitantes no familiarizados con ese actual consenso historiográfico, que se aleja de las verdades de la antigua historia patria que veían en 1810 una antesala indiferenciable de la independencia de 1816. Del mismo modo, se pueden desarmar otras certezas extendidas, como que la “grieta”, la polarización, es la clave fundamental para pensar la historia argentina, algo que no resiste la menor empiria. Es bueno mostrar la inexactitud de definir a unitarios y federales como porteños y provincianos, y aún más, explicitar que hay tres cuestiones centrales en las décadas posrevolucionarias que están ligadas pero no son lo mismo: unitarios vs federales, Buenos Aires (y el manejo de su aduana) vs otras provincias, librecambismo vs proteccionismo. Otro equívoco clásico es considerar a la batalla de Pavón de 1861 como el triunfo definitivo de Buenos Aires sobre las provincias y suponer una continuidad absoluta entre las presidencias de Bartolomé Mitre (1862-1868) y las posteriores. La caída política de Mitre al final de su mandato, los cambios introducidos bajo Domingo F. Sarmiento (cuyo enfoque para manejar desafíos al poder nacional tuvo una impronta centralizadora lincolniana y se diferenció del estilo de alianzas con figuras provinciales que compartieron líderes previos de posiciones distintas, como Rosas, Urquiza y Mitre), y el lento surgimiento de una alianza entre dirigencias provinciales y una parte de la dirigencia porteña que terminó siendo el factor político decisivo en el afianzamiento del Estado nacional -con el disciplinamiento por la fuerza de Buenos Aires en 1880 y su partición en dos distritos separados- es algo muy conocido para los historiadores académicos, pero no por buena parte de la población. Se rompe así tanto con la unicidad otorgada por la historiografía “liberal” -con prolongación escolar- a las “presidencias fundacionales” de Mitre, Sarmiento y Nicolás Avellaneda, como con la que con mirada crítica daban a ellas mismas los revisionistas. Hay muchos otros ejemplos de temas que pueden desplazarse; por dar solo uno más, el origen de la clase terrateniente pampeana, no colonial sino posterior a la Revolución.

Todo esto debe hacerse, sostengo, en modo asertivo. No discutiendo con afirmaciones previas al estilo de “antes se pensaba esto, pero ahora sabemos que en realidad ocurría esto otro”. Es importante evitar un enfoque de cruzada desmitificadora, como lo fueron ciertas posiciones de los años 90 –cuando yo era un estudiante de historia en la UBA- que proponían deconstruir mitos sin proponer qué iba a reemplazar el vacío posterior. Otro fetiche de esos años era el “matiz”. La conveniencia de aplicarlo en cualquier mirada al pasado es real, pero si queremos matizar partimos de que el discurso ya está construido de antes. Y de lo que se trata es de elaborar un nuevo, que sea propositivo, aunque no por eso simplificador.

Asimismo, hay que preservarse de la cautela extrema. Por dar un ejemplo: en un trabajo fundamental, José Carlos Chiaramonte estableció la inexistencia de una identidad argentina en 181013. Ahora bien, lo que probó con contundencia para ese momento ya no era igual en los años 1820; la guerra de independencia como experiencia compartida fue el inicio de una identidad común para provincias que nunca dejarían de tener a la unión como un horizonte deseable, con diferencias sobre cómo realizarla. Las tensiones sobre lo “argentino” ocuparían las décadas siguientes. No obstante, a veces se percibe en textos y en reuniones académicas demasiado cuidado para evitar hablar de “argentino/a” y en cambio usar “rioplatense”. Eso trae algunos problemas desde que el Estado Oriental, hoy Uruguay, se independiza en 1828, pero además a veces se arrastra aquel término hasta la Guerra de la Triple Alianza, donde es francamente excesivo. Un museo que hablase de provincias “argentinas” en la década de 1830, por caso, no incurriría en un error.

Añado dos cambios posibles, que no van de la academia al museo sino que me parecen útiles para ambos ámbitos. Uno es dejar de utilizar algunos términos muy connotados. Más allá de que los usemos de otro modo, la carga que traen puede ser más poderosa que nuestras intenciones. Es el caso de “caudillo”. El MHN tiene muchos objetos de caudillos del XIX argentino, figuras de gran importancia, denigradas o celebradas por las viejas corrientes historiográficas. El problema es que el término se asocia inmediatamente con la idea de hombres fuertes que actúan en vacíos institucionales, grandes propietarios rurales que llevan a sus peones a la lucha contra otros. Más allá de que se complejice esta definición como ha hecho con contundencia una vasta historiografía, ya la mención de la palabra “caudillo” conduce a aquellas nociones, muchas veces empíricamente erradas. Por eso es mejor usar algo más general, como “líderes”. Es lo mismo que ocurre en la actualidad con “populismo”, una palabra tan cargada de sentidos peyorativos y que puede abarcar casi cualquier cosa que quien la enuncie quiera, que deja de ser útil para describir la realidad.

El otro cambio que propongo es abandonar algunos términos clásicos: “anarquía” para 1820 (ya reemplazado en los últimos años en el discurso público, de modo casi silencioso, por “año de las autonomías provinciales”); “feliz experiencia” para 1820-1825 en Buenos Aires (período que fue “feliz” para una parte de las elites pero no para todo el resto); “organización nacional” para el período 1862-1880, que carga de positividad al proceso y condena a lo que se aparte de él a la idea de resabio; “Conquista del desierto” y en realidad el mismo uso de “desierto”, que fue utilizado en la época pero adopta exclusivamente la perspectiva de un lado de los actores del pasado argentino y no el otro (para los indígenas no eran tierras “desiertas”). El cambio vale también para “década infame” en el siglo XX, término tan fuerte que condiciona todo lo que se diga de esos años 30. Del mismo modo, así como dejar de decir la Edad Media a secas para usar “Edad Media europea” implica un cambio mucho mayor que ese solo agregado de una palabra, en vez de decir “la inmigración” para la de fines del siglo XIX y principios del XX conviene ubicarla históricamente, recordando que estos territorios siempre han sido, y son, polos de atracción de población.

La historiografía está acostumbrada a tener en cuenta los condicionantes estructurales, algo importante para eludir la trampa de las explicaciones voluntaristas que muchas veces proponen los públicos o propugnan los medios. Puede parecer obvio que la clave de todo no la tienen las decisiones de Bernardino Rivadavia, Rosas, Urquiza y Mitre, o las acciones de la “oligarquía porteña”, pero si se leen discusiones en las redes del museo se puede ver que para muchos sigue siendo el modo de interpretar el pasado.

Es cierto que la historiografía académica no brinda soluciones para todo un guion de museo. Las investigaciones suelen permitir muchas elipsis: para hablar de una jornada histórica no hace falta dar cuenta del clima, del aspecto de los presentes, de su manera de hablar, de cómo eran los edificios circundantes. En cambio, tal como ocurre cuando se hace cine histórico, si un museo recrea alguna escena para una exhibición presencial o para un desarrollo tecnológico, sí debe responder esos interrogantes. Si buscamos simular cómo era cocinar en una localidad colonial: ¿Qué aspecto tenía la cocina? ¿Cómo se encendía? ¿Dónde se guardaban los alimentos? Con la ayuda de la arqueología y de la historia del arte se pueden aclarar algunos puntos. Pero se llega a un límite, y más allá de eso siempre habrá que apelar a la verosimilitud. En ese sentido la operación sería al revés: desde el museo pueden partir interrogantes nuevos para la investigación.

Finalmente, la lógica académica no puede trasladarse sin adecuaciones a un museo. Si en una investigación tratamos por ejemplo de explicar el proceso que llevó a la independencia de la actual Argentina, seguramente apelaremos a múltiples actores y cuestiones colectivas. Figuras como San Martín ocuparán un lugar relevante pero no serán omnipresentes. En el MHN, sin embargo, el peso del patrimonio sanmartiniano es enorme. Hay algo de panteón, no solo de museo, en cómo está planteado. Si alguien quiere desarmar esa suerte de templete construido en 2015 cuando el sable corvo retornó al museo -que además tiene custodia de granaderos que residen en el mismo MHN- debe saber que va a afectar las expectativas de buena parte de los visitantes, cuyo objetivo principal es verlo, y que suelen aprobar el modo en que está expuesto. En mi opinión la iconoclasia no tiene grandes ventajas y tampoco me parece muy superador frustrar expectativas de quienes visitan la institución sin algo mejor que ofrecer. Se trata más bien de darle otro contexto a esos dispositivos y de articular lo exhibido con una propuesta mayor que amplíe sus sentidos. No hay que olvidar, además, que no se va solo a aprender historia a un museo. También es un espacio de entretenimiento, y donde se pone en juego la emoción.

Una perspectiva social más amplia

Tradicionalmente, el MHN ha basado sus guiones en figuras principales, líderes políticos, generales y coroneles, escritores, músicos y artistas renombrados. Es por eso un museo de “grandes hombres” y en mucho menor medida de algunas “grandes mujeres”. Eso le dio una obvia marca de clase a la colección, incrementada porque las donaciones recibidas a lo largo del período inicial del museo provenían muchas veces de familias de elite interesadas en preservar el nombre de sus antepasados o que fueron persuadidas de ello por Carranza y sus sucesores. Al interés del museo se sumó una dimensión material: conservar objetos y vestimentas es algo privilegiado, sobre todo en épocas preindustriales. Si se guarda un bello traje ceremonial es raro que queden las vestimentas cotidianas de quien era su dueño, y menos aún las de quienes lo confeccionaron. Otros museos históricos posteriores al MHN mostraron de todos modos un mayor interés en otros sectores sociales14.

A pesar de lo dicho, hay muchos elementos de la colección que permiten hablar de otros grupos. Se cuenta con pertenencias de trabajadores, sobre todo herramientas; también con imágenes pintadas y fotografías de miembros de las clases populares de todo el país en distintos momentos históricos. Hay objetos de grupos indígenas que se mantuvieron independientes hasta fines del siglo XIX. Y a la vez, existe la alternativa benjaminiana: leer la colección a contrapelo e interrogarla de otra manera. ¿Quién hizo este traje de Juan Bautista Alberdi? ¿Quién fabricó estas espuelas de San Martín? ¿Quién confeccionó este poncho de Perón? (Este es un criterio que aplicamos en una sección dedicada al mundo popular en la muestra “Grandes éxitos”, inaugurada en octubre de 2021).

Incorporar a las variadas clases medias y populares en el relato no es solo un gesto reparador, una ampliación de escala para incluir a más actores en el drama histórico. Es una perspectiva que supone que la historia argentina es incomprensible sin el análisis de su participación. Si para entender el peronismo, por mencionar un caso importante, alguien pone el foco en las figuras de Perón y Evita, va a conseguir algunas claves. Pero otras las obtendrá del análisis de por qué tanta gente se hizo peronista.

Decir que se quiere incorporar a otros en una narrativa es más fácil que hacerlo, y debe pensarse bien cómo. No es conveniente armar espacios separados en el museo que hablen de grupos específicos -esclavos, indígenas u otros- apartados del relato principal. Hacer “rincones” termina por naturalizar lo que justamente se trata de discutir: las mujeres y/o las clases populares no son un apéndice de la historia principal. Muy por el contrario, se trata de conseguir una narración museográfica que contemple la complejidad de la trama histórica, esto es, la imposibilidad de pensar la historia como una sumatoria de agregados. Un ejemplo concreto de ello es cuando trabajamos sobre historia de las mujeres. El desafío es abordar esta historia destacando las actuaciones femeninas dentro de la narración principal. Por ejemplo, además de agrupar retratos de algunas figuras destacadas del proceso de independencia para analizar su papel en tanto mujeres en él, perspectiva válida, es necesario intercalar a algunas de esas figuras con otras masculinas en los temas correspondientes. Así, por ejemplo, Juana Azurduy tiene que estar en el apartado de la revolución en el Norte, junto a Güemes y otros varones.

Incorporar el siglo XX

Para el museo es fundamental incorporar una visión sobre el siglo XX, ya terminado hace un tiempo largo, y por lo tanto muy factible de ser historizado adecuadamente; la gran crisis argentina de 2001-2 es claramente un cierre posible. Ahora bien, una vez más, no es fácil hacerlo. La falta de patrimonio suficiente es un dato crucial, si lo que se quiere es tener un balance con los períodos previos en un museo tan centrado en su colección. Ante eso hay dos posibilidades: utilizar otros lenguajes y conseguir nuevo patrimonio. Posiblemente se terminen haciendo ambas cosas. Aun así, dado que la sociedad argentina actual no ha afianzado la costumbre de la donación de objetos, su obtención no es sencilla. De todos modos, empezamos tímidamente esa búsqueda, con criterios en cierto modo “carrancianos”, es decir de piezas muy significativas para la historia nacional (por dar un ejemplo ya resuelto, una urna empleada en muchas elecciones del siglo XX). Quizá más viable sea conseguir préstamos. Particulares, partidos políticos, sindicatos, empresas privadas y estatales, asociaciones varias, todos pueden aportar patrimonio, pero producir eso es una tarea titánica. Una curaduría previa es fundamental. Antes que cualquier búsqueda de piezas, sean prestadas o donadas, debemos tomar decisiones muy específicas. Al pensar el siglo XX, ¿le interesa al museo incorporar patrimonio más allá de la política -aun tomándola en un sentido amplio-, conseguir objetos de figuras del tango, el folclore, el rock, la cumbia, el cine, el teatro, la literatura, la historieta, la moda, el fútbol, el turf, el box, el automovilismo, etc? Hay también mucho para debatir sobre cómo presentar el siglo XX, algo difícil sin saber con qué elementos materiales se lo podrá relatar y ante la necesidad de articularlo con la narración sobre los siglos previos. No voy entonces a extenderme sobre ello. Solo menciono que provoca de inmediato ese pasatiempo favorito de quienes se dedican a la historiografía, que por cierto no es ocioso, de discutir periodizaciones.

Ligado con esto, una última consideración. Es fundamental evitar la mirada decadentista, tan propia de nuestra sociedad presente y clave desde la instalación de la democracia en 1983. La República Perdida, el exitoso documental estrenado en ese año, ubicaba el comienzo de lo que veía como una debacle nacional en el golpe de 1930, y ese consenso fue fuerte. No he indagado desde cuándo (¿tras la crisis de 2001?) se hizo fuerte la idea de que el derrumbe lo trajo la dictadura, sobre todo en sectores políticos peronistas y de izquierda. Empíricamente, los datos materiales son contundentes al respecto, aunque también hay quien propone el quiebre en 1975, el año del Rodrigazo, inicio del colapso económico que los militares conducirían a una transformación sistémica cuyas consecuencias Argentina sigue pagando en la actualidad. El problema de estos debates públicos es que quienes discuten usan variables diferentes para dar sus veredictos, con lo cual son discusiones con pocas posibilidades de cierre. Una afirmación de la mirada decadentista se dio con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia en 2015; entonces, desde su sector político y buena parte de los medios se proclamó que los problemas argentinos se remontaban a “los últimos 70 años”. Es decir, 1945, la llegada del peronismo, sería el principio de los males, no 1930 ni 1975-6. Un guion que pretenda una gran narrativa nacional tendrá por supuesto una posición, lo pretenda o no explícitamente, pero en todos los casos es conveniente evitar la mirada de la caída, de una edad de oro perdida, porque condiciona el relato e impide la comprensión del pasado. Cualquier respuesta que se dé a un interrogante como el que plantea el protagonista de Conversación en la Catedral, “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, traerá más problemas que soluciones. Y siempre está el riesgo del normativismo, de usar modelos ideales para analizar un desarrollo histórico. Es frecuente el desencanto en el discurso público ante desarrollos de una democracia o una república o un mercado que no se corresponden con lo que quien observa quisiera, basándose en principios abstractos o comparaciones ahistóricas, borrando los contextos o los elementos estructurales.

Un enfoque policéntrico

En la actualidad hay una importante cantidad de investigaciones históricas en distintas provincias. Obviamente en una universidad o centro de investigación ubicado en determinado lugar no se estudia solamente, afortunadamente, sobre ese lugar, pero es indudable que el panorama de producción historiográfica es mucho más amplio en lo que va del siglo XXI que nunca antes.

Una historia nacional eficaz requiere que por un lado no se la confunda con la de Buenos Aires, como a veces se hace. Hay que “provincializar” a Buenos Aires, tanto a la provincia propiamente dicha como a la ciudad. Claramente su peso económico, político y demográfico le da un lugar especial, pero es separable de la historia del Estado nacional. Tampoco debe tomarse a Buenos Aires como modelo, como se hace muchas veces tanto en Buenos Aires como en otras provincias. Si se habla de casos, es un caso más. E incluso a veces muy diferente a otros (por mostrar un detalle, cuando entre 1820 y 1821 se formaron las provincias fundacionales, todas adoptaron una organización interna en departamentos con comandantes militares al frente, pero Buenos Aires conservó el nombre colonial de partidos para sus jurisdicciones y las puso a cargo de jueces de paz). También es un error achatar al resto como “el Interior”, dadas las grandes diferencias entre provincias, y también dentro de ellas.

La historia nacional tiene que evitar el esencialismo y remarcar que hubo un proceso de construcción, que una nación se fabrica. En el caso argentino esa construcción se basó en las provincias, las unidades políticas que se mostraron viables después de la disolución del sistema colonial y del gobierno revolucionario general que pretendió sucederlo. Cualquier proyecto nacional partió desde entonces de la existencia de las provincias. Y por eso, una nación de provincias debe tener siempre una historia que analice bien esa realidad. Una operación contraria, provincializar las historias separando la nacional, no tendría sentido (salvo en el caso de Buenos Aires mencionado arriba). Cada tanto el MHN recibe pedidos de restituir patrimonio a alguna provincia, como si la institución no estuviera en un espacio nacional -situado en la capital- sino solo en Buenos Aires. Imaginemos que el museo restituyera a todas las provincias, incluyendo a las dos Buenos Aires, el patrimonio sobre sucesos ocurridos en ellas, ¿qué quedaría de historia nacional? Casi nada.

Una historia nacional también requiere desencializar a las provincias, que al crearse adoptaron sistemas unitarios o centralistas hacia adentro, tomando decisiones sobre todos los territorios desde el gobierno provincial. La diversidad interna de muchas provincias es grande y para entender este país es preciso tener eso en cuenta también. Claro que ese objetivo supera los alcances del guion de un museo, pero la atención para no “naturalizar” a las provincias es algo que no debe dejarse de lado.

¿Cómo hacer una historia policéntrica? Para empezar, alcanza con no contar la historia de una región como historia total y luego agregar “condimentos” de otros espacios. Hay que aclarar cuando se habla de un fenómeno determinado cuál es su ubicación geográfica. La mirada policéntrica permite ponderar fenómenos históricos que parecen verdades inmutables. Por ejemplo, la ya mencionada asociación del siglo XIX argentino con los “caudillos”. Más allá de explicar bien qué era un caudillo y salir del estereotipo, la mirada amplia muestra que en la década de 1820, época central del caudillismo, hubo algunas provincias con caudillos renombrados: Facundo Quiroga en La Rioja, Juan Bautista Bustos en Córdoba, Estanislao López en Santa Fe, Juan Felipe Ibarra en Santiago del Estero. Pero si en cambio tomamos Corrientes, Mendoza, San Juan o Entre Ríos, la situación es más variada y los caudillos locales del período eran figuras menos fuertes o directamente inexistentes15.

Veamos otro ejemplo. Una discusión pública, más o menos explícita, en el período del Bicentenario de 2010 se centró en la Argentina de un siglo antes, la del Centenario. Quienes la celebraban contaban con una serie de variables que los apoyaban -las tasas de crecimiento y las construcciones de infraestructura son innegables-, mientras que quienes la denostaban también tenían los suyos -el despegue de la desigualdad social es un dato contundente. Más allá de que debajo de eso vivían ideas críticas o defensoras del presente de entonces, borrando casi infantilmente las cuestiones estructurales que permitieron aquella realidad, ideas como la de “octava economía del mundo” o las engañosas medidas de riqueza per cápita siguen teniendo un gran peso. Mirar distintas realidades nacionales en el mismo período permite construir panoramas más reales, en los cuales el progreso de un lugar y el atraso del otro pueden convivir, como de hecho hacían.

Observemos estas dos fotografías del momento del Centenario que se encuentran en el archivo del MHN. Una muestra al mercado Armonía de Santiago del Estero en 1909; la otra, una postal, presenta al edificio de la Caja Internacional de Mutuales y Pensiones, construido en Buenos Aires en 1908.

mercado Armonía de Santiago del Estero, 1909
edificio de la Caja Internacional de Mutuales y Pensiones, Buenos Aires, 1908

Si un libro va a elegir una tapa para hablar de la Argentina del Centenario, es bastante más probable que elija la segunda foto que la primera, para resaltar el crecimiento y la modernización de Buenos Aires, frente a otra imagen que muestra una impronta más campesina. La decisión no sería incorrecta, pero ambas son parte del país en torno a 1910, y eso no puede ser olvidado en pos de la fascinación por el cambio y el progreso. Un guion del museo tiene que hacer uso de ambas.

En los últimos tiempos ha habido una reafirmación de posturas académicas que destacan la capacidad integradora de la sociedad argentina de fines del siglo XIX, con una economía en crecimiento. Incluso se ha sugerido que ese rasgo, junto con un Estado poco represivo, impidió el crecimiento de opciones de izquierda entre los trabajadores inmigrantes y locales, discutiendo con una historiografía del movimiento obrero muy centrada en quienes sí optaron por esas posiciones y en enfatizar el conflicto16. Más allá del debate sobre esta cuestión en la región, que seguramente será frondoso por lo controversial de la propuesta, aquí me interesa otro aspecto. Los trabajos que discuten el tema se centran en la región pampeana. Pero si se incorpora al resto del país, donde los beneficios de la Argentina agroexportadora fueron más sesgados, pueden verse construcciones políticas con una apelación clasista popular que la historiografía de las izquierdas no suele tomar porque no cierran en una mirada sellada sobre lo que es “izquierda” -solo centrada en corrientes marxistas o anarquistas- pero que sí puede pensarse en esa perspectiva, aunque se dieron dentro de la heterogénea Unión Cívica Radical17. En los años 20 y 30, el lencinismo en Mendoza, el cantonismo en San Juan, el verismo en Tucumán y el tanquismo en Jujuy constituyeron movimientos no enteramente homologables, pero que tuvieron claros rasgos de desafío social que –esto sí se señala habitualmente- prefiguraron elementos del peronismo. Y no solo porque propusieran la representación de los de alpargata como símbolo político sino por impulsar medidas sociales concretas, como salarios mínimos o el cobro de impuestos a bodegueros y azucareros, iniciativas que terminaron en general en respuestas violentas de los poderosos18. Por espacio veamos un solo caso, el de los hermanos Cantoni, admiradores de Stalin y Sarmiento, que establecieron en su provincia la jornada laboral de ocho horas, el voto femenino, pensiones jubilatorias, el reconocimiento de los sindicatos, y mejoras en obras públicas, salud y educación, financiadas con nuevos impuestos. Tuvieron un fuerte apoyo popular en la calle y en las urnas; para su segundo gobierno, iniciado en 1926, consiguieron el 74% de los votos. Se ha establecido que su potencia plebeyista se debió en buena medida a la dura situación social sanjuanina. Antes de su llegada al poder la expectativa de vida en el centro de la ciudad de San Juan era de 38 años, y a 20 cuadras de ahí, en los suburbios, de 17 años, todo en pleno auge de la Argentina agroexportadora19. Si el MHN presenta un guion sobre el período sin duda tiene que dar una imagen amplia que incluya esta realidad junto al auge de la región pampeana, para que quienes lo visitan se den una adecuada idea general de cómo era el país20.

Un último ejemplo breve, entre muchos posibles, es la Ley Sáenz Peña de 1912. Lo narro en clave personal. Cuando iba a la escuela, se la estudiaba como la que había establecido el sufragio universal y secreto en Argentina. En la facultad aprendí que la clave era su tercer rasgo: que había hecho al voto obligatorio. Con los años agregar el término “masculino” después de “sufragio universal” se volvió una necesidad, y no es un detalle menor. Pero muy tardíamente aprendí que los habitantes de los territorios nacionales no podían votar en las elecciones nacionales como los de las provincias fundacionales, solo se los habilitaba para elecciones municipales si se superaba cierta cantidad de población21. Es decir que la ampliación de la mirada complejiza una lectura simplista de una ley decisiva.

Todos estos elementos permiten intentar la ardua tarea de construir una narrativa que trace ciertas líneas generales de la historia del país, con atención a algunas de sus diferencias internas. De ese modo se puede contar con un guion centrado en un proceso: cómo fue la formación de la nación, añadiendo algunas claves de su desarrollo posterior, y aclarando que hay aspectos de esa nación que siguen y seguirán cambiando.

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1

Hay también quien proclama su obsolescencia y supone que cualquier museo de historia carece de utilidad o que solo puede “salvarse” si incorpora lógicas muy diversas a las que tiene. Tales apreciaciones no están avaladas por la empiria, dado que subsiste un interés público evidente por museos de ese tipo.

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2

Laura Malosetti Costa, “Arte e historia. Algunas reflexiones a propósito de la formación de las colecciones del Museo Histórico Nacional y del Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires”, en A. Castilla (comp.), El museo en escena. Políticas culturales y museos en América Latina, 2010, p. 71-88. Véase también Carolina Carman, Los orígenes del Museo Histórico Nacional, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2013.

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3

Durante el siglo XX varios de los directores del MHN tuvieron filiaciones políticas claramente alineadas con la derecha, con un perfil profundamente conservador.

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4

José Pérez Gollán, arqueólogo, puso como premisa contar con una colección prehispánica y consiguió piezas. Otras llegaron en la gestión de su sucesora, Araceli Bellotta. Y en la de Viviana Mallol arribaron las colecciones Giesso y García Uriburu, ésta un amplio reservorio de piezas andinas.

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5

Roy Rosenzweig y David P Thelen, The Presence of the Past Popular Uses of History in American Life, New York, Columbia Univ. Press, 1998, p. 21-22.

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6

Cristopher Hill, El mundo trastornado. El ideario popular extremista en la revolución inglesa del siglo XVII, Madrid, Siglo XXI, 1983, p. 4.

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7

Es destacable que, con una perspectiva muy distinta a la actual, Carranza tuvo en el MHN un interés marcado para su época en las mujeres de la elite decimonónica, reunió también patrimonio suyo, buscó reconstruir sus biografías y los episodios que protagonizaron. Sus ensayos aparecieron en algunas revistas y luego fueron agrupados en un libro llamado Patricias argentinas. En 1900 afirmó que buscaba “remover la piedra del olvido que pesaba sobre ellas”.

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8

Asumí en abril de 2020, cuando acababa de empezar la cuarentena por la pandemia de COVID-19, situación que obviamente obligó a hacer ajustes en el proyecto inicial. Por razones pragmáticas, terminamos montando un museo provisorio mientras elaboramos el nuevo guion, que consiste en muestras diferentes con un solo significante común: el pasado argentino. A priori no está mal que esa sea la propuesta del museo, y muy pocos entre quienes nos visitan se quejan de esa perspectiva. Pero la idea es volver al viejo estilo de una historia que cubra todo. Por razones que no es necesario explicar aquí, el museo había desarmado dos salas clave de su antiguo guion en 2019, con lo cual este quedó inconexo. Cuando los museos volvieron a abrir tras la cuarentena decidí no rehacer ese guion roto sino preparar el nuevo, lo cual en el contexto de la pandemia fue bastante complicado. Por eso, en el largo mientras tanto, el museo inauguró muestras sobre temáticas diversas: a la preexistente sobre la independencia se sumó una sobre el artista Cándido López y la Guerra de la Triple Alianza, y otra sobre “Grandes éxitos” de la colección, no curados cronológicamente sino de acuerdo a distintos temas. Ambas tuvieron buenos resultados con los públicos. El primer tramo de la renovación de la muestra principal se inaugura en julio de 2022.

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9

Para algunas reflexiones sobre la temática a cargo de algunos miembros del equipo que está trabajando en el guion del MHN véase Johanna Di Marco, Gabriel Di Meglio, Mariana Katz y Clara Sarsale, “Construir narrativas históricas en museos”, en AAVV, Investigación, transferencia y gestión en museos históricos, Cuadernos del Instituto Ravignani, 2° serie, 1, Buenos Aires, 2021, pp. 83-115.

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10

Hacia 2010 el director del museo era Pérez Gollán, cuyo equipo de museografía presentó un proyecto de renovación del guion de acuerdo a temas y no a cronología. El director convocó a algunos historiadores, entre los que estuve, para opinar al respecto. Todos coincidimos en que nos parecía mejor un criterio cronológico.

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11

Además se está trabajando en formatos para que las personas ciegas y las que tienen distintos tipos de dificultades auditivas puedan también acceder a los textos. También hemos traducido estos al inglés.

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12

Por citar un caso de cambio, he visto en dos visitas diferentes, una a principios de este siglo y otra en 2015, cómo en el museo nacional de la estancia jesuita de Alta Gracia se había modificado el discurso, por ejemplo, en cuanto a la esclavitud. Había además en la segunda fecha una mayor interacción con investigadores/as de la Universidad de Córdoba.

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13

José Carlos Chiaramonte, “Formas de identidad en el Río de la Plata luego de 1810”, Boletín del Ravignani, 3ª serie, nº 1, 1989, pp. 71-92.

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14

En la década de 1920 se sumaron dos museos que cambiaban la lógica de lo que se esperaba de un museo histórico hasta el momento: el Museo Municipal de Buenos Aires, conocido desde 1941 como Museo Histórico “Cornelio Saavedra”, y el Museo Histórico y Colonial de Luján, ubicado en el edificio del Cabildo de Luján, que hoy lleva el nombre de su fundador, Enrique Udaondo. El objetivo de estos museos no era ser un relicario de próceres. El Saavedra quiso aproximar a los visitantes la vida cotidiana porteña del siglo XIX a través de la exhibición de platería, peinetones, alhajas, monedas, armas y demás objetos. El Udaondo buscaba mostrar “todo el pasado de la Nación” y albergaba aquello que había quedado fuera del MHN: objetos vinculados a la tradición hispánica y católica -pertenecientes al Cabildo y la Iglesia- y salas dedicadas al “indio” y al “gaucho”. Véase María Elida Blasco, “Los museos históricos en la Argentina entre 1889 y 1943”, Historiapolítica.com, Programa Buenos Aires de Historia Política del siglo XX, 2007, pp. 69-87.

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15

José Carlos Chiaramonte, “Legalidad constitucional o caudillismo: el problema del orden social en el surgimiento de los estados autónomos del Litoral argentino en la primera mitad del siglo XIX”, Desarrollo Económico, 102, 1986, pp. 175-196; Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comp.), Caudillismos Rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Eudeba, Buenos Aires, 1998.

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16

Roy Hora, “Izquierda y clases populares en la Argentina, 1880-1945”, Prismas - Revista De Historia Intelectual, 23 (1), 2019, pp. 53-75.

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17

Las masacres de la Patagonia y de La Forestal (en la vieja región del Chaco) en 1921 sí han recibido atención por parte de la historiografía de izquierda.

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18

María Virgina Persello, El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.

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19

Mark Healey, El peronismo entre las ruinas. El terremoto y la reconstrucción de San Juan, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012.

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20

Es notable que mientras para el sistema político se analiza todo el país para entender el “orden conservador” o la “república oligárquica”, luego se analizan cuestiones como las posiciones políticas de los trabajadores tomando sobre todo espacios urbanos, fundamentalmente Buenos Aires. Ese desfasaje es problemático.

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21

Susana Bandieri, Historia de la Patagonia, Buenos Aires, Sudamericana, 2005.