Las palabras de Cicerón (Filípicas, IX, 10) que titulan estas líneas y la cita de Shakespeare que sirve de epígrafe son reflexiones breves y profundas que pueden orientar algunas conjeturas acerca de la centralidad pública de la historia reciente en la Argentina de hoy. En efecto, uno de los ejes de discusión más sensibles y debatidos en nuestros días está marcado por la actualidad y la presencia de la que probablemente sea la mayor catástrofe en la historia del país: el asesinato sistemático, planificado, clandestino y masivo de miles de personas en el marco de un régimen de terror de estado implantado por la tiranía militar que gobernó la nación entre 1976 y 1983. La agitación al respecto ha crecido desde fines de 2015 y aumentó aún más durante el primer semestre de 2017. El texto de Omar Acha que acompaña estas líneas sintetiza muy bien algunos de los motivos de esa inquietud. Me limito aquí a agregar dos hechos a su enumeración. Uno de los ejes de discusión más sensibles en el debate público en la Argentina de nuestros días está marcado por la actualidad y la presencia de la que probablemente sea la mayor catástrofe en la historia del país: el asesinato sistemático, planificado, clandestino y masivo de miles de personas en el marco de un régimen de terror de estado implantado por la tiranía militar que gobernó la nación entre 1976 y 1983. La agitación al respecto ha crecido desde fines de 2015 y aumentó aún más durante el primer semestre de 2017. El texto de Omar Acha que acompaña estas líneas sintetiza muy bien algunos de los motivos de esa inquietud. Me limito aquí a agregar dos hechos a su enumeración.
El 23 de noviembre de 2015, un día después del triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales, el diario La Nación publicó un editorial titulado “No más venganza”, en el que proponía “terminar con las mentiras sobre los años 70 y las actuales violaciones de los derechos humanos”. El texto utilizaba el término “violaciones de derechos humanos”, cargado de sentidos en la historia argentina, para referirse a las que presuntamente se estarían perpetrando contra los criminales condenados y encarcelados por delitos de lesa humanidad que no habían recibido el beneficio de la prisión domiciliaria1. La reacción fue inmediata e involucró, en primer lugar, a los propios periodistas de la casa, que condenaron los términos de la publicación y prácticamente se rebelaron contra los autores. Pocos meses después, en una entrevista del 10 de agosto de 2016, el presidente de la nación se refirió a lo sucedido entre 1976 y 1983 como una “guerra sucia”, “lo peor que nos pasó en nuestra historia”, y sostuvo: “Es un debate en el que yo no voy a entrar. No tengo idea de si fueron treinta mil o nueve mil, si son los que están anotados en un muro o son muchos más. Me parece que es una discusión que no tiene sentido”. En ese caso, las críticas apuntaron sobre todo al uso del término ”guerra sucia” y al hecho de que el jefe de estado pareciera eludir la necesaria responsabilidad estatal en la búsqueda de la verdad: todavía hoy, cuatro décadas después de los hechos, no se conoce el destino de muchas de las víctimas; sostener que el número “no interesa” o, en palabras de un filósofo, que “es un tema vacuo, inútil y, a veces, obsceno”, desconoce el derecho de los familiares de los desaparecidos a saber qué ocurrió con todos y cada uno de ellos. Evidentemente, no se trata sólo de un derecho de quienes eran cercanos a las víctimas, sino también de una necesidad social más amplia.
José Antonio Suárez Londoño, dibujo, 2005.
En estas circunstancias, el debate fue inevitable y los historiadores, al igual que otros especialistas, no lo eludieron. Las posiciones estuvieron lejos de ser unánimes. A la solicitada “Frente a la banalización del terrorismo de estado y los derechos humanos” y la impugnación que Luis Alberto Romero hizo de la “historia reciente”2, mencionadas por Acha, pueden sumarse el debate entre Hilda Sabato y Ezequiel Adamovsky aparecido en la revista Ñ3, las intervenciones de Roberto Gargarella, Hugo Vezzetti y Ricardo Gil Lavedra, por escrito y en público, la polémica de Laura Malosetti Costa, Andrea Giunta y Ana Longoni frente a las críticas de Marcelo Birmajer al Parque de la Memoria y, por qué no, el artículo de José Nun que analiza el fallo reciente de la Corte Suprema de Justicia desde el punto de vista del derecho penal internacional, entre muchos otros.
Como queda claro a partir de este breve resumen, que podría reforzarse con otros ejemplos, los intelectuales en general y los historiadores en particular se vieron llamados a intervenir en un debate álgido. Quien se tome el trabajo de seguir las referencias antes provistas, encontrará que algunas de esas expresiones públicas están más o menos fundadas que otras, hallará en ellas una combinación de argumentos cívicos e historiográficos y se preguntará por el estado del campo de la historia reciente en el país. En los párrafos que siguen, quisiera desarrollar dos argumentos, el primero respecto de las intervenciones actuales a partir de un tema puntual, muy discutido por la historiografía; el segundo, acerca de las razones por las cuales el asunto que nos ocupa conserva su vigencia pública. Debo aclarar de antemano, sin embargo, que estas consideraciones son, en la práctica, algo semejante a las que un gentil podría hacer respecto de la Torá, y eso en un sentido doble: no soy especialista en historia reciente y mi capacidad de intervención pública es nula. Conozco, sí, algunas cosas acerca de las representaciones de masacres históricas, pues las estudié durante diez años con José Emilio Burucúa: mucho de lo que escribiré aquí proviene de lo que aprendí escribiendo un libro conjunto sobre el tema4.
Acerca del primer punto, parece evidente que la sólida producción respecto del problema publicada en Argentina en los últimos años no ha encontrado expresión en los textos dirigidos a un público más amplio, incluso en aquellos firmados o redactados por quienes se han dedicado al estudio del tema5. No puedo proponer más que conjeturas respecto de las razones de ello. Arriesgo algunas. Primero, los historiadores no hemos aprendido en ningún momento de nuestra formación las habilidades necesarias para comunicar los resultados de nuestras investigaciones en medios gráficos y audiovisuales masivos y, en consecuencia, no sabemos bien cómo hacerlo. Eso es particularmente evidente cuando el debate se produce con personas más habituadas a esas trayectorias mediáticas. Luego, el carácter urgente de las circunstancias políticas nos impulsa a reacciones inmediatas, que quizás formularíamos de otro modo en otras condiciones. Además, los textos colectivos exigen moderar algunas afirmaciones y descartar algunos matices para hacer posible una mayor adhesión. Sin embargo, una de las contribuciones que más se esforzó por reflejar el estado actual del conocimiento historiográfico sobre el tema para un público más amplio (el del diario Perfil) provino de un grupo de jóvenes historiadores.
El motivo que, a mi juicio, mejor explica que el buen nivel de algunos exponentes de la masa académica de conocimiento sobre el problema no se traduzca en un debate público de riqueza comparable quedará claro con un ejemplo. Los especialistas argentinos en historia reciente conocen muy bien la discusión historiográfica, legal y académica mundial respecto del término “genocidio”6. No sólo eso, han estudiado con igual grado de detalle las particularidades, polémicas y dificultades derivadas de la aplicación de ese concepto al caso argentino7. Los debates al respecto han sido intensos, entre otras cosas porque, como bien ha señalado Elizabeth Jelin, las formas adoptadas para denominar lo ocurrido son fundamentales a la hora de dar sentido al pasado8. Pero, además, se involucran en el asunto las fronteras disciplinares (entre derecho e historiografía, por ejemplo) y las sensibilidades sociales derivadas de la carga particular atribuida al término genocidio. Desde el punto de vista legal, por ejemplo, sabemos que la Convención de las Naciones Unidas para la prevención y la sanción del delito de genocidio, de 1948, define al crimen como:
cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo9.
Dada esa definición, no sorprende que las numerosas condenas por delitos perpetrados por la dictadura entre 1976 y 1983 hayan sido por crímenes contra la humanidad10 (y por otros delitos), pero no por genocidio. Si bien esta figura apareció en los considerandos de varios fallos, las condenas no podían producirse en esos términos, por las restricciones evidentes en la letra de la ley. Eso no significa, por cierto, que los académicos deban ceñirse a los términos legales para estudiar un proceso histórico y, de hecho, la insatisfacción con la Convención de 1948 ha llevado a que, prácticamente, cada especialista en los llamados genocide studies tenga su propia forma de definir el objeto. Pues bien, en el caso argentino, como ya he insinuado, la bibliografía es frondosa en ambos sentidos, el de adoptar y el de rechazar el uso de “genocidio”.
Sin embargo, dos de las consignas masivas en el marco de la reacción pública durante los últimos meses fueron: “Fue genocidio” y “Fueron 30 mil”. Los historiadores, en cuanto historiadores, tuvieron más bien poco que decir al respecto en la esfera pública. Optaron, de hecho, por utilizar uno u otro término (la declaración conjunta no habla de genocidio; algunos historiadores sí lo hacen en sus intervenciones individuales) pero no describieron en público las implicancias y sentidos de uno u otro concepto (salvo por la descripción histórica del empleo de “guerra” que hicieron los “jóvenes becarios” en el artículo de Perfil antes citado)11. Eso implica, ante todo, que la solidez del conocimiento sobre el problema no traspuso las puertas de las universidades ni trascendió las páginas de papers y libros académicos. Más bien por el contrario: cuando un historiador escribe que “se asimiló nuestro terrorismo de Estado con la Shoá u Holocausto, sin críticas ni matices” y que “términos como ‘genocidio’ se trasladaron libremente y sin rigor, para aprovechar el efecto emocional que producían”, lo que se consigue es más bien dejar de lado la complejidad de ese pasado de debates, que es bien conocido por la historiografía local.
Esto abre el espacio a varias consideraciones. La primera de ellas podría ser ¿qué fue lo que sucedió en Argentina durante la última dictadura militar? Más allá de la cuestión legal, entiendo que el caso argentino se comprende mejor históricamente como una serie de crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de un régimen tiránico de terror de estado, a partir de la puesta en práctica de un plan sistemático y clandestino de secuestro, tortura, desaparición y muerte, y no como un genocidio. Esto lleva de inmediato a la segunda cuestión. Supongamos que hubiera consenso respecto de esa síntesis por parte de un grupo de historiadores. Ese consenso incluiría, por supuesto, la idea de que no hay una valoración moral diferente respecto de un delito de lesa humanidad y el crimen de genocidio: se trata en ambos casos de crímenes particularmente odiosos. Pero la definición que acabo de dar tiene 60 palabras. ¿Puede alguien explicarme cómo se la convertiría en una bandera que tuviese la contundencia de la que dice “Genocidio”?
En ese horizonte, entonces, ¿qué debe hacer el académico? Salir a disputar en público el uso de una palabra en nombre de las complejidades de nuestro métier sería un gesto de ingenuidad política. Aceptar ese uso, si no estamos de acuerdo con el término a partir de argumentos bien fundados en la evidencia, podría no sólo ser contrario a las bases de nuestro oficio, sino también dejar vulnerable a la crítica a una causa que, en principio, nos parece justa. Pero entonces, ¿qué aporta el declararnos “historiadores” a la hora de firmar un documento? ¿Cuál es nuestra contribución sustantiva al debate público? ¿Deberíamos, quizás, seguir ejerciendo nuestra necesaria intervención cívica, incluso en términos que no compartimos académicamente, y dejar nuestra participación de especialistas para cuando podamos ejercerla algo más plenamente? ¿O tendríamos que priorizar, por el contrario, un intento de que nuestra visión compleja del pasado enriquezca el debate público más allá de los riesgos políticos coyunturales? No tengo una respuesta firme a estos interrogantes. Es posible que la esfera pública argentina en su estado actual, empobrecido y altisonante, no tenga lugar para intervenciones matizadas respecto de este tema. Tal vez no toda voz pública valiosa debe necesariamente basarse en habilidades profesionales, pero a la hora de tomar la palabra con base en la ciencia histórica, podríamos recordar los fundamentos que Pierre Vidal-Naquet dedicó al problema en páginas célebres respecto del negacionismo y su intervención en contra de quienes lo propugnaban: es bueno y necesario trasponer las fronteras de la hiperespecialización, la cercanía con un tema no invalida la voz por falta de objetividad y, aunque el debate con algunas posiciones radicales es imposible y corre el riesgo de legitimarlas, hay mérito en intervenir, en desarticular ciertos argumentos, en contribuir a desvelar la verdad y mejorar la calidad del debate12. Los fenómenos de referencia son distintos, los contextos de debate igualmente diversos, las ideas de Vidal-Naquet, a mi juicio, se mantienen vigentes.
Pasemos entonces al segundo problema. ¿Por qué el asunto se mantiene tenazmente en el centro de la agenda pública, para decepción de quienes proponen, de manera extraña y casi insultante, “dejar de andar perdiendo el tiempo en discusiones sobre temas del pasado”? Creo que podemos descartar a priori explicaciones que se centren en el presunto interés del pueblo argentino por el pasado o por la justicia, como diferente del que caracterizaría colectivamente a otras naciones del planeta que hayan pasado por catástrofes comparables. Tal vez podría argüirse que mientras haya quienes propongan el camino de la impunidad, habrá quienes defiendan el de la justicia, y puede que así sea. Quisiera proponer, sin embargo, una hipótesis que articula las particularidades del caso argentino con una teoría explicativa propuesta hace décadas por Ernesto de Martino en relación con lo que él denominó la “crisis de la presencia”.
La especificidad del caso argentino a la que me refiero es bien conocida. Se trata de la decisión tomada por el gobierno militar de eliminar a una multitud de personas de manera clandestina y con especial énfasis en que no se conociera su destino, a través del mecanismo de las desapariciones. Los propios perpetradores se refirieron a los desaparecidos como “entelequias”, como “ausentes presentes” o, para citar una frase tristemente famosa de Jorge Rafael Videla, como seres que “no están ni muertos ni vivos, están desaparecidos”13. Quizás sea útil detallar para el público extranjero cuál es el significado de este hecho. Por un lado, tiene consecuencias legales: el intento de ocultar lo ocurrido y de borrar las pruebas, sumado al hecho de que el destino de muchas de las víctimas no se conoce todavía, implica que se trata de un delito de comisión permanente (y la consecuente dificultad para obtener las pruebas es otro fundamento para la imprescriptibilidad). De allí surge, además, la incógnita respecto del número de los desaparecidos y asesinados por el régimen: la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas creada en 1983 concluyó su tarea sin llegar a cifras definitivas y los procesos e investigaciones posteriores no han terminado aún. Pero además, significa que los familiares de los desaparecidos no han podido seguir los ritos funerarios que permiten dar cuenta de esas vidas perdidas, en su singularidad e identidad irreductibles. En hechos de la magnitud histórica de los que hablamos, la imposibilidad del duelo no es solamente personal o familiar, sino que se convierte en un problema colectivo. Aquí es donde De Martino puede ayudarnos, aunque eso imponga un breve excursus.
En 1958, el antropólogo italiano publicó Morte e pianto rituale. Dal lamento funebre antico al pianto di Maria, un estudio en el que traza una historia cultural de la muerte en Occidente, marcada por rupturas y polémicas14. La pregunta que da origen al libro es ¿qué hacer con los muertos? De Martino propone una primera respuesta a partir de una reflexión de Benedetto Croce15. Lo que debemos hacer con los muertos es olvidarlos, alejarnos de las tumbas, tal la admonición de Goethe. Y, efectivamente, sostiene Croce, el ser humano olvida, pero no por acción abstracta del tiempo, sino por obra propia. La expresión del dolor, por medio de las formas de celebración y culto a los muertos, hace posible superar el sufrimiento y, en el proceso de hacerlo, pasar del riesgo de la parálisis enfermiza con que nos amenaza la muerte a la continuidad de las labores de quienes murieron por parte de quienes los sobrevivieron.
José Antonio Suárez Londoño, dibujo, 2005.
Para De Martino la presencia acechada está en el centro de la experiencia del luto, es decir, de la crisis privada y pública que provoca la muerte de un semejante. Ante esa circunstancia, personas y comunidades pueden caer en una relación emocional patológica con lo ocurrido, en un encierro psíquico que les impide salir del propio dolor, separarse del muerto y reintegrarse a la práctica vital activa. En las sociedades centradas en la magia, los chamanes representaban un papel crucial en la resolución de ese conflicto, mientras que en las sociedades agrarias complejas ese rol recaía en especialistas en los ritos fúnebres del adiós al muerto. Eran en general las mujeres quienes ejecutaban esas técnicas de llanto, enclaustramiento y consuelo, y representaban así las dos fases necesarias del duelo: desesperación y aceptación de la pérdida. Ellas guardaban la memoria de las prácticas que expresan el desgarramiento y aseguran su reparación; ellas daban cuenta de la crisis de la presencia para reformularla cuanto antes y alejar el peligro de la disolución.
De Martino descubrió que las manifestaciones del duelo público en el sur de Italia (el llanto ritual, que no es ni una farsa ni una reacción espontánea, sino una codificación social que se sobrepone a una emoción individual) contrastaban con comportamientos antitéticos en la sociedad moderna del norte del país (la interiorización y privatización del dolor). La centralidad simbólica del lamento fúnebre en las culturas antiguas había sido erosionada por el cristianismo, con su nueva concepción de la vida y de la muerte. Pero sólo la edad moderna puso fin al “llanto antiguo”, reducido hoy a la marginalidad, que sobrevive en el sur como consecuencia de la miseria económica y la opresión social. Nuestro autor valora una modernidad carente de sombras y fantasmas, capaz de exorcizar a la muerte mediante la laicización de los valores de la vida. Pero la pregunta respecto de qué hacer con los muertos permanece (De Martino la encuentra central en un poema de Dylan Thomas, “Do not go gentle into that good night”, de 1951).
Por más dolorosa que pueda ser la pérdida de una vida querida, se nos impone la obligación de evitar una pérdida más irreparable, la de nosotros mismos en la situación luctuosa, el riesgo de no poder superar esa situación, de permanecer fijados, polarizados, en ella. Por eso es preciso “hacer pasar” culturalmente a nuestros muertos queridos que “pasaron” naturalmente: saber llorar reintegra al ser humano en la historia. La necesidad de esa reintegración proviene, justamente, de la “crisis de la presencia”, el concepto ideado por De Martino que es fundamental para lo que aquí queremos explicar. Se trata de la brecha amenazante entre la presencia y la pérdida de la presencia creada en momentos que ponen en jaque a la cultura y a la humanidad misma. En el marco de esa crisis, causada por la cercanía de la muerte, los individuos y las colectividades pueden experimentar una deshistorización radical, que equivale a perder el sentido mismo de la existencia en el tiempo y en la sociedad. La angustia de la crisis de la presencia puede resolverse mediante un proceso de separación de la historia aun mayor, a través del recurso al ritual que permite la reintegración religiosa a partir de una exageración de la crisis inicial16. Pero esa reintegración no es un regreso a la norma cultural estable, sino un ejercicio creativo de invención y producción cultural.
La presencia de la persona, que explora, conoce y actúa sobre lo real constituye el núcleo de la experiencia moderna de la vida humana. Sólo las catástrofes individuales y colectivas pondrían en riesgo dicha presencia que, cuando colapsa, conduce a la disgregación del sujeto en la locura. En esos casos, a veces vinculados con grandes guerras o catástrofes, la presencia aparece suspendida, inactual, ensoñada o alienada; la realidad del mundo es vivida como extraña, mecánica, sórdida e inconsistente. La vida deja de vivirse como tal y se experimenta como sufrimiento y culpa. La angustia es precisamente la percepción de ese riesgo, la manifestación del peligro de perder la posibilidad de desplegar la energía formal de la existencia. En las formas iniciales de la vida histórica, individuos y comunidades eran vulnerables a las fuerzas de la naturaleza y su presencia estaba continuamente amenazada, en tanto la existencia concreta en el mundo era frágil. La lucha por la afirmación de la presencia era dramática y constante; para triunfar en ella se recurría a prácticas y herramientas que tendían a dotar a la presencia de permanencia y solidez. Esos dispositivos estaban en manos de especialistas (brujos, chamanes), que se dedicaban al ejercicio de los poderes constituyentes de una urdimbre protectora (la magia). La memoria cultural de esos procedimientos rituales salvadores permitía resguardar la estabilidad de la presencia y enfrentar el temor de verla colapsar. En un libro que De Martino no llegó a concluir antes de su muerte, y que se publicó póstumamente en 1977 con el título La fine del mondo, el estudioso trazó vínculos entre la crisis de la presencia y los fenómenos apocalípticos contemporáneos, particularmente los casos de la descolonización en los pueblos de Asia y África17. Durante esos procesos, la recuperación de las memorias remotas, anteriores al dominio imperialista europeo, proveyó un recurso básico a la hora de la reintegración de los sujetos y de su vuelta a una vida autónoma y creativa.
Para volver a nuestro tema, mi hipótesis es que el desborde de muerte y destrucción causado por la última dictadura militar en Argentina provocó una crisis de la presencia de amplio alcance social, cuyas consecuencias perduran. El hecho de que esa maquinaria de exterminio se materializara en las desapariciones impuso dificultades adicionales a las posibles formas de reintegración, por cuanto nuestro desconocimiento del destino de las víctimas imposibilita la concreción de los rituales que podrían reactivar la presencia amenazada. A eso se suman las interrupciones en los procesos legales y en las investigaciones respecto de lo acontecido: las leyes de obediencia debida y punto final primero, los indultos luego, llevaron no sólo a que se detuvieran temporalmente los intentos de juzgar y castigar a los responsables, sino también a que se prolongara nuestro desconocimiento sobre lo ocurrido y a que tampoco la actividad en los tribunales pudiera funcionar como una suerte de “ritual funerario moderno”.
Memorial central de la República Federal Alemana a las víctimas de la guerra y la dictadura, Neue Wache, Berlín, con escultura de Käthe Kollwitz ; Memorial de la Plaza Sáenz Peña, en la ciudad de Paraná, Argentina, con escultura de Amanda Mayor.
Tal vez un ejemplo comparativo permita aclarar el punto. En 1993, después de la reunificación de Alemania, la Neue Wache de Berlín fue convertida en un “Memorial central de la República Federal Alemana a las víctimas de la guerra y la dictadura”. Fue un proceso que no estuvo exento de polémicas y conflictos18. En cualquier caso, en el centro del lugar, se colocó una copia de mayor tamaño de una escultura de Käthe Kollwitz que representa a una madre con su hijo muerto19. Originalmente, la artista concibió la estatua como una pietà. Fue realizada entre 1937-9 y se vinculaba con la muerte de su hijo, ocurrida durante la Gran Guerra, en 1914. Según una nota de Kollwitz en su diario, “la madre está sentada y tiene a su hijo entre sus rodillas. Ya no hay dolor, sólo reflexión”20. Más allá de los debates en torno a esa utilización memorial de la escultura, resulta claro que simboliza un espacio para la reflexión que permite sobreponerse, al menos en parte, a la catástrofe individual y colectiva de la muerte. En el caso argentino, los memoriales son muchos y distintos. Interesa particularmente uno realizado en 1995 por Amanda Mayor, en la Plaza Sáenz Peña de la ciudad de Paraná, Entre Ríos21. Como parte del conjunto escultórico, una mujer con su cabeza cubierta por un pañuelo, símbolo tradicional de las Madres de Plaza de Mayo, está sentada en el interior de una silueta, representación arquetípica del desaparecido22. Ella cubre su rostro mientras llora. Las semejanzas formales con la escultura berlinesa son obvias pero, a diferencia del caso alemán, la mujer de Paraná llora a un ausente: el hijo desaparecido. En su llanto, no hay posibilidad alguna de reflexión ni de reintegración. ¿Por qué, entonces, la centralidad actual de ese pasado violento y traumático? Porque no tenemos tumbas de las que alejarnos y porque desaparición y ausencia siguen amenazando, hoy, la posibilidad colectiva de imaginar la existencia continuada de nuestra sociedad en el tiempo de la historia.
Notes
1
Recordemos que el artículo 10 del Código Penal argentino y la Ley 24.660 (y sus modificatorias) que lo reglamentan establecen que la prisión domiciliaria queda “a criterio del juez competente” de acuerdo con las circunstancias específicas de cada caso.
2
Tal vez no corresponda decirlo en este contexto, pero el argumento de Romero parece olvidar que la “historia reciente” no es una invención de estos años y que la cultivaron magistralmente tanto Tucídides como Maquiavelo. Véase aquí.
4
“Cómo sucedieron estas cosas”. Representar masacres y genocidios, Buenos Aires, Katz, 2014.
5
Respecto del campo de la historia reciente en Argentina, véanse, por ejemplo, Águila, G., “La historia reciente en la Argentina: un balance”, en Historiografías. Revista de historia y teoría, 2012, n° 3, p. 62-76; Cattaruzza, Alejandro, “Los años sesenta y setenta en la historiografía argentina (1983-2008): una aproximación”, en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 11 diciembre 2008, consultado el 25 de septiembre de 2017; Franco, Marina, y Daniel Lvovich, “Historia reciente: apuntes sobre un campo de investigación en expansión”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, n° 47, segundo semestre de 2017, p. 190-217.
6
La bibliografía es casi interminable. Algunas referencias, incluso contrastantes: Raphael Lemkin, Axis Rule in Occupied Europe: Analysis, Proposals for Redress, Washington, Carnegie Endowment for International Peace, 1944; Leo Kuper, Genocide, Yale University Press, 1981; George J. Andreopoulos (ed.), Genocide: conceptual and historical dimensions, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1997; Omer Bartov, War, Genocide and Modern Identity, Oxford, Oxford University Press, 2000; Alexander Laban Hinton (ed.), Annihilating Difference. The Anthropology of Genocide, Los Angeles, University of California Press, 2002; Jacques Semelin, Purifier et détruire. Usages politiques des massacres et génocides, París, Le Seuil, 2005.
7
Véanse, por ejemplo, desde perspectivas opuestas: Luciano Alonso, “La definición de las ofensas en el movimiento por los derechos humanos en argentina y la calificación de ‘genocidio’”, en Contenciosa, Año I, n° 1, segundo semestre 2013, disponible online; Daniel Feierstein, El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina. Hacia un análisis del aniquilamiento como reorganizador de las relaciones sociales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.
8
Elizabeth Jelin, Los Trabajos de la memoria, Madrid, Siglo XXI, 2002.
9
Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio Aprobada por la III Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948.
10
Entendidos, tal como lo hace el Estatuto de Roma, en su artículo 7, como “cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque: Asesinato; Exterminio; Esclavitud; Deportación o traslado forzoso de población; Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; tortura; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional; desaparición forzada de personas; el crimen de apartheid; otros actos inhumanos de carácter similar que acusen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física”.
11
Disiento parcialmente, sin embargo, con la idea de que describir el proceso como una “guerra” fue únicamente una estrategia de defensa castrense. Es cierto, como dicen los jóvenes colegas, que la “guerra contra la subversión es […] la manera en que las Fuerzas Armadas denominaron el terrorismo de estado”. Pero también es verdad que algunos grupos guerrilleros pretendieron ser reconocidos como beligerantes, en el marco de una “guerra popular y prolongada”, lo que implicaba una concepción del proceso como un enfrentamiento armado regular. Las fuerzas armadas rehuyeron sistemáticamente ese compromiso (véanse las pp. 47 y 227 de la “Causa 13” del Juicio a las Juntas, 9 de diciembre de 1985. En consecuencia, el régimen pudo conducirse sin respetar las reglas fijadas por el derecho internacional para los enfrentamientos bélicos; esto prueba que, más allá del uso retórico, los militares argentinos jamás concibieron lo que sucedía como una guerra. Recordemos que el artículo tres, común a las Convenciones de Ginebra de 1949, asegura que existe un umbral mínimo de reglas de la guerra que se aplican a conflictos armados que no son de carácter internacional, sino que se mantienen dentro de los límites de un solo país. Ese artículo establece que las personas que no toman parte activamente de las hostilidades deben recibir un trato humano y prohíbe el ataque violento contra ellas, particularmente la mutilación, el trato cruel y la tortura, la toma de rehenes, el ataque a la dignidad personal, las ejecuciones sin juicio previo por una corte regularmente constituida y con las garantías del divino proceso, etc. Al respecto, véase Jean Pictet, Geneva Conventions of 12 August 1949: Commentary, Ginebra, International Committee of the Red Cross, 1958, disponible online
12
Pierre Vidal-Naquet, “Un Eichmann de papier”, en Esprit, septiembre de 1980, p. 8-52.
13
Respecto de la figura del desaparecido, véase Gabriel Gatti, El detenido-desaparecido. Narrativas posibles para una catástrofe de la identidad, Montevideo, Trilce, 2008. La frase de Videla, que deja en claro que el desaparecido es un “ausente presente”, es citada en la p. 48. La definición del desaparecido como “entelequia” fue provista por el asesino en una entrevista publicada en el suplemento “Enfoques” del diario La Nación, 15 de abril de 2012, disponible online.
14
Ernesto De Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico [1958], Turín, Bollati Boringhieri, 2008. Véase también “Crisi della presenza e reintegrazione religiosa”, en Aut Aut, 31 (1956), p. 17-38.
15
“Che cosa dobbiamo fare degli estinti, delle creature che ci furono care e che erano come parte di noi stessi? ‘Dimenticarli’, risponde, se pure con vario eufemismo, la saggezza della vita. ‘Dimenticarli’, conferma l'etica. ‘Via dalle tombe!’, esclamava Goethe, e a coro con lui altri spiriti magni. E l’uomo dimentica. Si dice che ciò è opera del tempo; ma troppe cose buone, e troppe ardue opere, si soglio attribuire al tempo, cioè a un essere che non esiste. No. Quella dimenticanza non è opera del tempo, è opera nostra, che vogliamo dimenticare e dimentichiamo. […] La diversità o la varia eccellenza del lavoro differenzia gli uomini. L’amore e il dolore li accomuna. E tutti piangono ad un modo. Ma con l’esprimere il dolore nelle varie forme di celebrazione e culto dei morti si supera lo strazio, rendendolo oggetivo. Così cercando che i morti non siano morti, cominciamo a farli effetivamente moriré in noi. Né diversamente accade nell’altro modo col quale ci proponiamo di farli vivere ancora, che è di continuare l’opera a cui essi lavorano, e che è rimasta interrotta”. B. Croce, Frammenti di etica, Bari, Laterza, 1922, p. 21-24.
16
Véanse al respecto las notas de Tobia Farnetti y Charles Stewart, en un prefacio a su traducción de un texto de Ernesto De Martino sobre el tema, publicadas en HAU: Journal of Ethnographic Theory, vol. 2, n° 2, p. 431-33.
17
Ernesto De Martino, La Fine del mondo. Contibuto all’analisi delle apocalissi culturali, ed. Clara Gallini [1977], Turín, Einaudi, 2002. Véase la voz “Crisis de la presencia” en el Diccionario de la memoria colectiva, Barcelona, Gedisa, 2017.
18
Reinhart Koselleck fue uno de los críticos más radicales al proyecto. Reinhart Véase Koselleck, “Stellen die Toten einen Termin? Die vorgesehene Gestaltung der Neuen Wache wird denen nicht gerecht, deren es zu gedenken gilt”, FAZ, 8 de abril de 1993; Laurenz Demps, Die Neue Wache. Vom königlichen Wachhaus zur zentralen Gedenkstätte, Berlín, Verlag für Berlin-Brandenburg 2011; Siegfried Heimann, “Versohnung mit Geschichte? Zur politischen Symbolik der 'Neuen Wache' in Berlin”, Werkstatt Geschichte 11(1995), p. 35-41.
19
La copia es obra de Harald Haacke.
21
Debo mi conocimiento de este memorial y la imagen que acompaña estas líneas al trabajo de María Virginia Pisarello y Karen Noemí Balcar, “El terrorismo de estado en Entre Ríos”, presentado en el VII Congreso Regional de Historia e Historiografía, Santa Fe, 18 y 19 de mayo de 2017. Agradezco a las autoras su generosidad y buena disposición.
22
Nos ocupamos del problema en Burucúa y Kwiatkowski, “The Absent Double. Representations of the Disappeared”, en New Left Review, nº 87, mayo-junio de 2014. Véase también Ana Longoni, Gustavo Bruzzone (comps.), El siluetazo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008.