Cuestionario sobre Cataluña

(Universitat de Barcelona - Departament d'Història Contemporània)

Profesor emérito

(Universitat Autònoma de Barcelona - Departamento de Historia Moderna y Contemporánea)

Professeur émérite d'histoire contemporaine

(Université de Saint-Jacques-de-Compostelle)

(Universidad de Valencia - Departamento de Historia Moderna y Contemporánea)

(Universitat de València - Grup d’Estudis Històrics sobre les Transicions i la Demcràcia - GVPROMETEO2016-108)

Como se ha reiterado continuamente durante este último año, la situación de Cataluña ha dado origen a la crisis más grave del régimen instituido en España tras la aprobación de la Constitución de 1978. El proceso hacia la independencia de Cataluña – el procés – ganó amplio apoyo social y se convirtió en hoja de ruta política en un momento determinado de la historia reciente, en el año 2012. Desde entonces, ha seguido una trayectoria no exenta de contradicciones y de incertidumbre que llega hasta nuestros días.

En el libro El naufragio de Lola García1, periodista bien informada del periódico La Vanguardia, hay una crónica de lo sucedido que comienza en 2011 con los efectos de la crisis económica y los recortes de un gobierno presidido por Artur Mas, en manos del nacionalismo moderado de Convergència i Unió, que dieron pie en junio de 2011 a una virulenta protesta social ante el Parlament. La gran movilización del 11 de septiembre de 2012, en buena medida gracias a la implicación de una entidad cívica (la Assemblea Nacional Catalana) de reciente creación, intentó ser utilizada por el Govern para presionar a Rajoy con el fin de negociar un nuevo pacto fiscal, todavía dentro del marco autonómico. Sin embargo, diversos factores hicieron que en muy poco tiempo, desde finales de ese mismo año 2012, se pasara del discurso autonomista al soberanista y al objetivo inmediato de la independencia. Entre esos factores estuvo la nula disposición del gobierno central a cambiar el sistema de financiación y a negociar con el gobierno catalán, y la presión de la movilización popular impulsada por la ANC y otras entidades de la sociedad civil. Del mismo modo, para entender este cambio de actitud tan radical, es preciso tomar en cuenta los éxitos en cada una de la sucesivas elecciones (autonómicas y estatales) de las opciones independentistas (Esquerra Republicana de Catalunya, Candidatura d’Unitat Popular, Partit Demòcrata, tras la ruptura de CiU y el congreso de Convergència que refunda este partido con otro nombre), así como la descomposición del catalanismo moderado, a que tanto contribuyeron los escándalos de corrupción en torno a CiU.

En enero de 2016, tras la renuncia de Artur Mas por las exigencias de la CUP, Carles Puigdemont se puso al frente de la opción independentista y se aceleró el procés. En septiembre de ese mismo año la mayoría política del Parlament se saltó la legalidad constitucional, a pesar de las advertencias del Tribunal Constitucional, y aprobó una serie de leyes para traer la independencia. Para ello se convocó un referéndum, decretado unilateralmente y prohibido inmediatamente por el gobierno de Mariano Rajoy. La celebración de este referéndum el 1 de octubre de 2017, sin garantías de homologación por las circunstancias que lo hicieron posible, no llegó a ser impedido por el régimen de la Constitución de 1978, ni siquiera con las violentas cargas policiales cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo. Según el gobierno catalán, de los 2 286 217 votos (una participación del 43%), el 90% de ellos se decantaron a favor de la independencia. A partir de semejante triunfo, al menos en apariencia, el procés entró en una fase desconcertante para propios y extraños, en la que todavía se encuentra sumido. Puigdemont (no el Parlament) proclamó la independencia y a continuación la dejó momentáneamente en suspenso, sin que quedara claro qué iba a pasar a partir de entonces. El president estuvo a punto de convocar nuevas elecciones en Cataluña para evitar la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que se tramitaba entonces en el Senado y amenazaba con la suspensión de la autonomía catalana, pero en el último momento se volvió atrás por las presiones recibidas y el temor a que sus partidarios le consideraran un traidor. Sin un plan de acción inmediato, la resolución del Parlament de proclamación de la república catalana e inicio del proceso constituyente, el 27 de octubre de 2017, fue seguida de la desbandada de quienes debían estar al frente del procés, conscientes de las consecuencias que en el terreno jurídico tenía la proclamación de la independencia. Unos acabaron en la cárcel y otros en el exilio, como el propio Puigdemont.

La aplicación del 155 por el gobierno de Mariano Rajoy resultó ser, para sorpresa de muchos, una medida a muy corto plazo, al convocarse elecciones para apenas tres meses después y restablecerse de ese modo la autonomía catalana. El resultado de los comicios del 21 de diciembre de 2017 puso de manifiesto la división de la sociedad catalana en dos bloques más o menos a partes iguales. Con una gran participación del 79%, el porcentaje de voto independentista alcanzó el 47’49% del total. La primera fuerza política en el Parlament pasó a ser ahora Ciutadans, un partido contrario a la independencia, pero la mayoría de los escaños, setenta en total, fueron para los partidos independentistas (Junts per Catalunya, es decir, la coalición liderada por Puigdemont, ERC y la CUP), cincuenta y siete escaños consiguieron los partidos contrarios a la independencia (Ciutadans, Partit dels Socialistes de Catalunya y un Partit Popular reducido a la mínima expresión) y ocho los críticos con el procés (Catalunya en Comú-Podem). Harán falta meses para que el 17 de mayo de 2018 la mayoría independentista del Parlament, tras mucho dudar, se decida por nombrar presidente de la Generalitat a Quim Torra, en un govern autonómico reestablecido tras la derogación del artículo 155.

La historia del procés que acabamos de resumir muy brevemente enlaza con otra que se remonta a muy atrás en el tiempo y que John Elliott, en su último libro, ha puesto en relación con la de Escocia2, con sus semejanzas y diferencias. En este contexto, el Consejo de redacción de Passés Futurs creyó conveniente tratar varias cuestiones en una encuesta que se envió a cinco historiadores. Nos interesa el papel de los historiadores en Cataluña y el giro de muchos de ellos a favor de la independencia. La paradoja de una reivindicación que surge en una sociedad que goza de una autonomía política como pocas naciones o regiones en los Estados de la Unión Europea o del resto del mundo, está en el origen de varias preguntas. Asimismo le damos especial relieve a los nuevos usos públicos de la historia sus efectos políticos y por qué no está más presente un uso crítico de la historia de los unos y de los otros que haga posible campos de encuentro, en vez de proyectar antagonismos hacia un futuro de enquistamiento o de plena ruptura. Por último, nos preguntamos si lo que está ocurriendo obliga a modificar ciertas formas de concebir y practicar la historia que no toman en consideración la profunda crisis que hoy se manifiesta en los Estados democráticos surgidos del final de la Segunda Guerra Mundial, a los que España se unió muy tardíamente pero con éxito; una situación que empezó a deteriorarse por todas partes en los últimos años, en buena medida debido a la globalización y a la gran recesión económica de 2007-2008 y sus consecuencias.

Para responder a las preguntas formuladas hemos podido contar con cinco historiadores, unos de dentro y otros de fuera de Cataluña, que tienen diferentes opiniones sobre el procés. Joaquim Albareda es profesor de Historia Moderna en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y buena parte de su investigación está centrada en la Guerra de Sucesión (1705-1714) y en la historia del siglo XVIII en Cataluña y en España. Paola Lo Cascio es historiadora y politóloga que estudió en la Universidad de la Sapienza, en Roma, y actualmente es profesora en el departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona. Stéphane Michonneau es profesor de historia contemporánea en la Universidad de Lille, autor de un libro sobre los lugares de memoria en la ciudad de Barcelona entre 1860 y 1930, y de otros trabajos sobre la memoria de acontecimientos políticos catalanes en los siglos XIX y XX o sobre la memoria de la Guerra Civil española. Borja de Riquer es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y ha dedicado buena parte de su obra al estudio del catalanismo político a lo largo del siglo XX. Ramón Villares es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela, de la que fue rector de 1990 a 1994, y un destacado especialista en la historia moderna y contemporánea de Galicia y de España. Desde 2006 y hasta hace muy poco fue presidente del Consello da Cultura Gallega3.

Mª Cruz Romeo Pedro Ruiz Torres Valencia, 14 de noviembre de 2018.

Consejo de Redacción – Antes de nada creemos de interés plantear la cuestión del papel que desempeñan actualmente los historiadores en Cataluña a favor o en contra de la independencia. Desde otras comunidades autónomas del Estado español, llama la atención la presencia importante y continuada de un buen número de historiadores (más hombres que mujeres) en las direcciones de algunos partidos políticos, en cargos de la Generalitat y en los medios de comunicación de tipo convencional o digitales. Si esto es así, y no una falsa impresión, ¿a qué se debe el mayor protagonismo de los historiadores en la vida política catalana? Si los debates de los historiadores a favor o en contra de la independencia pueden dar la impresión de manipulación del pasado, de una historia al servicio de la movilización política, ¿no contribuye todo ello al descrédito de la disciplina histórica? ¿Para qué sirven los historiadores?

Mitin del partido Convergència i Unió. Barcelona, 2006.

Meeting du parti Convergència i Unió, Barcelone, 2006.

Joaquim Albareda – Ciertamente los historiadores han tenido una presencia notable en la vida política catalana contemporánea. Pierre Vilar sostenía que el gran historiador Jaume Vicens Vives, de haber vivido, habría sido presidente de la restablecida Generalitat de Catalunya en 1978. El exministro socialista Ernest Lluch hizo aportaciones decisivas a la historia del siglo XVIII. Algunos historiadores han ocupado cargos de relieve, como Joaquim Nadal (conseller primer de la Generalitat) y Santi Vila (conseller de diversas áreas). Oriol Junqueras y Xavier Domènech (líderes de Esquerra Republicana de Catalunya y de Catalunya en Comú, respectivamente) también lo son, entre otros. ¿La razón? Desde la transición a la democracia, los políticos han tenido necesidad de comprender el pasado de este país, con una marcada identidad que emergió con fuerza en el siglo XIX mirando siempre hacia Europa, en contraste con lo que sucedía en otras partes del territorio español. Pero sin duda, también, hay que hacer notar el compromiso cívico de los historiadores.

Yo diría que los debates a favor o en contra de la independencia han tenido lugar en clave política, no histórica. Salvo excepciones, los buenos historiadores no han permitido que el debate político interfiriera en el menester historiográfico, aunque a veces ello resultara difícil por la polarización de posiciones nacionalistas (en ambos lados) y por la injerencia en el debate de periodistas, tertulianos y mediáticos muy poco serios.

Fue con motivo de la conmemoración del tricentenario de 1714 (el 11 de septiembre de 1714 los ejércitos borbónicos dominaron Barcelona al final de la guerra de Sucesión de España) cuando se puso más en evidencia la interferencia política. En Barcelona, con el simposio bajo el desafortunado enunciado de “Espanya contra Catalunya” y con exposiciones y algunos libros que mitificaban la sociedad de 1714 ofreciendo una versión de la guerra de Sucesión con escaso rigor histórico. En Madrid, algunas contribuciones del libro colectivo editado por Antonio Morales 1714. Cataluña en la España del siglo XVIII no se quedaban cortas en este sentido desde el extremo opuesto, aproximándose al panfleto político. También es tendenciosa la obra, bajo apariencia de objetividad, coordinada por Gabriel Tortella Cataluña en España. Historia y mito. Con Joaquim Nadal escribimos un balance historiográfico del conjunto de publicaciones aparecidas en 2014 para la revista electrónica Vínculos de Historia (2015).

Naturalmente todo este tipo de malos usos de la historia no hacen ningún bien a nuestra disciplina que, bien al contrario, debería servir para ofrecer instrumentos racionales de comprensión del pasado atendiendo a sus complejidades. Esto es, justamente, lo que molesta a los nacionalistas radicales de ambos extremos.

Centre Culturel El Born. Barcelone, 2014

Centre Culturel El Born. Barcelone, 2014.

Paola Lo Cascio – El combate por el pasado siempre ha sido uno de los pilares de todo proyecto político, y aún más de todo proyecto nacionalizador. Por otra parte, hay que diferenciar. Hay dirigentes de partidos políticos, historiadores de formación, que se encuentran a la cabeza de partidos independentistas (como sería el caso de Oriol Junqueras), pero que en realidad ejercen en primer lugar su responsabilidad en tanto que dirigentes políticos. Como los hay que son economistas, empresarios o funcionarios, quiero decir. En segundo lugar, hay un grupo –más o menos numeroso, más o menos oscilante en sus planteamientos – que ha tomado una posición muy beligerante en esta disputa. Hay casos de todo tipo. Sin embargo, parece que la beligerancia se ha plasmado más en sus intervenciones públicas que en su producción historiográfica. Con ello quiero decir que hubo tomas de posiciones publicas muy llamativas – y conscientes, fruto de una opción concreta –, pero cuando se mira lo que finalmente se escribe en el medio académico, afloran muchos más matices. Finalmente, sí que hubo un empeño decidido de los poderes públicos – de la Generalitat hasta 2017 y del Ayuntamiento de Barcelona entre 2011 y 2015 – en hacer un uso público de la historia de manera especialmente acusada. El cenit de ello fueron las celebraciones de 1714 o el polémico simposio “Espanya contra Catalunya”. Se trató en ambos casos de unas banalizaciones del discurso histórico que llegó a extremos impensables. Y aquí sí que los profesionales que colaboraron deberían hacerse muchas preguntas porque en cierta manera desprestigiaron la función social y la solvencia deontológica de los historiadores.

Stéphane Michonneau – No estoy seguro de que el problema de la implicación de los historiadores en los debates políticos sea característico solo de Cataluña, sino de España en general. A diferencia de Francia, donde los historiadores tienen una fuerte autonomía con respecto al debate político, llegando incluso a cuestionar la idea misma de un “relato nacional” que algunos políticos pretenden actualizar, los historiadores españoles parecen tradicionalmente más involucrados en la vida política: la razón no se remonta tanto al papel que jugaron en la constitución del discurso  nacional – no hay en esto una diferencia significativa con los historiadores de otras naciones europeas – como a su capacidad para crear y desarrollar un espacio crítico y democrático frente a los regímenes autoritarios que experimentó España en el siglo XX. Así, los historiadores catalanes participaron en el fortalecimiento de la lucha antifranquista en una época en que Barcelona era para muchos un modelo de ciudad de oposición. Para esto, no dudaron en confiar en ideas, conceptos y métodos inspirados en modelos extranjeros. El resultado fue un lugar aparte que se asemeja al de los intelectuales de Europa del Este después de la caída del Muro, como en Polonia. Siempre me ha impresionado el espacio considerable que los historiadores españoles ocupan todavía hoy en los foros de los principales diarios nacionales, ejerciendo sobre la opinión pública una especie de magisterio que muchos de sus colegas europeos podrían envidiar. Después de la tabula rasa intelectual que representó el franquismo, la estructuración del campo intelectual ha sido lenta e incompleta. Por lo tanto, la politización tiene sus defectos porque la autonomía de la disciplina histórica es menor, lo que puede debilitar su estatus científico.

Borja de Riquer – No creo que el papel de los historiadores hoy sea muy diferente del de hace unas décadas. El único cambio de importancia es que quizás hoy debemos enfrentarnos a un intrusismo generalizado e indiscriminado, en gran parte favorecido por los medios de comunicación. Desgraciadamente, la divulgación histórica está dominada por políticos y periodistas poco rigurosos.

Desde siempre, tanto en España como en todos los países, el relato historiográfico ha acompañado, e incluso justificado, a los proyectos políticos. Lo que pasa hoy en España no es ninguna novedad. Tampoco lo es el hecho de que dos formaciones políticas catalanas sean dirigidas hoy por dos historiadores. Creo que es una simple anécdota. Hay muchos más abogados y economistas en las direcciones de los partidos sin que ello motive un debate sobre la “transcendencia política” de tener conocimientos jurídicos o económicos.

Ciertamente el debate historiográfico que acompaña al proceso catalán es bastante lamentable. No sólo es una muestra notable de pereza intelectual, también lo es de un cierto sesgo sectario. No podemos generalizar, ya que siempre hay excepciones, pero creo que no ha sido posible establecer un auténtico debate abierto, riguroso y respetuoso. Y aquí las responsabilidades están claramente compartidas. Yo, en su momento, discrepé en público del planteamiento que subyacía en el coloquio “Espanya contra Catalunya”. Lo consideré un error. De la misma forma que creo inaceptable que un destacado historiador de Madrid, especialista en los nacionalismos, ignore y desprecie – porque afirma no haberlo leído – el libro de Josep Fontana La formació d’una identitat. Una història de Catalunya. O que otro destacado historiador de Madrid, que escribe con asiduidad en los diarios de la capital, haya declarado en público que él ya no lee nada en catalán. Este tipo de actitudes manifiesta sectarismo y cobardía intelectual.

Hoy las aportaciones de los historiadores deberían ser útiles para clarificar cuestiones que están siendo tergiversadas de forma interesada, sobre todo por los políticos y por los medios de comunicación. Pero para ello estos medios deberían ser tolerantes y favorecer que todas las opiniones se puedan manifestar libremente. ¿La prensa de Madrid acoge hoy fácilmente todas las visiones historiográficas? No me lo parece. Algunos periódicos de esa capital que habían tenido una trayectoria abierta y plural hoy vetan a aquellos que no coinciden con su propia línea editorial. Aunque a algunos quizás no les guste oírlo, o leerlo, hoy la prensa escrita en papel de Barcelona es mucho más plural y más tolerante con las ideas que la de Madrid. ¿Por qué será?

Evocación de la revuelta de Els Segadors, Museu d’Història de Catalunya. Barcelona, 2006

Évocation de la révolte Dels Segadors, Musée d’Histoire de la Catalogne. Barcelone, 2006.

Ramón Villares – Creo que esta impresión es correcta en el sentido de que existe una presencia significativa de historiadores (o titulados en Historia) entre los actuales dirigentes de la política catalana, incluso más fuerte entre las corrientes políticas que defienden el procés, presencia que es bastante superior, al menos prima facie, al perfil político de las minorías dirigentes de otras autonomías e incluso del gobierno central, tanto en tiempos pasados como presentes. Este contraste sería menor si lo comparamos con otros países de nuestro entorno (Portugal, Italia), donde el protagonismo político de los profesionales de la historia en la vida pública es o ha sido mucho mayor que en el ámbito español.  Pero este perfil profesional de la política catalana actual es sólo una parte de la explicación y, en todo caso, podría ser perfectamente coyuntural, porque en una apreciación sociológica superficial de la composición del bloque dirigente de la política catalana reciente encuentro no sólo historiadores, sino en general muchos titulados universitarios pertenecientes a las ciencias sociales (comunicadores, economistas, sociólogos) y a las humanidades (en especial, filólogos), que parecen formar el núcleo duro de la intelligentsia catalana más comprometida con  el independentismo. Ha habido algunas voces que han llamado la atención sobre el efecto que la propia crisis económica y el bloqueo de sus expectativas profesionales haya podido ejercer sobre esta minoría social cultivada o ilustrada (Bildung) para explicar su deriva hacia posiciones políticas “soberanistas” o independentistas, pero es posible que se trate más de algo contingente que de una corriente de fondo. El futuro lo dirá y, en todo caso, importa menos la profesión de los dirigentes que su ideología o la agenda política que defiendan.

Un asunto algo distinto es preguntarse sobre el papel que juega la historia y los debates entre historiadores en todo este proceso. Para empezar, es preciso recordar la solidez académica e institucional de la historiografía catalana, tanto en centros de educación superior como en la existencia de numerosas instituciones o sociedades históricas de ámbito local. Además, es constatable el atractivo que la evolución histórica de Cataluña ha ejercido sobre muchos autores extranjeros, entre los que obviamente destaca el francés Pierre Vilar, cuyas investigaciones sobre la “Cataluña en la España moderna” estaban guiadas por la búsqueda de los “fundamentos económicos de las estructuras nacionales” (catalanas). De modo que, además de protagonismo de los historiadores, es evidente, incluso para autores no catalanes, la importancia de la historia en la construcción de la identidad catalana. El recurso a la historia como factor identitario forma parte de una tradición que se remonta como poco a la emergencia del catalanismo político a fines del siglo XIX. Porque, en realidad, la cultura catalana contemporánea y, sobre todo, su proyecto político nacional se sostiene muy claramente en el conocimiento y uso de la historia, mientras que otros referentes nacionales también importantes no me parecen tan decisivos como en el caso vasco (etnia y religión) o el gallego (tierra o lengua). 

Frente al peso de la tradición que vertebra muchos proyectos nacionalistas, el ejemplo de Cataluña es decididamente cívico y político y, por tanto, se fundamenta muy explícitamente en la historia y en la voluntad ciudadana, como argamasa esencial de la identidad nacional, desde el regionalismo de Prat de la Riba (1870-1917) hasta los actuales dirigentes independentistas. Si acudimos a textos influyentes de historiadores, desde el de Jaume Vicens (Noticia de Cataluña, 1953) hasta el más reciente de Josep Fontana (La formació d’una identitat, 2014) vemos que insisten en situar las raíces de la identidad catalana a partir de la experiencia histórica medieval, sin perderse en la búsqueda del “bosque originario” de la Cataluña prehistórica, y en subrayar la importancia de las instituciones representativas y de gobierno creadas en la época medieval. Por otra parte, ese peso de la historia ha desempeñado un papel importante no sólo en tiempos recientes, sino en la construcción de la Renaixença catalana y su especial relación con la España liberal. El programa diseñado por Víctor Balaguer (1824-1901) para construir la onomástica urbana de la Barcelona del Eixample es una excelente fusión de historia y modernidad, de reconocimiento simbólico de las “glorias catalanas” con una trama urbana moderna y burguesa. Esto no quiere decir que se trate de un ejemplo único ni tampoco original en el contexto de los nacionalismos contemporáneos, pues el protagonismo de la historia (y de los historiadores) es común a muchos países europeos. 

Sobre los usos de la historia en tiempos recientes y su vinculación, para el caso de Cataluña, con el procés desde principios del siglo XXI, creo que se trata en gran medida más de un combate ideológico que de un debate análogo a lo que fue el “pleito de los historiadores” en la Alemania de los ochenta. Es verdad que ha habido iniciativas – exposiciones, congresos, publicaciones académicas o pamphlets – que han avivado el debate sobre el papel de la historia en la construcción de la identidad nacional catalana y han dado lugar a denuncias sobre la nacionalización del pasado cuando no la manipulación o falseamiento interesado del mismo. Recordemos la polvareda levantada entre historiadores con ocasión del congreso “Espanya contra Catalunya”, celebrado a fines de 2014. Pero también en estos casos sería necesario relativizar el problema y no perder de vista el frecuente proceso de acción/reacción que alimenta las relaciones entre proyectos nacionales diferentes. Los nacionalismos subestatales en España no se pueden entender sin la acción (o reacción) del nacionalismo de Estado y su frecuente operación de camuflaje ideológico detrás del escudo de la unidad originaria (religión, monarquía, fronteras) de la realidad política española. 

En consecuencia, no se puede minusvalorar ni calificar, como suele suceder en el debate mediático actual, el nacionalismo español como algo inexistente, de acuerdo con la implícita creencia de que los nacionalistas son los otros. La intervención de instituciones académicas y el recurso a la opinión de ilustres hispanistas, desde John Elliot a Stanley Payne, por citar algunos de los más conocidos, para combatir los considerados excesos historicistas catalanes actuales se podría definir con el conocido refrán español de que “consejos vendo, que para mí no tengo”. Algunos de estos debates recuerdan, aunque presenten ahora un nivel académico menos riguroso, las posiciones críticas cruzadas en los años treinta entre Ramón Menéndez Pidal y Pere Bosch-Gimpera, a propósito de su idea de España, castellanocéntrica para el primero y más plural (la “España de todos”), para el segundo. Y, en segundo lugar, porque el debate sobre los usos de la Historia, antes incluso de la actual proliferación de la “memoria histórica”, realmente comenzó en España en la década de los noventa del siglo pasado, con la llegada del Partido Popular al gobierno (1996). Este impulsó un uso de la historia de carácter conmemorativo y un debate sobre los programa educativos camuflado bajo el lema de “Plan de mejora de las humanidades”, que suponía un crítica directa a la enseñanza de la historia (y la lengua) en las comunidades autónomas en general y, de forma particular, en las que poseen una lengua propia. El debate sobre la “manipulación del pasado” y el mal uso de la educación para su socialización es claramente anterior al viraje advertido en Cataluña sobre la vinculación entre reivindicaciones históricas y movilización popular a favor del independentismo, que realmente no se producen hasta que la revisión del Estatut catalán entra en la agenda política, en la primera década de este siglo.

La pregunta de para qué sirve la historia y, aún más, los historiadores pende con frecuencia sobre nuestra disciplina como una espada de Damocles que amenaza con destruir lo más preciado que tiene el cultivo de la historia, que es dar cuenta razonada del presente a partir del análisis del pasado. A pesar de la explosión actual de muy diversas formas de conocer e incluso consumir productos históricos (turismo cultural, conmemoraciones, apogeo de la memoria, protagonismo del testigo, etc.), la función de la historia en las sociedades occidentales está cambiando rápidamente, desde la vieja fortaleza positivista (el imperio de los hechos como criterio determinante) al atractivo de construir un relato o una narrativa que necesita menos oficio y más interpretación. Además, la historia se encuentra a cada paso con el desafío de la cuestión nacional y la vinculación de su relato a un territorio concreto. En este sentido, es preciso tener en cuenta que aquí existen dos planos muy diferentes, que no siempre convergen. De un lado, la historia académica que tiene sus propias reglas y, de otro, la historia en el espacio público, donde los historiadores académicos, al menos en España, se encuentran generalmente a disgusto o en condiciones desfavorables frente a otros actores menos encorsetados profesionalmente. El problema no es, por tanto, el posible descrédito de la disciplina, sino la competencia desigual que experimenta, incluidos casos evidentes de intrusismo, no tanto en el ámbito de la investigación como, sobre todo, en su difusión pública.

Retornando al asunto de Cataluña y sus efectos colaterales sobre la disciplina historiográfica, es evidente que, de forma más matizada, ha dado lugar a una polémica entre historiadores no sólo de Madrid y Barcelona, sino dentro de la propia comunidad académica catalana. En esta polémica, la cuestión nacional ha adquirido un evidente protagonismo frente a otros debates, muy frecuentes en otros lares, sobre la naturaleza moral de la política, los fundamentos de la democracia o las relaciones entre la memoria y la exigencia de responsabilidades por delitos contra los derechos humanos. Aspectos todos ellos que, en España, tienen especial agudeza (en especial la guerra civil y la dictadura franquista, por no hablar de la transición democrática) pero que se ven envueltos en el ruido provocado por la confrontación nacional. Diría, para resumir, que en las últimas décadas es constatable en España un verdadero combate sobre el pasado que, en realidad, esconde la ausencia de un debate político que ofrezca algunas vías o alternativas para regular o encajar la pluralidad cultural, lingüística y política de la España actual. A cambio de no debatir las demandas de los nacionalismos y de abogar por un inconcreto panorama posnacional, se recurre a destiempo a los viejos instrumentos de nacionalización de las masas, como si la historia pudiese sustituir a la política. Pero no se puede olvidar que existe una distancia entre el pasado y el presente que, al menos los historiadores, debemos respetar con el mayor rigor.

Región de Catalunya en el « Poble espanyol ». Barcelona, 2015

Espace Catalogne, dans le « Poble espanyol ». Barcelone, 2015.

– Resulta asimismo muy destacable el cambio de numerosos historiadores en Cataluña a favor de la independencia, cuando hasta hace poco muchos de ellos se pronunciaban a favor del reconocimiento de la singularidad histórica catalana dentro de una España que dejaba atrás la centralización y en la que una parte del poder del Estado se transfería a las comunidades autónomas. ¿Cuáles son en su opinión los motivos de este giro a favor de la independencia? Como historiador que analiza lo que está ocurriendo, ¿qué procesos o dinámicas considera que ayudan a entender la situación actual? Suele haber una identificación tradicional de Cataluña con la modernidad (precocidad de la revolución Industrial, una burguesía potente, organización y politización de la clase obrera, etc.); una imagen que, paradójicamente, contrastaría con una cultura burguesa más bien ruralista y conservadora. ¿Esa imagen de modernidad ha perfilado las demandas de independencia, oponiéndola a una España arcaica, irreformable?

Joaquim Albareda – Sin duda la evolución ideológica experimentada por muchas personas en los últimos años, no solo historiadores, obedece a razones políticas.

Existe una relación directa entre la política recentralizadora del PP y el aumento progresivo del voto independentista. La sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 contra el Estatuto de Autonomía de 2006 (que colmaba las aspiraciones de una parte importante de la sociedad catalana) supuso un punto de inflexión que significó la pérdida de confianza hacia el Estado y el agotamiento del pacto constitucional de 1978. No olvidemos que el Estatuto, impulsado por el presidente de la Generalitat Pasqual Maragall, había sido refrendado en Cataluña, aprobado por la Cortes españolas y rubricado por el rey. Los asuntos del déficit fiscal catalán y la baja inversión e incumplimiento crónico del presupuesto de inversiones del Estado en Cataluña -una práctica inequívocamente desleal para con la administración catalana- sin duda han influido en el incremento del malestar y creciente desapego catalán. La crisis económica, a partir de 2007, los graves recortes del Estado del bienestar y la política nefasta del presidente Rajoy, cerrado a cal y canto a negociar, judicializando el problema, han hecho el resto.

Sabemos que el independentismo es, en esencia – salvo la radical Candidatura d’Unitat Popular – un movimiento de clases medias, hasta ahora poco politizadas, que ha abrazado una causa que se ha convertido en abanderada de la libertad y del bienestar de Cataluña de forma genérica. En cambio, apenas tienen cabida en sus formulaciones la cuestión social o una posible alternativa a la organización territorial de España. Ello explica que la organización Sociedad Civil haya podido canalizar el descontento de una parte importante de la ciudadanía que no es independentista o bien que se identifica plenamente con la idea de España. Y que el partido Ciudadanos explote electoralmente, sin escrúpulos, esta división para llegar al poder en España y desbancar al Partido Popular (PP). Mientras, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), dividido, apenas da señales de vida y Podemos ha intentado defender la vía alternativa de la España plurinacional con resultados muy limitados.

Algunos analistas han vinculado el soberanismo al carlismo -quizá por la coincidencia territorial, las comarcas del interior, la “Catalunya catalana” como la bautizó hace años el entonces alcalde de la ciudad de Vic-. Pero es una imagen que no se corresponde con la realidad. Hay, entre los independentistas, quienes reivindican tout court una profundización de la democracia mediante el derecho a decidir, mientras que otros defienden un nacionalismo de corte clásico y algunos mantienen posiciones cercanas a la Liga Norte italiana. Todo ello sumado al gran descontento hacia el Estado, gobernado por el Partido Popular, que, además de no ofrecer ninguna alternativa política (como el pacto fiscal o el reconocimiento de la plurinacionalidad), ha judicializado la política y ha dejado que fiscales y jueces tomaran un protagonismo desmedido. El resultado: ha habido un recorte de las libertades democráticas, se ha reprimido con furor a votantes pacíficos (el 1 de octubre del 2017) y se abusa sin pudor de la prisión preventiva para los dirigentes del independentismo acusándoles de rebelión. Una acusación que, por cierto, no ha compartido el tribunal de Schleswig-Holstein cuando ha rechazado incluir el cargo de rebelión en el proceso de extradición del dirigente independentista fugado Carles Puigdemont. Finalmente, la sociedad está dividida y ha desaparecido el viejo catalanismo transversal que fue capaz de incorporar a la inmigración durante el franquismo.

Yo diría que, en realidad, no se rechaza a España sino esencialmente un Estado gobernado por un PP corrupto y reaccionario, sin ningún tipo de sensibilidad social hacia las demandas de los ciudadanos, ya sean de Barcelona o de Madrid, y el españolismo más rancio e intolerante. Conviene recordarlo. ¿Por qué ha cobrado tanta fuerza el independentismo, al que vota casi la mitad de la población? Porque no ha habido otra alternativa visible al cerrar el PP todas las puertas a la negociación y porque el independentismo ha ofrecido grandes ilusiones y expectativas – aunque a la postre haya sido incapaz de gestionarlas.

Paola Lo Cascio – Creo que los historiadores asimismo no viven en el vacío (tampoco me parecería aconsejable que lo hicieran); por ello el progresivo deslizamiento de parte de los profesionales de la historia hacia posiciones independentistas puede haber seguido las mismas vías emprendidas por sectores significativos de la sociedad, que han pasado del catalanismo clásico al independentismo. Teorías sobre el porqué y el cómo se ha llegado hasta aquí hay muchas. Las más populares fijan el punto cero en la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, la que anula 14 artículos del Estatuto de 2006. Sin embargo, se trata de una simplificación. En realidad, hay muchos elementos que se entrecruzan: el peso de la crisis económica, el miedo de las clases medias a la protesta social a partir de 2011, la conflictividad interna del nacionalismo catalán – que desde la retirada de Pujol en 2003 de hecho se encuentra en disputa por el liderazgo –, unas generaciones de dirigentes alfabetizados políticamente en el pujolismo y por lo tanto hijos de un proyecto nacionalizador que, sin ser independentista, consolida unos referentes que obvian la realidad española (y por ello les resulta absolutamente natural decir y pensar que España es irreformable). Los motivos son muchos y todos interactúan entre ellos. Sin embargo, en el magma del independentismo se acaba afirmando un paradigma cultural que lejos de ser rupturista es extremadamente conservador, en el sentido de que apela a una visión nostálgica y estereotipada del país: la modernidad "diferencial" de Cataluña en su conjunto (otra cosa sería si habláramos de ciudades) hace mucho que se ha relativizado, básicamente por el salto adelante dado por otros territorios peninsulares y por el hecho de que hoy en día el propio concepto de “modernidad” se mide a partir de parámetros diversos. Sin embargo – y más allá de las cifras económicas –, lo que plantea el independentismo es una visión en cierta manera mítica y fija que apela a un espíritu emprendedor idiosincrático que como estereotipo se hereda del siglo XIX. En una situación de desorientación derivada de la crisis y de la globalización, la visión tradicional funciona como una zona de confort. Sobre todo para aquellos sectores sociales que no experimentan directamente la crisis, pero la bordean y la perciben como un abismo.

Stéphane Michonneau – No hay ninguna razón por la que los historiadores catalanes deben reaccionar según maneras y ritmos diferentes del resto de la sociedad catalán: al fin y al cabo, son ciudadanos como los demás, inmersos en los problemas de la sociedad con la que interactúan diariamente. Por lo tanto, los historiadores catalanes se han dividido siguiendo la misma línea de fractura que el resto de la sociedad catalana: por esta razón, no debemos olvidar a tantos historiadores que han tomado partido en contra de la independencia de Cataluña. Pero como intelectuales, tienen un papel particular en la estructuración del debate en torno a polos antagónicos. Como miembros de una comunidad académica e intelectual, también están sujetos a las normas y códigos de este campo específico: retomando los análisis de Josep Maria Fradera sobre el siglo XIX, se podría decir que los historiadores catalanes están en tensión entre el deseo de participar plenamente en una sociedad intelectual que se define por su carácter transnacional y el deseo de afirmar la autonomía de un espacio propio, regido por leyes propias – en especial, el uso del catalán – y a salvo de competidores. Puede que estas aspiraciones aparentemente contradictorias no lo sean de hecho: en un mundo donde el marco nacional (español, en este caso) está en cuestión, la reafirmación de un espacio intelectual propio y la voluntad de participar en un ámbito intelectual global van, en mi opinión, bastante parejas. Esto se puede llamar como una especie de “glocalismo”, una palabra que combina lo global y lo local. Así, a diferencia del siglo XIX, cuando la construcción de un espacio cultural propio respondía en gran parte a la dificultad de los historiadores catalanes para fundirse con la cultura nacional española, hoy es más bien la falta de atracción (o de utilidad) de esta última lo que adquiere relevancia. En este sentido, el culto a la “modernidad”, que es de hecho un fuerte rasgo cultural catalán, va en la dirección de fortalecer este glocalismo, una tendencia que, ciertamente, no es exclusiva de España.

Séance dans le Parlement de Catalogne. Barcelone, 2008

Séance dans le Parlement de Catalogne. Barcelone, 2008.

Borja de Riquer – Son muchos los catalanes, no sólo historiadores sino también economistas, abogados o arquitectos, que estos últimos años han evolucionado de forma más bien pragmática hacia el independentismo, que no es lo mismo que hacia el nacionalismo. Han llegado a esta situación ante la percepción de que “España es irreformable”, que ha sido secuestrada por la derecha más rancia, centralista y nacionalista española, con la complicidad inexplicable de un PSOE, que ha desaparecido y que parece estar “en arresto domiciliario”. 

Los historiadores podemos ser útiles para explicar las causas lejanas que ayudan a explicar muchas de las actitudes catalanas de hoy. Y algunos intentamos hacerlo con rigor y sin apriorismos. Hace casi sesenta años, el historiador Jaume Vicens i Vives, en su libro Industrials i polítics,  sostenía que durante el siglo XIX dos generaciones de catalanes se agotaron esforzándose por “hacer de España una cosa diferente”, es decir, por modificar el modelo político y económico y  por hacer comprensible la peculiar situación en que ellos se encontraban: en efecto, pese a que los catalanes estaban construyendo la  “fábrica de España” apenas tenían influencia en la vida política española (Industrials i polítics del segle XIX, Barcelona, Teide, 1958, p. 6). Pretendían sentirse realmente cómodos dentro del nuevo régimen liberal, ser partícipes de su construcción y de su gestión, querían que  sus ideas y sus propuestas fuesen objeto de consideración y fuesen incorporadas al proyecto común. Pero a final del siglo XIX la sensación de que habían fracasado estaba ya muy extendida. 

¿Qué podemos decir hoy, tras otro siglo, el XX, y una década y media del siglo XXI, durante los cuales cuatro generaciones más de catalanes – muchos de ellos catalanistas – han intentado lo mismo, influir, sentirse cómodos, “regenerar” y modernizar España, sin tampoco alcanzar sus objetivos? Y no eran separatistas, ni soberanistas. Al contrario, deseaban que Cataluña fuese el motor de una nueva España, que actuase como su Piamonte.

¿Por qué no les dejaron? ¿Por qué la gran mayoría de los políticos españoles siempre vieron con recelo las propuestas reformistas catalanas? ¿Por qué el nacionalismo español ha sido siempre tan excluyente? Son éstas, a mi parecer, las cuestiones que deberíamos plantear los historiadores para hacer un amplio debate ciudadano. Quizás así entenderíamos por qué el nacionalismo español intransigente ha fabricado tantos independentistas catalanes.

Sin duda, hoy es pertinente preguntarse si ha fracasado o no la idea de una España plural. Los historiadores hace años que reflexionamos sobre ello. Con visiones no siempre coincidentes, ciertamente, pero con argumentaciones que pretenden ser rigurosas y ponderadas. Desgraciadamente ni los políticos ni los periodistas creadores de opinión están hoy dispuestos a debatir esta cuestión con un mínimo de rigor y de decencia.

Pocos recuerdan que el último intento realmente serio surgido desde Cataluña para profundizar en el proyecto de una España plural y para arrinconar la vieja idea de la nación única fue el protagonizado por Pasqual Maragall con el nuevo Estatuto de autonomía, el del año 2006. En efecto, el presidente de la Generalitat, el socialista Pasqual Maragall, impulsó aquello que Jordi Pujol durante sus 23 años de presidencia no se había atrevido a realizar: un nuevo estatuto que corrigiese las insuficiencias del elaborado en 1979. Pero el proyecto de Maragall era mucho más, era enormemente ambicioso, ya que pretendía, haciendo una lectura generosa de la propia Constitución, desarrollar al máximo la idea de ir hacia una “Cataluña más libre dentro de una España plural”. El propio Maragall lo expresó claramente en el discurso pronunciado el día en que el Parlament de Cataluña aprobó ese Estatut.  Traduzco del catalán: “Ahora con el Estatuto en la mano, ahora vamos a cambiar España. No vamos a inventar una nueva Cataluña, que es más vieja que España, sino que vamos a intentar inventar una nueva España”. Éste era un elemento sustancial de la propuesta maragalliana: desde Cataluña se intentaba ir hacia una España realmente plural, que reconociese las diferencias identitarias y en la que los catalanes se pudiesen sentir a gusto. La propuesta pretendía ser una nueva forma de encaje de Cataluña dentro del Estado español y era un primer paso al reconocimiento pleno de la pluralidad de naciones existentes en su interior, al tiempo que implicaba, con respecto al autogobierno catalán, la desaparición de toda discriminación, tanto en términos políticos y culturales como en fiscales y hasta en los simbólicos.

Pero a Maragall lo dejaron casi solo en su empeño. No le apoyó, como debería haberlo hecho, el gobierno de Rodríguez Zapatero, ni menos aún el propio PSOE. El Partido Popular hizo uso de toda su artillería esencialista para atacar ese proyecto, recogió firmas en las calles contra el Estatut, convirtió el anticatalanismo en un elemento sustancial de su ideario y no cejó hasta denunciarlo ante el Tribunal Constitucional, cuando era una ley que había sido aprobada por el Congreso y por el Senado y refrendada por la mayoría de ciudadanos de Cataluña.

Aquello fue, guste o no, la “ruptura unilateral” del pacto o consenso constitucional por parte del PP. Y ya había sido anunciado dos años antes, en febrero de 2004, por una persona tan poco sospechosa de catalanista como Gregorio Peces Barba. En efecto, este político y jurista socialista, haciendo un balance de lo que había significado el segundo gobierno de José María Aznar, escribió un interesante y provocador artículo titulado “Las dos Españas” (El País, 17 de febrero de 2004). En él se lamentaba de que la política  impuesta por el gobierno del Partido Popular estaba haciendo fracasar la idea de España como “nación de naciones”.  Para este padre de la Constitución, del propio texto de la carta magna podía desprenderse perfectamente la idea de una España que aceptaba con realismo la pluralidad de sentimientos identitarios: “la Constitución – escribía Peces Barba – acoge en su seno a naciones culturales y a regiones para formar el Estado de las Autonomías”. Sin embargo, en su opinión, la política desarrollada por el gobierno Aznar había desvirtuado el espíritu fundacional de la Constitución con la imposición de la vieja idea de la España única y ello anunciaba la ruptura del consenso constitucional. Según él, la política gubernamental pretendía imponer una idea de España “excluyente de cualquier proyecto plural y diferente” y con ello se regresaba al histórico enfrentamiento entre las dos Españas. Además, señalaba que con “crispación, enfrentamiento, incomunicación, desde una arrogancia y un complejo de superioridad intelectualmente injustificado”, se estaba imponiendo “un integrismo español excluyente que rechaza la existencia de otras naciones en su interior”.

Hay, en ese artículo, algunas frases que no sé si hoy los actuales dirigentes socialistas se atreverían a asumirlas, ni el propio diario a publicarlas. Por ejemplo, aquella que sostiene que “la idea de España como patria única, es preconstitucional y anticonstitucional”. Para este político socialista, esta ruptura del consenso constitucional acabaría alimentando los discursos más radicales de los nacionalismos catalán y vasco y pondría en grave peligro la convivencia política. 

La ruptura del pacto o consenso constitucional se consagró con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo estatuto catalán, en junio de 2010. Aquello fue, en palabras de varios constitucionalistas españoles, un “golpe de Estado jurídico” ya que otorgaba al Tribunal Constitucional la categoría de tercera cámara que podía corregir lo que las Cortes, máxima instancia de la soberanía, habían aprobado. Los estatutos autonómicos son el fruto de un pacto político entre el gobierno central y las Cortes Españolas con los gobiernos autonómicos y sus parlamentos y después son refrendados por los ciudadanos. No pueden ser corregidos por el Tribunal Constitucional ya que no son de hecho leyes orgánicas sino que tienen una naturaleza diferente, de pacto político superior. El vacío interpretativo sobre esta cuestión existente en la propia Constitución fue llenado de forma sesgada por el PP con la complicidad de gobierno de Rodríguez Zapatero. Entonces, la mayoría de los intelectuales de izquierdas españoles miraron hacia otro sitio, como si nos les afectara, y no quisieron denunciar aquella peligrosa aberración jurídica y política. Hoy, algunos intelectuales y políticos de Madrid, incluso del PP, lamentan ese grave error, pero lo hacen en voz baja y además ya es demasiado tarde.

A partir de aquí la historia ya es sobradamente conocida: negativa total del gobierno de Rajoy a negociar nada con la Generalitat de Mas y surgimiento del movimiento ciudadano más espectacular, masivo y persistente de la historia de Cataluña, y también de España, de las últimas décadas en favor del derecho a decidir de los catalanes. Y ese movimiento ha cuajado y se mantiene fuerte porque ya se ha generalizado en Cataluña la sensación de que “la vieja España no quiere cambiar”, y que no existe una “vía española” para la reforma profunda y democrática del Estado español. 

¿Por qué cuando alguien plantea seriamente el respeto a la diversidad identitaria y a la diferencia resurge el nacionalismo español más exaltado y excluyente con el cual es imposible debatir de forma razonable? Más de un “progre” de Madrid me ha dicho hace poco, y en tono de acusación, que los catalanes “hemos despertado la bestia españolista”. Sí, ciertamente, la hemos despertado porque existía y estaba bien viva, nunca desapareció. Porque durante muchos años ni la política ni el discurso de los demócratas de izquierdas españoles han hecho nada para avanzar seriamente en el reconocimiento de la pluralidad nacional de España, de esa “nación de naciones” por la que suspiraba Peces Barba y defendía Maragall. 

Es ridículo considerar que ha habido en Cataluña una descarada manipulación de las masas por los nacionalistas y que la movilización ciudadana es el fruto del adoctrinamiento realizado en las escuelas. Son argumentos demasiado pobres para ser tomados en serio. El problema, casi diría “el drama”, es que frente a las demandas catalanas, que al principio no tenían nada de independentistas, ni de soberanistas, no apareció nunca una contrapropuesta española, ni del PP ni del PSOE. No, siempre aparecía la negativa total de Rajoy y la inhibición de los socialistas. Ante esta realidad, se planteó a muchos catalanes el dilema: “o la España de Rajoy y de Aznar, o la aventura del derecho a decidir”, y muchos de ellos optaron por lo segundo. Por dignidad democrática como ciudadanos que se sentían ofendidos y maltratados. Porque no veían a ningún político español hablar de otra España, la dispuesta a reconocer la realidad catalana y a negociar cuestiones como las competencias y la fiscalidad. Y ante el relato de que la única España existente era la simbolizada por el gobierno del PP, o por Ciudadanos, las opciones eran claras: o aceptar la sumisión, la dependencia y las humillaciones, o liarse la manta y lanzarse a la aventura, arriesgada pero ilusionante, del soberanismo e incluso de la independencia. Y así estamos.

El independentismo catalán ha cometido graves errores políticos, tanto estratégicos como tácticos. En el año 2015 logró la mayoría parlamentaria, en escaños pero no en votos, y consideró que ello ya le permitía avanzar hacia la separación, incluso fijando un plazo bien corto. Sobrevaloró mucho sus propias fuerzas, y lo que es peor despreció la capacidad de acción de su adversario – nada menos que el Estado –. Y además no contaba ni con complicidades internas ni con aliados externos. En vez de ampliar el frente soberanista, alrededor de la demanda del “derecho a decidir”, apostó por la declaración unilateral de independencia. Logró el gran éxito político del referéndum prohibido de 1 de octubre de 2017, gracias a la torpe y violenta acción represiva del gobierno de Rajoy. Pero no aprovechó el impacto internacional logrado y se lanzó imprudentemente a la proclamación de una república que era inviable. Este último y grave error ha permitido que el gobierno de Rajoy pase a tener la iniciativa política – por primera vez –, intervenga la Generalitat, aplicando el artículo 155 de la Constitución y pueda perseguir a los dirigentes independentistas.

Voto simbólico durante la manifestación del 11 de septiembre de 2014. Barcelona

Vote symbolique lors de la manifestation du 11 septembre 2014. Barcelone, 2014.

Ramón Villares – El viraje de los historiadores profesionales catalanes hacia posiciones políticas próximas al independentismo es cierto pero, como señalaba antes, no es un fenómeno específico. Han sido en general los intelectuales, con audiencia en el espacio público y, en su caso, con responsabilidades institucionales, los que han derivado hacia estas posiciones. Sobre las razones de esta deriva o giro no es del caso indagar sobre posiciones personales, sino sobre el contexto social y político que las hace posibles y que, por tanto, las explica. Entre las variadas razones que podrían aducirse, encuentro especialmente dos que merecen un comentario de naturaleza historiográfica.

La primera tiene que ver con la especial relación que, desde los principios del catalanismo político, tienen los intelectuales y la política en Cataluña. A diferencia del conjunto del Estado español, donde el peso de la burocracia estatal y de los diferentes ámbitos de la administración fue enorme en la configuración y diseño de un proyecto nacional de Estado, en Cataluña, así como en otras “nacionalidades” (Euskadi o Galicia), los intelectuales y las instituciones culturales han tenido que desempeñar tareas nacionalitarias de naturaleza sustitutiva. De ahí el peso que han tenido, desde la época romántica, poetas, historiadores, escritores y “anticuarios” en la construcción de proyectos regionales que, luego, han devenido en nacionales. En consecuencia, la ausencia de estructuras políticas propias hasta la época del Estado de las Autonomías (con las breves experiencias del periodo republicano) fue compensada por esa convergencia de intelectuales y nacionalismo que podríamos ejemplificar en tres instituciones casi coetáneas: el Institut d’Estudis Catalans (1907), la Sociedad de Estudios Vascos (1918) y el Seminario de Estudos Galegos (1923). En el caso catalán, además, fue importante la experiencia de la Mancomunitat (desde 1914) como en el caso vasco lo fueron las Diputaciones forales. Pero en todo caso se trataba de una institucionalización débil y muy lejos de la fuerza de los Estados-nación propios de la sociedad europea occidental.

La segunda razón atiende más directamente a la cuestión planteada respecto de la propia historiografía. En mi opinión, es cierta esa imagen que se ha construido sobre la divergencia entre una Cataluña moderna, industrial y burguesa y una España (con pocos matices) agraria y “semifeudal” gobernada por un Estado débil, marcado por las lacras de “oligarquía y caciquismo” que dirían los regeneracionistas. En la construcción de estos estereotipos hay, como suele suceder, parte de verdad y parte de arbitrismo interpretativo. Esta divergencia arranca del siglo XVIII y se consolida durante toda la época contemporánea, en la que se produce una especialización funcional de varios territorios del Estado español. La elaboración por parte de los intelectuales catalanes de esta imagen de Cataluña como un espacio económico, social y cultural más moderno que el resto de España no comienza realmente hasta la “generación de 1901”, aunque su mejor expresión historiográfica será una de las últimas obras de Jaume Vicens, cuyo postrer párrafo, que suele pasar inadvertido, condensa esta interpretación: “la generació de 1901 va sentir aquest impacte [el retrobament d’Europa] quan més enllà de l’Ebre encara persistia – malgrat els plans de molts castellans il.lustres – la inautenticitat d’un Estat que es recolzava en el caciquisme, les casaques de Palau, la cursileria de Campoamor i una administració deplorable” (Industrials…, p. 295). Para reforzar esta interpretación, alude Vicens, en nota a pie de página, a catalanes como los políticos Cambó, Puig i Cadafalch o Prat de la Riba, que denunciaron “aquesta vida administrativa impròpia d’un país civilitzat”, así como a castellanos como José (sic, por Joaquín) Costa, a quien califica como “el gran contradictor de l’obra de la Restauració”. No es extraño que el propio Vicens advirtiese, en las primeras páginas de esta misma obra, que Cataluña agotó más de dos generaciones en “fer d’Espanya una cosa distinta” (Ibidem, p. 6).

Pero en la obra historiográfica de Vicens, acompañada de una gran capacidad de diálogo con los intelectuales de Madrid, había un mensaje claro: la modernidad de España pasa por la intervención cada vez más intensa de los catalanes en la política española. Era una posición que cambiaba el relato nacional catalán, de inspiración romántica, y que trataba de integrar al conjunto de España. De hecho, una de las frases más representativas de su Historia económica de España es aquella que define la España de la Restauración (1875-1923) como una alianza entre “algodoneros catalanes, ferreteros vascos y terratenientes castellanos y andaluces”. Esta visión de Vicens Vives de la historia española – que también asumió Raymond Carr en su España, 1808-1939 – marcó durante muchas décadas la hoja de ruta de la historiografía catalana y, en cierto modo, también del catalanismo político reconstruido desde los años sesenta del siglo pasado, en una alianza que va desde el catolicismo de Montserrat hasta las posiciones gramscianas del partido comunista catalán (PSUC). Bastaría recordar algunos nombres para identificar los arquitectos de este nuevo edificio, erguido bajo la inspiración historiográfica de Vicens Vives: el de Jordi Solé Tura y su Catalanismo y revolución burguesa, el de Jordi Nadal de El fracaso de la revolución industrial y el Josep Fontana de La quiebra de la monarquía absoluta. De forma especial, estos dos últimos han sido no sólo discípulos directos de Vicens, sino líderes de la historiografía española desde Cataluña (como lo había sido el maestro en su última etapa) durante varias décadas.

Ahora bien, esta narrativa con orígenes en Vicens Vives no representa sino el punto culminante del catalanismo político como eje estratégico en las relaciones de Cataluña con España que, en la dinámica política, acabó por representar la figura de Jordi Pujol y su tacticismo del peix al cove o “pájaro en mano” practicado durante más de veinte años de ejercicio del poder autonómico. Fue la estrategia del autonomismo catalán, en clara divergencia con la tradición de la época republicana. Esa Cataluña moderna y burguesa del periodo pujolista (1980-2003), a diferencia de la la Lliga de Cambó y de la Esquerra de la Segunda República y de la guerra civil, influyó en la política española, pero evitó formar parte de los gobiernos centrales, tanto los liderados por el PSOE como por el PP. Había diálogo y colaboración, pero no compromiso, porque la estrategia pujolista combinaba este apoyo indirecto a la política española con una acción muy decidida de construcción de las estructuras nacionales de Cataluña, en especial en el plano lingüístico, cultural y simbólico. Por tanto, el viraje más reciente hacia posiciones definidas por el lema dret a decidir no está originado por esta contraposición entre una Cataluña “burguesa” y una España “arcaica e irreformable”, sino por el agotamiento de una estrategia de colaboración con la política española y con la conciencia que una parte muy importante de la sociedad catalana tiene sobre la condición nacional de Cataluña, que porcentualmente supera a los que se definen como partidarios de una vía independentista. 

¿Por qué ha tenido lugar ese viraje De la identidad a la independencia, como ha escrito el filósofo Xavier Rubert de Ventós, de forma provocadora, hace casi veinte años? Encuentro algunas razones para explicar lo que, sin embargo, deberá ser mejor entendido cuando el procés haya concluido, bien por alcanzar la independencia o bien por haber fracasado en el intento.  La primera razón que puede explicar este proceso no está, en mi opinión, en la modernidad de Cataluña frente a España, sino en el peligro de entrar en un “climaterio” o periodo de obsolescencia económica, debido al peso que históricamente ha tenido su economía industrial intensiva en mano de obra que, en esta época histórica, ha de evolucionar hacia una economía de servicios intensiva en capital y tecnología. En este proceso puede que haya limitaciones derivadas de la (no) acción o inversión del Estado en Cataluña -recordemos el artículo “Madrid se va” de Pasqual Maragall (El País, 27.2.2001) – y también limitaciones corporativas entre los capitanes de industria catalanes, que no parecen tener, en comparación con la época dorada de “la ciudad de los prodigios”, una capacidad de liderazgo similar a la de sus antepasados. 

También existen, en segundo lugar, razones más coyunturales. Alguna de ellas, como el cansancio que advierten científicos sociales, analistas y “opinion-makers”, debe ser tenida en cuenta. La combinación de los efectos de la recesión económica con la quiebra de los partidos políticos que habían protagonizado treinta años de autonomía (la antigua CiU y el PSC) ha tenido efectos devastadores en las minorías dirigentes catalanas. A su vez, parece advertirse en las clases medias tanto urbanas como, sobre todo, de la Cataluña profunda una reacción política radical ante un futuro que se presenta incierto y que, por tanto, es preciso iniciar otro camino. Los hijos y nietos de los viejos catalanistas y autonomistas han dado un golpe de timón, radicalizando su discurso político y transitando de una “doble identidad” (catalana y española), que era mayoritaria hace décadas, hacia el nacionalismo “soberanista” o independentista, esto es, “de la identidad a la independencia”. Este viraje supone abandonar las componendas y las alianzas con la política española, propias del catalanismo político durante casi un siglo y decidir “ir en serio” (Borja de Riquer, Anar de debò, 2016). Esta parece ser idea compartida por muchos intelectuales catalanes que consideran, como expresa el propio Riquer, que “l’actual procés català es ja irreversible i que no té marxa enrere” y que debe dar una respuesta a lo que se considera como una “cruïlla històrica, que feia segles que no es produïa”. 

Esta es la encrucijada y la apuesta, que realmente se produce por primera vez, en estos términos, en la historia de Cataluña. Cómo se llegó hasta aquí está contado en algunos textos analíticos y muchos otros de ocasión. En general, se concede gran relevancia a la alternancia política de 2003, con la llegada a la presidencia de la Generalitat de un gobierno “tripartito” de izquierdas, presidido por el socialista Pasqual Maragall, y a su objetivo central de modificar las relaciones de Cataluña con España a través de un nuevo Estatut que, en la práctica, suponía el primer paso para una revisión de la Constitución de 1978 y, en general, de toda la Transición española a la democracia. Los avatares de esta estrategia fueron muchos, tanto por parte de los principales actores de la política catalana (socialistas, en primera instancia y, a partir de 2010, los conocidos como “soberanistas”), como desde la posición de partidos españoles como el PP, que encabezó una recogida de firmas en toda España contra el texto estatutario catalán y, posteriormente, el recurso ante el Tribunal Constitucional del texto refrendado por las Cortes y en plebiscito por el pueblo catalán. Pero no ha sido solo este partido, sino que los poderes del Estado español se han encastillado en una estrategia “legalista” que, obviamente, sustituye las prácticas propias de una democracia por una defensa a ultranza del Estado de derecho, mediante sucesivas apelaciones al Tribunal Constitucional, con su decisiva sentencia de 2010 sobre el Estatut, y al Tribunal Supremo en fechas más recientes.  Un autor que ha seguido de cerca el llarg procés catalán ha definido la actuación de sus principales actores (de ambas partes) como una “confabulación de irresponsables” (Jordi Amat, La confabulació dels irresponsables, 2017). El diagnóstico es correcto, aunque no es suficiente para explicar cómo se ha podido llegar hasta aquí (1.4.2018). Lo que está claro es que el conflicto catalán está provocando “la peor crisis constitucional desde los tiempos de la transición” y que, dado el “protagonismo desmedido” del poder judicial, no es posible prever a corto plazo una salida honorable para este conflicto (Ignacio Sánchez-Cuenca, La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana, 2018). En todo caso, sea cual sea la solución, se puede aventurar que nada volverá a ser igual, ni en Cataluña ni en el conjunto de las Españas, después de esta experiencia. 

Preparativos para la manifestación del 11 de septiembre de 2014, Barcelona

Préparatifs pour la manifestation du 11 septembre 2014. Barcelone, 2014.

– A una buena parte de la opinión pública europea puede resultarle desconcertante que se defienda la separación del Estado español en una comunidad que ha conquistado altas cotas de autonomía en el contexto de la Unión Europea. En no pocos medios de comunicación españoles se ha puesto énfasis en cómo las élites independentistas han manipulado a unas masas que no son conscientes de lo mucho que les perjudicaría la independencia y se han dejado arrastrar por emociones y sentimientos (considerados poco o nada racionales) de tipo nacionalista. El independentismo ha tenido éxito en Cataluña a la hora de inculcar la idea de que la separación será muy beneficiosa para todos los catalanes, sean o no nacionalistas ¿Cómo es posible que esa alta cota de autonomía haya intensificado el discurso de continuos agravios a la nación catalana durante siglos, en vez de ir en sentido contrario, y al mismo tiempo haga creer que el progreso social sólo puede venir de un Estado-nación propio en un mundo como el nuestro en el que este tipo de Estado parecía un vestigio de otra época?

Joaquim Albareda – Ciertamente a la opinión pública europea y latinoamericana le resulta difícil comprender no solo las demandas independentistas sino incluso otras demandas más moderadas en la línea del federalismo, como he tenido ocasión de comprobar con motivo de algunas entrevistas para medios de comunicación que buscaban la opinión de un historiador. Y seguirán sin entender la paradoja de que un alto grado de descentralización no complazca a los catalanes si no prestan atención al factor simbólico, porque más allá de la descentralización, lo que se reclama es un reconocimiento nacional explícito siguiendo modelos como los de Quebec o Escocia. No olvidemos que la demanda de un referéndum acordado con el Estado contó con el apoyo del 77 % de los diputados del Parlamento catalán en 2013.

Solo es posible entenderlo si tenemos en cuenta la longue durée. Cataluña como nación (Pierre Vilar no dudó en calificarla así, como lo ha hecho recientemente su discípulo Josep Fontana provocando gran escándalo en un sector de la historiografía españolista, que le tildó de historiador romántico) sufrió fuertes envites en 1714 y 1939, que estuvieron a punto de hacerla desaparecer como tal. El restablecimiento de la Generalitat y el Estatuto de Autonomía de 1979 permitieron un avance importante del autogobierno. Su mejora y mayor reconocimiento simbólico quedaron plasmados en el Estatuto de 2006 que fue recurrido ante el Tribunal Constitucional por el PP, con lo que se cerraba la puerta al reconocimiento de la España plural.

A partir de aquella realidad y de la política de involución autonómica desarrollada por el PP el discurso soberanista se radicalizó por momentos, con gran apoyo popular tal como han reflejado las convocatorias multitudinarias y pacíficas del 11 de septiembre a partir de 2010 o los resultados electorales con un voto independentista creciente. Sus dirigentes – casi sin necesidad de apelar a la Historia – armaron un discurso simple e idealista que caló en amplias capas de la población, en la línea del populismo, con eslóganes como "España nos roba" o "Queremos libertad y democracia". La creación del Estado catalán se formula como la panacea para resolver todos los problemas, políticos, económicos y sociales, en el marco de Europa. Los medios públicos catalanes de comunicación y un número significativo de combativos periodistas han reiterado machaconamente estas ideas, aseverando que Europa recibiría al nuevo Estado con los brazos abiertos y que los medios financieros internacionales harían lo propio. Argumentaban que Cataluña era demasiado importante como para que la ningunearan. Al mismo tiempo, daban por supuesta la incapacidad del Estado para responder ante tal movilización masiva y pacífica. Nunca el análisis de la realidad (basado en el conocimiento histórico, de la naturaleza y el funcionamiento del Estado, del derecho internacional o del análisis de la correlación de fuerzas) resultó tan innecesario. Todo era cuestión de confianza ciega en los dirigentes, con el apoyo sistemático e imprescindible de las redes sociales. Así se llegó a la aprobación por parte de la mayoría del Parlamento de la ley del referéndum y de la ley de desconexión, de 6 y 7 de septiembre del 2017 y a la declaración de independencia de 27 de octubre quebrantando el Estatuto de Autonomía y la Constitución.

Concierto de trescientos violines delante del Centro Cultural El Born. Barcelona, 2014

Concert de trois cents violons, devant le Centre Culturel El Born. Barcelone, 2014.

Paola Lo Cascio – Creo que es un error plantearse este conflicto pensando que hay dos millones de personas alienadas. ¿Que hubo un uso propagandístico extremo de los medios de comunicaciones públicos catalanes en favor de la independencia? No hay duda de ello. ¿Y también toda una galaxia de medios públicos y privados conectados por opinadores, articulistas, referentes culturales que han participado? Seguramente. Sin embargo, la pregunta que nos tendríamos que hacer tiene que ver más con el porqué esta narrativa penetra de manera tan fácil en amplios estratos de la sociedad. Quiero decir, de operaciones culturales y políticas con empleo de medios de comunicaciones hay muchas. Algunas funcionan, otras no. Y esto no tiene que ver sólo (o no tanto) con la intensidad de la operación, sino con el hecho de que su propuesta entronca con miedos o aspiraciones reales o percibidas como tales por parte de la población. En este sentido, la propuesta cultural que formulan las autoridades y organizaciones independentistas es capaz de conectar sentimentalmente con unos sectores sociales que se sienten ofendidos y amenazados por la globalización, la crisis económica o la negación sistemática del reconocimiento de la pluralidad nacional del Estado, entre otras cuestiones. Es en este cuadro que el independentismo proporciona ilusión y un horizonte de rescate que ahonda sus raíces en elementos familiares, conocidos, percibidos como propios. Algunos sintetizarán todo ello con la expresión “repliegue identitario”, y en buena medida sería una definición correcta. Sin embargo, no daría la medida del cuánto y cómo para mucha gente el procés ha sido también una inyección de esperanza, fácil y con efectos inmediatos. Algo que en definitiva tiene poco que ver con la política, que es complejidad. Pero que capta el espíritu del tiempo y proporciona exactamente lo que una parte de la sociedad catalana quiere oír. Por otra parte, y quizás éste sea un aspecto que en el futuro los historiadores deberíamos estudiar, el procés ha sido (y en parte todavía es) un gigantesco mecanismo de vertebración de espacios de sociabilidad, que utiliza algunos que ya existían – un cierto tipo de “sociedad civil” catalana – y crea otros nuevos. Especialmente en dos sectores: en la Catalunya no urbana, en donde en definitiva hegemoniza buena parte de la vida social, y en las ciudades – más diversas, más fragmentadas –, en las clases medias y en los sectores de edad más maduros (que disponen de tiempo y también de ingresos estables), pero aún activos. El problema que veo con esta sociabilidad expansiva es que la combinación de la ausencia de un proyecto político explícito más allá de la independencia (el implícito, en mi parecer, es profundamente conservador, pese a que haya sectores que reivindiquen su carácter rupturista y progresivo, francamente minoritario) y la necesidad de buscar ejes cohesionadores fuertes ha hecho que la identificación entre “catalán” e “independentista” se utilizara de forma arrojadiza y generara dinámicas de exclusión. Si a ello se añade cierta narrativa (no sé si mayoritaria, pero presente implícita y explícitamente) de demonización de “lo español” – a secas – y el apoyo que han proporcionado las autoridades y los medios de comunicación públicos, el cuadro está lejos de ser reconfortante. Un apunte más sobre las presuntas potencialidades “rupturistas” del procés a menudo fundamentadas en el carácter de impugnación del sistema de 1978, constituido por la narrativa del David catalán rupturista contra el Goliat inmovilista del gobierno central. Sin embargo, todo depende de las arenas políticas en que se produce el combate. En Catalunya, en 2017, gobernaban las mismas fuerzas que en 2010, antes de la implosión del bipartidismo: en Catalunya el independentismo es claramente un Goliat. Es sistema. Es statu quo. Que, dicho sea de paso, ha resistido mejor que en otras zonas de la península.

Cadena humana atravesando Catalunya. 17’14 horas, 11 de septiembre de 2013, Delta del Ebro

Chaine humaine traversant la Catalogne. 17h14, 11 septembre 2013. Delta de l’Ebre, 2013.

Stéphane Michonneau – Me llama la atención el desconocimiento sobre Cataluña: ¿cuántas veces he intentado “explicar” lo que creía comprender de Cataluña a mis interlocutores? En Francia, la crisis catalana se lee a la luz de “la subida de los populismos” o de los “comunitarismos”: estas palabras, más que explicar, tienen la función de deslegitimar al adversario. A falta de comprensión, ha florecido el uso de argumentos explicativos simplistas: el catalanismo sería fundamentalmente el resultado de la “manipulación” de unas masas “ciegas” por parte de unas elites “conspirativas”. Es cierto que no se puede ignorar que las élites intelectuales desempeñan un papel en la conformación de la idea nacional, ¿no es así en el resto de España? Pero esta interpretación descuida lo esencial. El catalanismo, sean cuales sean sus expresiones políticas – autonomista, independentista, etc. –, es también el resultado de un movimiento social de abajo hacia arriba que las élites pueden tener dificultades para acompañar, por no decir controlar. Hacer de los catalanes una multitud ciega dispuesta a seguir no sé qué eslogan es insultar la madurez democrática que han mostrado en el pasado, la consistencia de una opinión pública autónoma y libre. Donde los historiadores tienen una responsabilidad es más bien en su fracaso para imponer un debate de ideas en la medida en que las reacciones emocionales han prevalecido sobre la reflexión. Pero en el caso de las identidades nacionales, que pertenecen al orden de las creencias religiosas, ¿es posible hacer oír la voz del análisis frío y distante, incluso contradictorio? Podemos dudarlo.

En lo que respecta al Estado-nación, el modelo está en crisis, pero no totalmente obsoleto. Por ejemplo, sigue siendo el horizonte de muchos nacionalistas españoles. A diferencia del siglo XIX, debemos repensarlo hoy en el doble contexto de una reafirmación de las identidades regionales y de la construcción europea. Por un lado, los beneficios que alguna vez tuvieron ciertas regiones para integrarse en un Estado-nación han desaparecido: la moneda ya no es nacional; se han borrado las barreras aduaneras; la defensa de las fronteras está asegurada por la OTAN. Quedan los beneficios de las políticas sociales y la redistribución por parte del Estado. Ahora bien, en España el Estado ha demostrado su incapacidad para proteger a las personas en un momento en que la crisis económica golpeaba con fuerza al país. Esta debilidad del Estado de bienestar ha podido reforzar en algunos el sentimiento de que un Estado catalán sería capaz de hacer lo que el Estado español no realizó. La reivindicación de un Estado protector fuerte, de un Estado de bienestar eficaz, bien puede calificarse como propia del pasado: es una aspiración profunda de muchos ciudadanos en Europa. En general, los catalanistas creen en la posibilidad de un Estado eficaz. Su desgracia es que, hasta ahora, los formas subestatales que se han desarrollado en España – las Comunidades Autónomas – no han sido capaces de reinventar el Estado; más bien, han reproducido el modelo denunciado con todos sus defectos, es decir, el clientelismo y la corrupción. La cuestión del Estado de bienestar es una de las claves fundamentales para comprender la crisis catalana. Sin embargo, los independentistas la han descuidado, lo que les ha impedido formar un frente político amplio que incluya a Podemos/Podem. A diferencia de la década de 1930, no se ha formado un “frente popular” que abarque a las clases populares y a las clases medias.

Borja de Riquer – ¿Qué la opinión pública internacional está desconcertada? Me parece que cada vez lo está menos. El caso catalán, gracias a jueces como Llarena, se está internacionalizando y hoy la prensa de todo el mundo se pregunta cómo es posible que el gobierno de Rajoy no trate esta cuestión como un problema político y se niegue a negociar, como haría todo dirigente demócrata.

No es del todo cierto que Cataluña tuviese “altas cotas de autonomía”. En los últimos diez años esa autonomía ha sido fuertemente laminada y erosionada por los gobiernos de Madrid. Rajoy ha recurrido ante el Tribunal Constitucional la gran mayoría de las leyes sociales progresistas y más anti-crisis aprobadas por el Parlament de Catalunya; ha intervenido duramente la financiación de la Generalitat hasta lograr asfixiarla. Además, se ha incumplido sistemáticamente por parte del gobierno de Madrid la disposición legal sobre las inversiones en infraestructuras que el Estado debería hacer en Cataluña: el gobierno de Madrid ha invertido en Cataluña los últimos 5 años menos de la mitad de lo que dispone el estatuto. Y ya no hablemos de los costes y discriminaciones que está significando, no sólo para Cataluña, el mantener el modelo económico de “Madrid capital del capital” y centro de todas las decisiones. Aquí la lista de agravios es bien larga: desde las infraestructuras (eje ferroviario Mediterráneo, aeropuerto y puerto de Barcelona, etc.) hasta las grandes operaciones empresariales (antes una ENDESA italiana que catalana), etc.

Así, cuando es el propio gobierno de Madrid el que incumple sistemáticamente la propia legalidad, e incluso no acata disposiciones del Tribunal Constitucional, ¿qué hay que hacer? ¿Resignarse, ya que ellos son los que mandan y a nosotros nos toca sólo obedecer y callar? ¿Hemos de aceptar permanentemente esta laceración humillante? ¿Las minorías han de estar siempre subordinadas al criterio de las mayorías, aunque este sea arbitrario, injusto e ilegal?

Desfile de las antorchas. Manresa, 2013

Défilé aux flambeaux. Manresa, 2013.

Ramón Villares – Es probable que la opinión pública europea – y mucho más la española no catalana – esté desconcertada con la evolución del procés catalán y, de forma más concreta, con la reivindicación de convertirse en un nuevo Estado en Europa. Pero también es cierto que en la gestión de estas emociones nacionales entran en juego factores muy diversos que podríamos resumir en dos: qué grado de legitimidad tiene una comunidad política (o una parte significativa de la misma) para ejercer democráticamente su autogobierno y, en segundo lugar, cuál es la capacidad inclusiva de la Unión Europea para que estas tentativas de separación política carezcan de incentivos. En realidad, el conflicto catalán presentará en el futuro graves dificultades interpretativas sobre su genealogía y no menos difíciles sobre su dinámica. Cuando una parte muy significativa de una comunidad política manifiesta de modo reiterado su voluntad de construir unas nuevas estructuras de gobierno, por muy favorable que pueda entenderse desde fuera su autonomía o sus competencias de autogobierno, la reacción no puede ser de deslegitimación sino de comprensión. Por qué y para qué lo hacen, cuáles sus consecuencias para ellos y para el resto de las Españas (en las que está naturalmente Cataluña) puede incluir razones políticas o morales, pero en sustancia se trata de un combate por el ejercicio del poder y la conquista de los instrumentos necesarios para ello. Que la autonomía goce de un nivel competencial elevado o que su capacidad de gestión de los asuntos propios por parte del gobierno autonómico catalán sea muy amplia es un asunto que no se puede resolver de modo unilateral, ni desde el poder catalán ni tampoco desde el poder del Estado central o las instituciones europeas. Debe ser resuelto de acuerdo con normas compartidas y mediante la expresión de una voluntad democrática que se exprese de forma inequívoca y con las debidas garantías. 

Creo que en la pregunta está presente una cuestión central: ¿tiene sentido a estas alturas luchar por un Estado-nación, en el marco de la Unión Europea? La respuesta no es fácil, porque existe un exceso de dramatismo en los debates en torno al procés catalán, a diferencia de lo que ha sucedido en el referéndum de Escocia o con el Brexit, de efectos mucho más profundos para la UE, pero sin análoga carga dramática. Es comprensible que, tratándose de emociones y sentimientos, el debate sea difícil de encauzar, pues da la impresión que la opinión pública española siente que se trata de amputar una parte del cuerpo del Estado-nación español. Pero trataré de apuntar algunas razones por las que se pueda entender que una parte significativa de la sociedad catalana haya tomado esta deriva y decidido “anar de debò”, retando a todo un Estado y, de forma indirecta, a la propia estructura de la Unión Europea. Para entender este desafío, lo más recomendable es no entrar en cuestiones morales o colocarse en posiciones paternalistas.  Lo primero que habría que decir es que la aparición de un nuevo Estado nacional no es en sí mismo un drama y que, desde luego, existen muchos cientos de comunidades que se consideran naciones, aunque no sean Estados formalmente constituidos. De hecho, la creación de nuevos Estados ha sido lo más común a lo largo del “corto siglo XX” y basta ver que en las Naciones Unidas se ha pasado de apenas cincuenta Estados fundadores en 1945, a casi doscientos en la actualidad. Es verdad que esta “inflación” de Estados está relacionada con la descolonización del antiguo “tercer mundo” y con la implosión del “segundo mundo” (la URSS y su área de influencia), pero es claro que no estamos en un mundo global “posnacional” sino claramente nacional, con abundancia de símbolos, banderas e himnos que nos recuerdan a cada paso que las naciones existen. Lo más banal pero no menos indicativo son los espectáculos deportivos o las conferencias políticas multilaterales. Aunque se suele decir que el “nacionalismo se cura viajando”, lo más común que se encuentra en los viajes es justamente lo contrario: el peso de las naciones.

Ahora bien, ¿tiene algún sentido ser un Estado nuevo en el marco de la Unión Europea o es un caso cerrado e inmutable? Esto depende de cómo se entienda la naturaleza política de la UE, si se considera una unión política en potencia (la vieja aspiración de unos “Estados Unidos de Europa”) o si está demasiado marcada por los acuerdos económicos y monetarios, hasta el punto que se podría decir que se trata de una confederación de Estados nacionales y no de una federación plurinacional. Si se observa el comportamiento de los representantes de cada Estado miembro, lo más frecuente es que su estrategia esté presidida por los intereses nacionales y no por los comunitarios. Y si reparamos en las instituciones, a pesar del avance que ha logrado el Parlamento o la Comisión Europea, lo cierto es que no existe un poder europeo que responda ante la ciudadanía europea o que sea elegido directamente por ella. Los diputados del Parlamento, los comisarios, los dirigentes de muchas otras instituciones comunitarias son elegidos por cuotas nacionales. En realidad, esto es lo que explica que el grado de afección de los ciudadanos de la UE a sus instituciones sea muy bajo (en torno al 5 %). Hay muchas voces que pregonan que es precisa “más Europa” para combatir las desafecciones populares o nacionales respecto de la UE, pero la verdad es que la evolución de la política europea, al menos desde la fallida Constitución europea, no ha logrado invertir la tendencia de considerar las instituciones comunitarias como un club de intereses, regido por los propios eurócratas o los dirigentes de los Estados nacionales, y no como una comunidad política con perfil propio y autónomo de los miembros que la componen. Esto explicaría, entre otras razones, la aparición de soluciones alternativas que están poniendo en cuestión la propia idea de la Europa política tal como funcionó hasta fechas recientes, desde el Brexit británico hasta las variadas soluciones populistas, de izquierda a derecha en gran parte de los países europeos (entre ellos, algunos de los Estados fundadores, como Francia, Italia, Alemania o Países Bajos).

Esta perspectiva más realista y menos utópica de la UE debe ser tenida en cuenta a la hora de explicar el caso de Cataluña. Si los grandes actores de la política europea son los Estados nacionales y si aquel Estado al que pertenece Cataluña, a juicio de una porción importante de su ciudadanía, considera que no gestiona correctamente sus intereses o sus objetivos, ¿por qué no pensar en constituirse en un Estado para tener voz propia en un concierto con actores tan desiguales pero unidos por la condición de ser un Estado-nación, desde la pequeña Malta a la poderosa Alemania? Yo no sostengo que esta haya sido la razón más relevante en el desencadenamiento del procés catalán, pero resulta extraño que en el debate sobre esta cuestión no tenga apenas cabida la cuestión europea y que todo se reduzca a un combate entre el nacionalismo catalán y el nacionalismo español como un asunto interno. En este sentido, resulta ilustrativo el desigual comportamiento de la sociedad española sobre su propia concepción del “demos” o de la soberanía: intransigente respecto de cualquier demanda interna (ahora Cataluña, antes Euskadi) y condescendiente con las cesiones (pocas, pero sustantivas) de soberanía en favor del marco europeo. En todo caso, la creación de un nuevo Estado no es una operación fácil e, históricamente, suele darse esta oportunidad cuando tienen lugar conflictos bélicos o desmoronamiento de imperios, que no es el caso actual. Esta experiencia debería servir no para bloquear las demandas de Cataluña sino precisamente para lo contrario: abrir espacios de diálogo que exploren si es inevitable la independencia o si, por el contrario, es viable un nuevo marco de relación de Cataluña con España, quizás con un perfil de bilateralidad, sin llegar a la creación de estructuras nacionales propias. 

– Los usos políticos y en general públicos de la historia al modo como se hacía antes, es decir, para reforzar procesos de constitución de identidades de tipo nacional-estatal, han vuelto a manifestarse en la Cataluña y en la España de nuestros días por parte tanto de quienes están a favor de la independencia como de los autodenominados constitucionalistas. ¿Hay nuevos usos públicos de la historia que merezcan destacarse y, si es así, cómo los caracterizaría? ¿Por qué motivos brilla en este caso casi por su ausencia un uso público de la historia dispuesto a reconocer fracasos en el pasado o situaciones sin salida, a buscar espacios de diálogo y a hacer frente a la situación actual con nuevas ideas y formas de hacer política que resuelvan el conflicto en vez de agravarlo o aplazarlo? ¿A qué se debe y qué efectos políticos está teniendo el uso y abuso de referencias históricas con una gran carga de anacronismo, que echa mano del pasado remoto para legitimar el tipo de Estado actual o por el contrario la aspiración a uno propio, y asimismo instrumentalizan el pasado reciente para dar lecciones a los otros de democracia?

Conmemoración del 11 de septiembre de 1714 en el Fossar de les Moreres. Barcelona, 2014

Commémoration du 11 septembre 1714 au Fossar de les Moreres. Barcelone, 2014.

Joaquim Albareda – En efecto, ante este conflicto de identidades los viejos usos públicos de la historia han cobrado una gran fuerza. Por ejemplo, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), vinculada al PP, se ha mostrado combativa en este terreno y resulta chocante que los historiadores a los que recurre se proclamen paladines de una historia objetiva frente al nacionalismo catalán. Además de la “caverna mediática” española, el diario El País ha cerrado filas con las posturas españolistas más intransigentes. Pero el fenómeno no es nuevo. La Real Academia de la Historia publicó en 1997 España. Reflexiones sobre el ser de España, libro que además recibió el Premio nacional de Historia. El socialista catalán Ernest Lluch se preguntó entonces cuál sería la reacción en Madrid si un título semejante apareciera en Cataluña.

Es evidente que los Estados nunca han renunciado a un uso público de la historia en clave nacional. El primero de todos, el francés. Esta es, justamente, la Historia que más les interesa. En cambio, el uso público de la historia en clave racional (no emotiva) y cívica debería ser una apuesta decidida de los Estados y de los gobiernos autónomos para formar buenos ciudadanos y para consolidar una democracia de más calidad. Por contra, en España, junto al Estado, los gobiernos autónomos han tendido a promover discursos históricos particularistas que reforzaran su razón de ser, difuminando la visión de conjunto no solo española sino europea. El reto sigue ahí. Más preocupante, aún, es el triunfo de la posverdad en el ámbito político y comunicativo.

Paola Lo Cascio – Como nuevos usos públicos de la historia creo que hay que destacar algunas campañas institucionales y para-institucionales que se hicieron en los últimos años sobre la oposición antifranquista en las cuales se dilató desmesuradamente la contribución del nacionalismo catalán en las filas del antifranquismo. La operación tenía dos objetivos muy claros: establecer una similitud espuria entre la situación actual y la dictadura (cosa que, a pesar de las evidentes pulsiones regresivas que existen y que hay que denunciar sin fisuras, es sumamente peligrosa en la medida en que banaliza la dictadura) y rebajar la importancia de todas aquellas tradiciones políticas antifranquistas que hicieron de la colaboración a nivel estatal (¡e internacional!) el elemento decisivo para debilitar la dictadura. Hay grados e intensidades diferentes en este tipo de operaciones. Sin embargo, muchas de ellas establecen una contraposición entre una supuesta Cataluña intrínsecamente democrática y una España intrínsecamente autoritaria y alérgica a la democracia. Cosa que manipula con un solo movimiento dos realidades históricas. La primera es la existencia de una tradición profundamente democrática y republicana en el conjunto de España. Y la segunda, que el franquismo en Cataluña se acabó implantando gracias a unos sectores políticos y culturales autóctonos. Ciertamente, durante la dictadura y sobre todo la Transición Cataluña demostró la fuerza de su movimiento antifranquista, pero hubo catalanes que ganaron la Guerra Civil. El franquismo, por otra parte, no se implantó de la misma manera en todo el territorio peninsular. Con ello se quiere decir que si consideramos franquismo sólo aquello que se manifiesta con la parafernalia falangista – y que, efectivamente, en Cataluña fue minoritario –, estaríamos obviando una parte sustantiva de la realidad del régimen.

Centro de prensa. Barcelona, 1º de Octubre de 2017

Centre de presse, 1er octobre 2017. Barcelone, 2017.

Stéphane Michonneau – Sí, podemos decir que están en juego nuevos usos del pasado. La historia es una buena madre y permite muchos usos más o menos anacrónicos. Ofrece así profundidad y legitimidad a los discursos del presente. La denuncia que los historiadores pueden hacer aquí y allá de tales abusos es inútil porque estos usos se refieren a la construcción de mitos, mientras que su disciplina intelectual remite a un proceso de conocimiento científico. Si bien es normal y deseable que los historiadores continúen oponiendo la verdad de su investigación a las fabulaciones, no lo es menos que en las sociedades modernas los historiadores ya no tienen el monopolio de la palabra del pasado. Periodistas, aficionados, ciudadanos... muchos son ahora las instancias de fabricación del pasado y el historiador está sujeto a un duro régimen de competencia, en el que sus conocimientos no necesariamente tienen ventaja en la constitución del régimen de creencias que es, en definitiva, la fe nacionalista.

La democratización de la palabra del pasado no es el único factor explicativo del abuso de referencias históricas. Cataluña, como el resto de las sociedades occidentales, ha entrado en un régimen de historicidad, es decir, un modo de relación con el pasado, en que el presente dicta su ley. Es lo que François Hartog llama “presentismo”. En suma, el pasado es constantemente “puesto en el presente”, no es que sea invocado para guiar esta o aquella conducta, sino para justificar el presente. Esta “presencia del pasado” se llama memoria y es bien sabido que, después de la caída del Muro de Berlín, España se sumergió en una oleada memorialística que no ha cesado desde entonces. En España, esta oleada ha tomado la forma de la “recuperación de la memoria histórica” del trauma de la guerra civil y de la represión de Franco. Hoy, las instrumentalizaciones del pasado (que son antiguas) han vuelto a tener una intensidad excepcional porque la democratización de la palabra del pasado ha incrementado exponencialmente sus efectos.

Dicho esto, la crisis de la memoria no es solo una instrumentalización. También es la  expresión de múltiples memorias sociales, de recuerdos individuales y familiares bien vivos pero lo insuficientemente estructurados y homogéneos para proyectarse eficazmente en el espacio social. De allí la impresión de memorias silenciosas o calladas. La reivindicación de la “recuperación de la memoria histórica” corresponde así a una forma de búsqueda de la dignidad política y social, como muestra Manuel Reyes Mate. Por lo tanto, los nuevos usos del pasado también deben entenderse como la actualización de las nuevas versiones de la historia en una sociedad democrática que aprende a reconocer a sus víctimas, sobre todo las del régimen de Franco. En Cataluña, el viejo discurso victimista que el nacionalismo del siglo XIX había construido se revitalizó con la nueva aspiración social a una mayor verdad sobre los crímenes del franquismo. Este fenómeno ha construido una especie de poderoso consenso social y político en torno a la idea, históricamente falsa, de que la guerra civil es el resultado de un conflicto entre una Cataluña esencialmente democrática y un régimen fascista esencialmente español. Esta conjunción ha permitido a la sociedad catalana enfrentarse a su pasado, al tiempo que imputa la responsabilidad de los crímenes a los “otros”. En general, se puede decir que la sociedad catalana ha gestionado, a su manera, la persistente cuestión del pasado, una cuestión todavía pendiente en el resto de España. La cuestión memorial es otra clave para una comprensión fundamental de la crisis catalana.

Homenaje a Casanova. 11 de septiembre de 2014. Barcelona

Hommage à Casanova. 11 septembre 2014. Barcelone, 2014. 

Borja de Riquer – Con respecto a los usos actuales de la historia, quizás la diferencia sea que hay mucha más demanda ciudadana ante las dificultades por entender lo que ha pasado y las incertidumbres ante el futuro. Y ciertamente deberían crearse más espacios de dialogo, pero lamentablemente los políticos y algunos medios de comunicación lo están dificultando.

Quizás convendría que algunos políticos actuales y también no pocos articulistas y tertulianos leyeran más a los historiadores. Si así lo hicieran, seguramente serían mucho más prudentes en sus afirmaciones sobre las variadas identidades de los españoles y sus circunstancias. Porque éste es también un evidente caso de divorcio entre el mundo oficial, y lo que se plantea como opinión publicada o semioficial, y el mundo real. Entre lo que la política oficial pretende proclamar y lo que se deduce del análisis histórico y de la propia diversidad identitaria de la sociedad española. Las afirmaciones rotundas y dogmáticas de algunos no resisten su contraste con los datos históricos y sociológicos, pero ellos persisten con sus proclamas como si fuesen verdades de fe. Sin embargo, la propia realidad social es tozuda y persistente, por mucho que haya disposiciones oficiales que pretendan ignorarla.

Creo que una parte de la opinión española no es consciente de que el proceso soberanista catalán ya no tiene marcha atrás y que es, con mucho, la más firme y masiva movilización democrática de la historia contemporánea catalana. Y que ya es imposible el retorno a la situación anterior al año 2010. La realidad es que, hoy, buena parte de los ciudadanos de Cataluña se sienten profundamente incómodos dentro del actual sistema político y consideran que tienen el derecho a decidir democráticamente su futuro, como los escoceses. Ni más, ni menos.

Hace casi un siglo, el más prestigioso intelectual madrileño de entonces, José Ortega y Gasset, escribió un lúcido artículo en el diario El Sol motivado por la radicalización del movimiento catalanista, al haber fracasado el proyecto de estatuto de autonomía de la Lliga Regionalista presentado en las Cortes españolas. Ortega lanzaba la siguiente advertencia: “Nos tememos que a los que pretendían que Cataluña fuese el Piamonte de España, ahora van a sucederles los que prefieren que sea una Irlanda” (“La retirada de Cambó”, El Sol, 13.6.1923). Recuérdese que el texto es de 1923 y que poco antes, a finales de 1921, el gobierno británico se había visto forzado a aceptar la constitución del Estado Libre de Irlanda. 

Pienso que la advertencia de Ortega ha acabado siendo profética. Muchos intelectuales, políticos y periodistas de Madrid, aquellos que influyen en los medios de comunicación, apenas se han planteado seriamente el coste y el riesgo político que ha significado el haber dificultado constantemente que los catalanes pudieran actuar en España como los piamonteses en Italia: el no permitirles que se sintieran cómodos, codirectores y reconocidos. Algunos políticos catalanes, tanto de derechas como de izquierdas, desde Francesc Cambó a Pasqual Maragall, lo pretendieron con diferentes propuestas que siempre fueron rechazadas o desnaturalizadas. Por ello la conclusión a la que muchos catalanes han llegado hoy es que la vieja España es irreformable y que no les han dejado otra opción que seguir el mismo camino que los irlandeses, como se temía José Ortega y Gasset.

En el debate entre los historiadores ciertamente algunos recuren a anacronismos poco aceptables. Pero también hay quien niega las evidencias de forma sectaria. No hace mucho un conocido historiador, que ahora ha adoptado notorias posiciones españolitas, negaba en público no sólo que Cataluña fuese alguna vez una nación, sino que incluso que tuviera estructuras de Estado antes de 1714. En este caso el sectarismo y la ignorancia van bien juntas. Sobre la existencia o no de la nación catalana, como también en el caso de la española, o se tienen los criterios de rigor histórico y de la comparación, o nos dedicamos a hacer pura ideología defendiendo que la mía sí es una nación y en cambio la tuya no. Sostener que no eran “estructuras de Estado” las de un país que tenía un sistema de representación política propia (Corts), un gobierno propio (Generalitat), una fiscalidad, presupuestos, moneda, aduanas, legislación, justicia y  hacienda propias, un sistema militar propio, además de una lengua, cultura, costumbres, historia, tradiciones, diferenciadas de los otros territorios de la monarquía compuesta de los Austria, etc., es de ignorantes o de manipuladores. ¿Qué son las estructuras de Estado en el siglo XVI, sólo la Corona? ¿Cuándo en 1640 Pau Claris intenta consolidar la República Catalana, o después ofrece a Luis XIII ser Luis I de Catalunya, lo hace como una simple reacción anti-castellana, o como un acto de soberanía?

En un voluminoso libro dedicado a la historia de Cataluña, dirigido por un conocido catedrático de historia económica de Madrid, se denuncia, como prueba irrefutable de la perversa manipulación de la historia por parte de los historiadores catalanes, la enfermiza obsesión que tienen por mantener una numeración diferente respecto a los reyes de la Corona de Aragón. Si este personaje hubiera consultado las fuentes históricas podría comprobar, por ejemplo, que Pedro el Ceremonioso, cuando estaba en Cataluña firmaba siempre como “Pere, lo terç” y cuando estaba en Aragón, lo hacía como “Pedro, cuarto”. El soberano sabía perfectamente qué denominación debía utilizar dependiendo del territorio en que estaba. Realmente, no hay nada más atrevido que la ignorancia de algunos que pretenden dar lecciones de todo.

Mito de la bandera catalana. Museu d’Història de Catalunya. Barcelona, 2008

Mythe du drapeau Catalan. Musée d’Histoire de la Catalogne. Barcelone, 2008.

Ramón Villares – Son muchas cuestiones las que se exponen en esta pregunta. Creo que podría resumirlas en tres puntos que me parecen esenciales. El primero es bastante común, aunque nada fácil de explicar: el uso (y abuso) público de la historia como arma de combate político o, dicho de otro modo, la sustitución del debate sobre el presente por una apelación constante al pasado, convirtiendo a los historiadores en “profetas del pasado”. Como ya sugerí anteriormente, es cierto que existe un uso de la historia con fines políticos y partidarios que no es nuevo, pero no por ello deberíamos concluir que es inevitable. Creo, además, que la vinculación de la historia con proyectos nacionales es una parte del problema, pero no lo es todo. El elevado grado de conflictividad política y mediática que está viviendo España a cuenta del procés catalán no deriva ni mucho menos de la manipulación o falsificación del pasado, aunque tenga tintes de acerado combate ideológico. Las acusaciones recientes sobre la manipulación histórica que supuestamente está presente en los sistemas educativos (especialmente señalados son los autonómicos) olvidan que las líneas generales de la educación patria de los españoles, desde Modesto Lafuente (1806-1866) hasta el franquismo, estaban fundadas especialmente en la legitimación de la unidad territorial, la monarquía y la religión católica. El texto de Lafuente ya fijaba los “gérmenes de la unidad nacional” en el periodo visigodo y en la confluencia de la “unidad legal” de Leovigildo (fallecido en 586) con la “unidad de la fe” representada por Recaredo (muerto en 601). En suma, que en España la “nacionalización del pasado” ha tenido más trazos de carácter religioso y monárquico que propiamente cívico, fijando hitos simbólicos desde Covadonga hasta la unión de las coronas de Aragón y Castilla: “una religión, un sacerdocio, un trono, un rey, un pueblo y una monarquía”, como expresión de la España eterna, era la conclusión de Lafuente, hace siglo y medio. Esta visión es la que, tímidamente, quiso revisar la España democrática, pero, a lo que se ve, con poco éxito. 

El segundo es indagar por qué no se ha abierto paso en España un uso de la historia más vinculado a problemas como la moral fundacional del sistema democrático o al llamado, por influencia habermasiana, “patriotismo constitucional”. Aquí encuentro varias explicaciones complementarias. La primera es que, pese al enorme desarrollo que experimentó la historiografía española desde los años ochenta, esta eclosión de trabajos académicos y de revisión muy severa del pasado no tuvo una presencia paralela en el espacio público y, además, se preocupó poco de la creación de políticas de la memoria congruentes con un régimen político democrático. En segundo lugar, la cultura de la Transición estuvo presidida por una reacción antihistoricista, probablemente debida al hartazgo de aquella España franquista “una, grande y libre”, que respondía a una concepción de la historia española de raíz conservadora, codificada claramente desde el siglo XIX y que había dejado al margen la tradición liberal del institucionismo. El consenso de la época de la transición, sin que ello hubiera sido motivo de un pacto explícito, dejó en mal lugar a la historia frente a otras ciencias sociales, desde la sociología a la economía. Este sesgo fue evidente durante toda la larga etapa de gobierno del PSOE (1982-1996), concentrado en modernizar la sociedad española lo que, de rebote, comportaba un rechazo implícito del pasado. Pero, en tercer lugar, lo más relevante de aquellos años de estreno de un sistema democrático fue que se tiró el niño con el agua de la jofaina. El niño debería encarnar una fundamentación de la nueva democracia en la tradición republicana, amparada por la legitimidad que podría aportar el exilio de la guerra civil y por la herencia de la modernidad cultural de la preguerra. Dicho de otro modo, la Transición no fue capaz de lanzar políticas de memoria de raíz democrática, ni tan siquiera recuperando figuras esenciales que actuaran, al modo de la época liberal, como ejemplos de “sacerdocio cívico”. Por eso, cuando se postularon alternativas como las de fundar un patriotismo constitucional o, en tiempos del gobierno de Rodríguez Zapatero (2004-2011), se propuso revisar severamente la historia más reciente (la guerra civil o la represión franquista), o bien era ya algo tarde o bien se tomaron caminos torcidos, como el seguido por la inflación de “memoria histórica”.

En este contexto, no sólo de sistema democrático sino de una nueva organización territorial a través del Estado de las autonomías, el cultivo de la historia experimentó un sesgo regionalista o nacionalista que comenzó a entrar en competencia con la considerada como historia nacional de España. Y aquí entra un tercer punto, que fue la creación de compartimentos estancos entre los territorios autonómicos, que se complementó con la ausencia de políticas de Estado de socialización cultural como un medio de hacer pedagogía del pluralismo y la diferencia. No se explicó bien lo que suponía la construcción de un Estado autonómico – especialmente necesitado en las políticas lingüísticas –, lo que supuso que la concepción plural e inclusiva de España se quedó a medio camino. Hubo, es cierto, avances importantes, especialmente en el ámbito simbólico, pero no fue posible forjar una memoria compartida de la historia de aquella “España de todos” de Bosch-Gimpera, ni a través de los medios de comunicación ni a través de las prácticas y los lenguajes adoptados por las minorías políticas dirigentes. La consideración de las lenguas españolas no castellanas como un patrimonio particular de sus autonomías y no del conjunto del Estado es el mejor indicador de que algunos problemas que ahora salen a la luz con ocasión del conflicto catalán tienen raíces bastante profundas. 

– La situación en Cataluña ha puesto de relieve un problema, que no es nuevo, el de la organización territorial del Estado. Para algunos intelectuales y comentaristas, lo que pasa en Cataluña es la última manifestación de la debilidad histórica del Estado nacional español, pero este es un punto de vista como mínimo muy criticado en la historiografía de los últimos años. Además, ¿no están acaso las democracias liberales europea en este siglo XXI con graves problemas que afectan a la cohesión y solidez de sus sistemas representativos y de gobierno? En unos Estados es la presencia en el poder o en sus aledaños de fuerzas políticas de extrema derecha, en otros son planteamientos que ponen en cuestión los fundamentos de la igualdad o de la libertad de expresión. En definitiva, ¿no es la propia fórmula del Estado democrático surgido de la Segunda Guerra Mundial lo que se pone en cuestión, a raíz de la globalización y de la profunda crisis de 2007-2008, y toma una forma peculiar en cada país? ¿Hasta qué punto la situación política actual en Cataluña obliga a los historiadores a replantearse el estudio de los procesos de nacionalización y de democratización de las sociedades en buena parte de Europa?

Joaquim Albareda – Hace tiempo que se anuncia la crisis del Estado-nación; sin embargo, a pesar de la globalización y de la Unión Europea, sigue teniendo un rol determinante como acaba de comprobarse en el caso del procés catalán, en contra de lo que algunos ingenuos pensaban. Además de ver cómo el gobierno del Estado es incapaz de ofrecer alternativas a determinadas demandas de carácter territorial, asistimos a una profunda crisis de un modelo de democracia y de representación política, como vaticinó antes de la crisis económica, en 2002, Luciano Canfora en Crítica de la retórica democrática. Pero, además, asistimos a un retroceso de la libertad y a un incremento de gobiernos con prácticas autoritarias.

La globalización y la crisis del 2007 lo pusieron en evidencia. De la historia, como ciencia, se espera que ayude a aclarar las cosas en el sentido de explicar las razones del desapego de los ciudadanos a una política que no para de defraudarles y el aumento, en consecuencia, de movimientos nacionalistas, populistas de distinto pelaje o abiertamente fascistas. El fracaso de la construcción política de Europa y las graves consecuencias sociales de sus políticas económicas agresivas y conservadoras ante la gran crisis (como no se ha cansado de denunciar Yanis Varoufakis) han contribuido no poco a alimentar tales movimientos, entre los que se encuentra el separatismo catalán. Pero no veo que ello implique que los historiadores se replanteen el estudio de los procesos de nacionalización y de democratización de las sociedades. Simplemente hay que reajustar el análisis y prestar atención al contexto tanto global como particular en que se desarrollan tales procesos y movimientos. Y, en el caso que nos ocupa, al conflicto por la soberanía política a escala española, europea y de los mercados globales, como ha señalado el político catalán Joan Coscubiela en su excelente libro de análisis sobre el “proceso” catalán Empantanados (2018).

Paola Lo Cascio – Como es notorio, hay un largo debate sobre la debilidad de la construcción nacional española, así como lo hay en torno a la debilidad del despliegue del Estado. No entraremos en ello con detalle. Sin embargo, cabe decir dos cosas. La primera hace referencia al hecho de que en la recuperación democrática el nacionalismo catalán conservador, hegemónico durante mucho tiempo, no supo o no quiso contribuir hasta el final a que el proyecto estatal español fuera diferente. Ciertamente, lo hizo durante la Transición (ahí está la contribución de personajes como el político catalán Miquel Roca), pero la tendencia colaborativa sucumbió a una visión que puso siempre por delante un proyecto institucional y nacionalizador pensado únicamente para Catalunya. Un proyecto que asumía sin demasiados problemas la simultaneidad de otras identidades y otros imaginarios, pero que nunca quiso ir más allá de imaginar un proyecto para el conjunto del Estado. Siempre se recuerda a Pujol como campeón de la gobernabilidad estatal, pero no se recuerda que no quiso nunca entrar en un gobierno estatal. Quien lo planteó, dentro de su partido – como Miquel Roca –, acabó marginado. La segunda y última cuestión se refiere a la crisis de la representación que es un fenómeno europeo.  Y que se conjuga de forma diferente en cada caso. En España, tiene su momento álgido en correspondencia con la crisis económica porque rompe los consensos que habían estado en la base de la Transición y acaba dinamitando el sistema de partidos tradicionales, manteniendo no obstante un antagonismo explícito entre conservación y progreso, derechas e izquierdas. En Catalunya este estruendo genera una dinámica más complicada que se entrecruza con las cuestiones del autogobierno. La reacción (confusa, entremezclada, más epidérmica que política) cuenta con un imaginario de repuesto. La socióloga catalana Marina Subirats ha hablado de Utopía Disponible al referirse al independentismo y creo que, en esto, tenía toda la razón. Con una característica importante: quienes supieron aprovechar este imaginario de repuesto, esta utopía disponible – a un precio, en mi opinión, demasiado alto para la sociedad – fueron los mismos que habían llevado al desastre. Si no cambia mucho algo en los próximos tiempos, lo más probable es que en 2018 sea president o presidenta algún dirigente que proceda, una vez más, del nacionalismo conservador. Vuelta a empezar.

Turistas en el Fossar de les Moreres. Barcelona, 2006

Touristes au Fossar de les Moreres. Barcelone, 2006.

Stéphane Michonneau – Permanezco apegado a la idea de la “débil nacionalización de España”, incluso si mis trabajos contribuyen a relativizarla. Los catalanistas defienden una idea “imperial” de España, muy antigua, que sostiene el respeto a las peculiaridades de los componentes políticos que la constituirían. Los constitucionalistas defienden una idea “nacional” de España, mucho más reciente e incierta, que trabaja por una cierta homogeneización política y cultural. Veo en ello la querella de los antiguos y los modernos, los catalanistas estando cerca de un diseño “habsbúrgico” de España, mientras que los unitarios están cerca de una concepción borbónica del país. Si para los catalanistas, España es un imperio en sí misma, nunca es más fuerte que cuando preserva las peculiaridades de sus componentes, que hoy se llamarían “naciones”. Los catalanistas piensan que España es un Estado plurinacional, o incluso una confederación de Estados nacionales. Esta concepción es original, ya que relativiza la noción de soberanía absoluta: en un vocabulario de Antiguo Régimen, se hablaría de “majestad” que es un concepto relativo (maior). En el contexto actual de crisis de los Estados nacionales y de reforzamiento de una realidad supraestatal como es la Unión Europea, esta concepción “imperial”, actualizada según criterios de hoy en día, tiene futuro.

La crisis catalana es, por supuesto, el signo de una crisis en la organización territorial de España. Se ha dicho que también es indicio de una crisis del Estado de bienestar, y de sus deficiencias, tal y como se construyó a partir de los años 1930. También es una manifestación particular de la crisis de la memoria que cruza toda España También es una señal de abandono del sistema de partidos heredado de 1978, los nuevos partidos (CUP, Ciudadanos, Podemos-Podem, ERC hasta cierto punto) libran una batalla despiadada contra los viejos partidos de la transición (PP, PS, CiU, etc.). Esta lucha ha provocado la reactivación de una crisis de régimen donde la monarquía, debilitada por la sucesión de Juan Carlos, está en entredicho por la vieja idea republicana. Por lo tanto, es el signo de una crisis del sistema de representación que concierne a toda Europa.

En definitiva, cinco crisis en una. Todas son diferentes y de antigüedad variable: la cuestión del régimen ha conocido muchos avatares; la de la democracia participativa es más reciente. Todas estas crisis tienen en común que conciernen a toda la sociedad española en su conjunto. En mi opinión, deberían ser analizadas por separado, pero teniendo en cuenta un fenómeno singular. En Cataluña, estas crisis se yuxtaponen y las líneas de fractura que diseñan se alinean en una única fractura: la del separatismo versus el constitucionalismo. Sea el que sea el resultado de esta crisis, se necesitará mucho talento en los historiadores del futuro para comprender las razones de esta cristalización. La palabra “independentismo” ha actuado como un detonador que ha aglutinado problemas de distinta naturaleza – económicos, políticos, sociales, culturales. Esta palabra ha permitido la convergencia de esperanzas, frustraciones, cóleras y resentimiento muy variados, y probablemente contradictorios entre ellos. Pero esta palabra ha funcionado, en el sentido de que ha ofrecido a muchos grupos sociales un horizonte, un futuro que ya no entreveían. ¿Acaso la vida política no está hecha de palabras y lemas capaces de vincular esperanzas y sueños? En consecuencia, si la crisis catalana ofrece a los historiadores un bello campo de estudio este es el de la performatividad de la palabra política, la capacidad que tiene la palabra “política” de forjar – o no – la realidad que describe, más allá de las contradicciones inherentes de las cuales es la proyección.

Borja de Riquer – Estamos ante la crisis final del modelo de Estado-nación forjado en el siglo XIX, pero su agonía puede ser muy larga. Hoy son muchos los países que han delegado buena parte de su soberanía económica en la Unión Europea. Y eso ha sucedido en tiempos de creciente globalización de las relaciones financieras y económicas. Los Estados parecen querer resistirse a perder más soberanía, sobre todo la política, pero este es un proceso irreversible, a no ser que haya un auténtico cataclismo.

Pero lo que me más preocupa hoy es la crisis de la propia democracia, o mejor dicho, el sesgo autoritario que se está imponiendo en algunos sistemas políticos democráticos, como el español.  Estamos ante la crisis constitucional y política más grave de la actual etapa democrática española. Y uno de los síntomas más preocupantes de ella es la confusión existente entre lo que es democracia y lo que es el Estado de derecho. La legalidad no puede restringir a la democracia. Siempre y en todos los países democráticos hay tensiones entre la legalidad constitucional y los derechos democráticos. 

Hace casi cien años Francesc Cambó (1876-1947) se lamentaba en el Congreso de Diputados de que el pleito entre el deseo de libertad colectiva catalana y el marco jurídico español podía ser eterno. No estaba demasiado equivocado. Hoy uno de los núcleos del contencioso político está efectivamente en el enfrentamiento entre la legalidad y la legitimidad. Porque la experiencia histórica hispánica está demasiado llena de soluciones inútiles, de pactos que al final no lo fueron por no querer abordar con valentía esta contradicción. Considero que ya se han acabado los tiempos de las falsas componendas, de las “conllevancias” y de las actitudes supuestamente condescendientes. 

Sostener hoy que el ordenamiento legal no permite dar solución a un grave problema político como el catalán es una insensatez. La política es precisamente el arte de resolver los problemas y no de intentar minimizar su existencia ocultándolos. Todo sistema democrático debe buscar el equilibrio entre la legalidad y las demandas democráticas. Y esa conciliación se hace mediante pactos, reformas legales e incluso de las constituciones. Pero la tendencia que se está imponiendo en España es la de imponer a toda costa el principio constitucional y despreciar, o minusvalorar, el principio democrático. Ha desaparecido de la política española el espíritu de tolerancia y de pacto. La peligrosa judicialización de los problemas políticos es un claro síntoma de este proceso. Dejar en manos de los jueces decisiones que deberían ser de los políticos y resueltas entre ellos, es una grave irresponsabilidad ya que implica inhibirse de buscar una resolución pactada en el terreno de la política. 

Somos muchos los que opinamos que el principal problema que hoy tiene Cataluña no es no tener un Estado propio, sino tener un Estado en contra: un régimen político que no nos respeta como país, que no reconoce nuestra entidad nacional, que apenas nos permite decidir en los ámbitos socio-económico, político, fiscal, cultural y simbólico, y que nos discrimina. Y un régimen político cuyos gobernantes que no han dudado en utilizar la “guerra sucia” contra el independentismo catalán y que consideran que todas las actuaciones están justificadas si se trata de defender la unidad española. Lo que ha pasado estos últimos años no ha sido más que la confirmación de la incapacidad política e intelectual de los dirigentes españoles para abordar con valentía y realismo la cuestión catalana.

Ramón Villares – Construir una nueva organización territorial del Estado ha sido, tal vez, la apuesta más ambiciosa (y, por tanto, más controvertida) de la Transición democrática. Es verdad que había una tradición republicana de autonomías políticas que, de forma un poco retorcida, fue reconocida en la propia Constitución de 1978, al distinguir las vías de acceso al régimen de autonomía de las “nacionalidades” (con Estatutos plebiscitados en tiempos de la Segunda República) y las “regiones”, que adquirieron un estatus de autonomía a través de lo que coloquialmente se ha llamado “café para todos”.  Se suele decir que es preciso cerrar la cuestión territorial en España, pero también se podría argumentar que fue abierta u organizada, en gran parte, una vez aprobada la Constitución de 1978, como una fórmula que, a cambio de extender los regímenes de autonomía, dotados incluso de asambleas legislativas, lo que realmente se pretendía era homogeneizar o rebajar las aspiraciones de las tres “nacionalidades” reconocidas implícitamente en el texto constitucional (Cataluña, Galicia y País Vasco). Fue un proceso de tratamiento igualitario de realidades políticas e identitarias claramente desiguales. El debate actual sobre Cataluña, aunque evita entrar en estos pormenores, trae algunas causas de aquella política autonómica que a juicio de algún diputado constituyente (José Luis Meilán Gil, El itinerario desviado del Estado Autonómico y su futuro, 2015) se separó claramente de lo previsto en la propia Constitución de 1978, debido a los pactos de “armonización” del proceso autonómico suscritos en diversos momentos (1981 y 1992) por los dos grandes partidos (Unión del Centro Democrático/PP y PSOE), que marginaron del inicial consenso constituyente a los partidos nacionalistas de Cataluña y País Vasco.

Ahora bien, si nos centramos de modo concreto en la cuestión de Cataluña, entiendo que en esta pregunta hay dos grandes problemas que merecen un breve comentario. El primero se refiere a los procesos de nacionalización de la población española y a la existencia de diversos proyectos nacionales (Cataluña, Euskadi y Galicia) que han entrado durante el siglo pasado -y continúan en el presente- en concurrencia con el proyecto del nacionalismo de Estado. Cómo explicar la existencia en España de diversos proyectos nacionales competitivos entre sí durante el siglo pasado, en una época histórica de afirmación de los Estados nacionales europeos, no deja de ser un argumento sólido para reforzar el viejo cliché de que “España es diferente”. Pero más allá del estereotipo, lo cierto es que desde principios del siglo XX la fuerza del catalanismo, aunque se calificase de regionalista, tenía una clara voluntad de ser un proyecto nacional. Que este resultado fuese debido a la “débil nacionalización española” (Borja de Riquer) o a la “crisis de penetración del Estado” (José Álvarez Junco) es debate historiográfico que sigue abierto, tanto desde un análisis endógeno como en términos comparados con otros procesos, especialmente el francés de la Tercera República. El resultado de la contraposición entre el “Estado débil” y la pujante sociedad industrial y burguesa de Cataluña fue que se produjo un empate, en el que ninguna de las partes venció claramente, pues ni con dos dictaduras políticas (1923-1930 y 1939-1975) el nacionalismo español se impuso totalmente ni tampoco la sociedad catalana logró construir un Estado nacional propio. Tratar de deshacer el nudo gordiano de un bloqueo de más de un siglo es lo que, a mi juicio, se está ventilando en la actualidad. Y, por el momento, aquel empate se reproduce también en el seno de la sociedad catalana y en el perfil de sus representantes parlamentarios elegidos en las dos últimas elecciones, con un porcentaje del 50 % para cada bloque político (“unionista” y “soberanista”). Demasiados bloqueos para asunto que, en su complejidad, necesitaría sutileza política o una buena dosis de “finezza” a la italiana.

El segundo aspecto, no menos relevante, tiene que ver con la calidad de las democracias liberales y su capacidad para integrar tanto alternativas nacionalistas como populistas, que son distintas pero pueden confluir en algunos casos. Para algunos protagonistas del procéscatalán e incluso para algunos analistas, el viraje hacia eldret a decidiry las sucesivas movilizaciones cívicas multitudinarias desde la Diadade 2012 serían la expresión catalana de un malestar que en otros lugares se ha concretado en alternativas populistas y, en general, críticas con la situación de la Unión Europea, sea el Brexit, el Frente Nacional francés, el M5S de Beppe Grillo en Italia, Podemos en España o Syriza en Grecia. Aunque es injusto meter todo en el mismo saco, es evidente que existe un malestar social y político en Europa, acentuado con los efectos de la Gran Recesión, que pone en cuestión no sólo los mecanismos de representación política de raíz liberal, sino la propia democracia como ha sido configurada en el pacto o consenso de la segunda posguerra mundial, entre la democracia cristiana y la socialdemocracia. ¿Podría sostenerse que el fin de aquel consenso explica la cuestión catalana? En mi opinión, sólo de modo parcial. Así como la crisis de la democracia liberal presenta variedades muy notables de un país (europeo) a otro, también sucede en España, donde cohabitan dos fórmulas que coinciden en el tiempo pero que no necesariamente traen causa del mismo origen: la aparición de nuevos partidos o movimientos políticos y el viraje independentista de los partidos nacionalistas catalanes. 

El segundo aspecto, no menos relevante, tiene que ver con la calidad de las democracias liberales y su capacidad para integrar tanto alternativas nacionalistas como populistas, que son distintas pero pueden confluir en algunos casos. Para algunos protagonistas del procéscatalán e incluso para algunos analistas, el viraje hacia eldret a decidiry las sucesivas movilizaciones cívicas multitudinarias desde la Diadade 2012 serían la expresión catalana de un malestar que en otros lugares se ha concretado en alternativas populistas y, en general, críticas con la situación de la Unión Europea, sea el Brexit, el Frente Nacional francés, el M5S de Beppe Grillo en Italia, Podemos en España o Syriza en Grecia. Aunque es injusto meter todo en el mismo saco, es evidente que existe un malestar social y político en Europa, acentuado con los efectos de la Gran Recesión, que pone en cuestión no sólo los mecanismos de representación política de raíz liberal, sino la propia democracia como ha sido configurada en el pacto o consenso de la segunda posguerra mundial, entre la democracia cristiana y la socialdemocracia. ¿Podría sostenerse que el fin de aquel consenso explica la cuestión catalana? En mi opinión, sólo de modo parcial. Así como la crisis de la democracia liberal presenta variedades muy notables de un país (europeo) a otro, también sucede en España, donde cohabitan dos fórmulas que coinciden en el tiempo pero que no necesariamente traen causa del mismo origen: la aparición de nuevos partidos o movimientos políticos y el viraje independentista de los partidos nacionalistas catalanes. 

Termino, pese a todo, con una pequeña dosis de esperanza. La historia ni se repite ni es, como se ha creído, magistra vitae. Es el presente trenzado de memoria y de experiencia el que debe marcar las pautas de acción. Por mi parte, he tratado de exponer algunas razones que explican cómo se ha llegado a este punto, tanto en el viraje independentista en Cataluña como en la rigidez de la respuesta del Estado a tal desafío. Agradezco a los redactores de la revista esta oportunidad. Pero es claro que ahora falta lo más difícil, que es salir de este pantano, tarea en la que el ejercicio de la política en su más prístino sentido será la mejor lección de historia para las generaciones futuras. Y que el historiador que lo cuente no se aparte del método de Tucídides: visión de “extranjero” y reconocimiento de los bandos en litigio.

Conmemoración del 11 de septiembre de 1714 en el Fossar de les Moreres. Barcelona, 2014

Commémoration du 11 septembre 1714 au Fossar de les Moreres. Barcelone, 2014.

Grandaj Nacioj

El proyecto Grandaj Nacioj (Grandes Nacionesen Esperanto) es la continuación de dos trabajos anteriores en torno a las identidades políticas : Mítines, se sumerge en la iconografía y el marketing en las campañas electorales ; Parlamentos, explora los espacios institucionales de la representación nacional democrática

El clima político catalán se ha crispado a lo largo de los últimos años. En ese contexto, me interesan los signos y símbolos movilizados para dar forma a la afirmación de una identidad catalana. Me pregunto igualmente de qué modo se construyen los puentes entre, por un lado, las emociones individuales y colectivas y, por otro, las instituciones, en tanto que abstracciones racionales.

La construcción o la existencia de una identidad colectiva supone la intervención de una cierta cantidad de factores (psicológicos, históricos, simbólicos, políticos…) que a menudo  utilizan elementos visuales para dotarse de sentido. Mis fotografías documentan esos espacios simbólicos, que son también espacios visuales, pensados por sus creadores para ser observados y vividos a fin de forjar o reforzar una identidad.

Bruno Arbesú 

Site Web : www.brunoarbesu.com

 

Unfold notes and references
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1

Lola García, El naufragio. La deconstrucción del sueño independentista, Barcelona, Península, 2018.

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2

John H. Elliot, Catalanes y escoceses. Unión y discordia, Madrid, Taurus, 2018.

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3

Nous renvoyons à : Jordi Amat, Largo proceso, amargo sueño. Cultura y política en la Cataluña contemporánea, Barcelona, Tusquets, 2018 ; Jordi Amat, La conjura de los irresponsables, Barcelona, Anagrama, 2018 ; Ignacio Sánchez-Cuenca, La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana, Madrid, Catarata, 2018 ; Santi Vila, De héroes y traidores. El dilema de Cataluña o los diez errores del procés. Barcelona, Península, 2018.

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4

« Gauche républicaine catalane ».

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5

« La Catalogne en commun ».

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6

« L’Espagne contre la Catalogne ».

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7

Le « procés » désigne le processus indépendantiste en Catalogne.

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8

La Renaixença (« renaissance ») constitue un phénomène culturel de redécouverte de la culture catalane et de valorisation du catalan en tant que langue littéraire. Ses premiers développements remontent aux années 1830.

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9

L’Eixample désigne les nouveaux quartiers construits à Barcelone sous la houlette d’Ildefons Cerdà à partir du début de la seconde moitié du XIXe siècle. Le phénomène de « l’extension » urbaine (los ensanches) grâce à la destruction d’anciens remparts touche également Madrid à compter de 1860, puis bien d’autres capitales de la géographie espagnole.

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10

Le statut d’autonomie d’une communauté autonome est une loi organique qui régit son organisation institutionnelle.

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11

« Candidature d’Unité Populaire ».

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12

« Société Civile ».

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13

En français dans le texte.

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14

« Industriels et hommes politiques ».

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15

« Les deux Espagnes ».

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16

Référence au proverbe espagnol « más vale pájaro en mano que cien volando », qui correspond au proverbe français  « un tien vaut mieux que deux tu l’auras ».

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17

« Madrid s’en va ».

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18

Allusion au roman d’Eduardo Mendoza, La ville des prodiges (1986) dans laquelle il décrit le développement fulgurant de la ville de Barcelone entre 1888 et 1929.

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19

« le long processus ». Il est fait ici référence à un ouvrage de l’essayiste Jordi Amat, El llarg procés. Cultura i política a la Catalunya contemporània (1937-2014), Barcelone, Tusquets, 2015.

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20

En français dans le texte.

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21

« d’y aller franchement ».

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22

« España de todos ».