Debo, ante todo, confesarme influido por la relectura de Max Weber y Hans G. Gadamer, o por la más fresca del malogrado Tony Judt, quien dedicó cientos de páginas de historia contemporánea a los intelectuales y su responsabilidad1. Aunque me es imposible ignorarlos, procuraré tomar distancia de ellos, como de tantos otros, para desgranar aquí una reflexión personal sobre el uso del pasado y sus implicaciones. Creo conveniente, al menos para mí argumento, distinguir pasado e historia, una obviedad para muchos, y recostar mi elaboración desde adentro de nuestro oficio. Si bien hablaremos de un mundo relacional y sistémico (el pasado, la historia, los usos públicos, la política de y en la historia), no es sino desde la práctica concreta de esta antigua disciplina que puede extraerse una deontología razonable y compartible.
Agrego que no es común hallarse convocado a reflexionar sobre la responsabilidad en la profesión. Algo hemos hecho que nos trajo hasta aquí, ahora, a una suerte de pausa que ambienta la meditación acerca de la función pública de nuestras tareas, de su sentido.
La noción de uso público del pasado es relativamente reciente en la crítica historiográfica, aunque no lo es, obviamente, en la historia. Nos coloca activa o pasivamente en el campo de la acción: se hacen cosas con él y muchas cosas son posibles a partir de ese uso. La acción que se abre con el uso deriva de un juego esencialmente ambiguo, entre la objetividad del pasado, concebido como algo diferente al presente, y la continuidad con la que se ofrece y sin la que el uso no tendría mayor sentido. En pocas palabras: aquellos son otros, pero todavía nos dicen algo “útil”. Dado que la historiografía no tiene imperio sobre el pasado, debería entonces dar forma a algunas reglas que son las que la definen y establecen el marco para un ejercicio acotado del cual hacerse responsable.
La distinción deontológica crucial para esta empresa, la más obvia a nosotros pero no tanto para los públicos no académicos, es la que diferencia pasado e historia. Tomada en serio funciona como una confesión tranquilizadora por cuanto nos exonera, a los historiadores, de dar cuenta de una totalidad ausente e inasible. La operación en la que estamos, por el contrario, reposa en un conjunto de discontinuidades y recortes, huellas de lo que se fue (“el otro que aparece sólo como huella de quien ha pasado”)2 e hilos con los que hilvanamos un relato no mimético; preguntas desde el presente a un pasado3 que no habla más que desde rastros pobres. Y más a fondo, todavía, la discontinuidad entre nosotros y aquellos, entre pasado y presente, entre el recuerdo como actividad creativa, la memoria4 como cemento evanescente y la historiografía como operación intelectual e intelectiva. El uso abusivo del pasado comienza cuando estas distinciones y desniveles son ignorados o confundidos.
José Antonio Suárez Londoño, dessin, 2005.
Estas confusiones no responden a un plan político o epistemológico, aunque tengan implicaciones en ambos campos. La asimilación entre pasado e historia, o mejor, pasado e historiografía, deviene en última instancia negación de la historiografía y define una forma de uso público del pasado, un uso incontrolado, desregulado. Cabe decir, por contraste, que la construcción del estatuto científico y profesional de la historia, sobre todo desde el siglo XIX cuando se afirma en academias, revistas y universidades, no protegió a la historia ni a la política de los usos abusivos del pasado. Los nacionalismos contemporáneos no son comprensibles sin “la historia nacional” (expresión que por su tinte teleológico nos cuidamos mucho de usar pero que persiste en la prensa, el periodismo, la escuela, la política) y ese proyecto pedagógico y político le debe mucho a la historia profesional, luego ganada por el escepticismo en este tema.
Recapitulo, reformulo, anuncio un paso más: un principio de realismo o sensatez dice que, aun habiendo distinguido con firmeza pasado e historiografía, el uso público es inevitable y recomendable en la vida política, al menos desde las primeras versiones de la república antigua. Sea como maestra en la versión ciceroniana5 o como “lago para la pesca” de ejemplos morales6, sea para preservar y conservar tradiciones, o para quebrarlas, no contamos el pasado sin pretensiones de uso, es decir de acción, de argumento. Si los profesionales no tenemos dominio pleno sobre el pasado, podemos al menos contribuir a la calidad de los argumentos con los que hablamos de él, a devolver complejidad cuando se nos pide simplicidad y simplificación. Los usuarios del pasado han de saber, si se lo hacemos saber, que desde la historiografía –una mediación intelectual– no todo es posible, ni cerrado, ni demostrable.
Hay buenas razones para rechazar la superioridad de la ciencia en el conjunto de acercamientos a la realidad, incluso entre los más racionales. Es preferible ponerla a prueba, a la ciencia, más por sus modos, reglas, prácticas que por sus pretensiones finales de verdad o sus funciones proféticas.
También la política hace lo suyo, y vamos todos por el pasado en una avenida de doble mano. Podemos aceptar y reclamar a la historiografía como escisión y autonomía, como la faena de los que “llegan a la autopsia” cuando todo ha terminado. Pero la materia prima común –las sociedades, el tiempo, las sociedades en el tiempo– nos acerca necesariamente a un mundo en el que lo público y la política hacen su trabajo. Habremos de aceptar que la política, en tanto parte y vibración del presente también demanda, obliga, marca temas, acucia. (Un dirigente político a quien mucho estimo me pidió consejo para hablar de Felipe Varela7 en la hora previa de la Cámara; él ya tenía un juicio muy firme sobre el asunto que me hizo pensar que lo que Tulio Halperin decía sobre el revisionismo como sentido común es cierto. Pero abandoné, creo, mi tentación supervisora, de guardián, mi tentación de amonestarlo desde “el pedestal de la ciencia”; me puse a pensar cuánto hay de genuino, intransferible, de auténtico en el uso del pasado y de la historia entre los políticos y su relación con los ciudadanos).
Retengamos este relato menor –un diputado que clama en el desierto con un pasado– como testimonio de un mundo que está a punto de morir: la política posmoderna es bastante desmadrada, sin pasado8, o cuenta con un pasado a medida, en el mejor de los casos. Cada vez más a menudo nos encontramos con una retórica atemporal de la felicidad, como la de los políticos que nos hablan una y otra vez, en campaña o en reposo, del bienestar, o la felicidad, o la salud de todos los uruguayos, argentinos, etcétera. Tal parece el horizonte epistemológico de la política en la posmodernidad, para el que el pasado es apenas una capa muy delgada e incapaz de soportar un leve viento. La política es ofrecida, vivida, esperada como presente puro, como un terreno opaco con respecto al pasado. No sé, francamente si estoy abriendo aquí un panorama sombrío o prometedor, pero en cualquier caso los temas referidos al uso público del pasado parecen cambiar de naturaleza.
Si bien me apresuro a abandonar la política para hablar de responsabilidad en el uso público del pasado, también es prudente pensar que esta retirada difícilmente sea posible en toda la línea. Salgamos de allí, pero mantengamos el campo político al alcance de la mirada. Volvamos ahora a la profesión desafiada, a la responsabilidad; hay unos modos de hacer historia, de pensarla como disciplina y práctica que pueden contribuir de una forma decisiva al uso público y político del pasado. En resumen, los problemas del uso político del pasado son de la política más que de la historiografía, aunque esta tiene, ciertamente, “responsabilidad” intransferible. Hacia ella va esta segunda parte de esta reflexión.
La responsabilidad, como en la vida de cada uno, es un imperativo moral. Sin embargo no funciona con prescindencia de los contextos e instituciones, de principios, reglas e incentivos. En el caso de la profesión historiográfica y sus habilitaciones a favor del uso público del pasado, un primer resultado es prudencial y está referido a la naturaleza de este oficio. Quien desde adentro o desde afuera de la profesión aspire a usar públicamente el pasado y la historiografía ha de tener en cuenta una fenomenología del conocimiento cuyos rasgos agrupo de esta forma:
- Ciencia humana que comparte con las sociales la pérdida de dimensión anticipatoria y aun profética; conocimiento de corte argumentativo, no deductivo ni nomotético, opacidad respecto al futuro concreto (no tenemos mucho para decir, apenas algunas claves para comprender lo que vaya ocurriendo).
- Discursividad comprometida con las complejidades que se propone narrar, que recusa cualquier simplificación que haga derivar todas las cosas de una cosa; desproporción entonces, entre la unidad enunciativa (“el historiador” y “su comunidad”) y mundo narrado, efectivamente inasible.
- Relatividad, precariedad, provisoriedad, apertura de los resultados y alcances; conciencia activa de la permanente renovación de fuentes y preguntas a las fuentes. Disposición al diálogo exigente con las ciencias sociales, sin caer en la tentación de parasitar sus decantaciones conceptuales.
Si encontráramos en estos trazos una zona de estabilidad para el reconocimiento de la disciplina historiográfica, todos ellos deberían significar, para autores y lectores, para usuarios del pasado, una estructura de condicionamientos para el ejercicio responsable de la profesión en la que no todo es posible, ni deseable, ni completamente persuasivo, ni concluyente por demasiado tiempo. Esto tal vez no exonere a la profesión de todos los males en cuanto al uso y abuso del pasado, pero al menos ubica, a los que de ella dependen, en un marco de autorregulaciones razonables.
Llegados hasta aquí el argumento luce insuficiente, o más bien retraído de compromisos públicos; parece fruto de “una moral de la convicción”9. Es como decir al mundo que nos lea y escuche –permítanme llamarlo una vez profano-: “no busquen en el pasado autorización y legitimidad; no abusen de la historia que es conocimiento parcial, precario, inestable; acepten que la ciencia social y humana produce desencanto”. Ahora bien, una epistemología más sobria como esta no lleva, al menos de inmediato o necesariamente, al uso responsable del pasado y de la historia; ¿tal vez allí comienzan las tareas nuevas del historiador en tanto intelectual público? Repito al Weber de Aron: “nadie tiene derecho a desinteresarse de las consecuencias de sus actos”, por más ponderados que los juzgue, agrego.
Esto me lleva a cerrar mi argumento de un modo tal vez algo militante, aunque la expresión rechine después del baño de sobriedad. La historiografía es parte de una conversación sobre el pasado pero que se completa en la recepción del mundo profano, donde habita, entre tantos, la política. Su tarea no muere en el enunciado; aun con su autonomía necesita de la escucha y del habla de los otros.
Para abandonar este nivel de abstracción a esta altura fatigoso identifico ahora algunos núcleos problemáticos –cuatro– de la vida pública de la historiografía, una cancha más embarrada que la de los congresos, seminarios, revistas.
Primero: ver y hacer ver
No bien supimos que la historia no está escrita tal cual fue vivida –experimentada, dice Judt– abrimos un conflicto con la experiencia y con la memoria. Llegamos después de ellas, y nuestras audiencias lo resisten porque reclaman su derecho al pasado y porque saben que también somos parte de él. En el uso público del pasado y de la historia hay competencia de saberes, y en el llamado pasado reciente esta es más acuciante. Son los temas del testigo, el juez, la víctima, el sobreviviente… un conjunto de voces a las que la violencia política del siglo XX, las furias, erigieron a la postre como un punto de vista aparentemente superior, moralmente mejor calificado, aleccionante, inaccesible a la crítica. Primo Levi nos recuerda la ambigüedad: “la memoria humana es un instrumento maravilloso, pero falaz”10.
Nuestra contrapartida, en beneficio de una comprensión más cabal, es la que recompone el conflicto entre el testimonio y la verdad, entre la víctima, sus contextos y razones11. Esto no disuelve los dramas humanos sino que los pone en un marco de mayor alcance histórico. F. Hartog nos ha recuperado una distinción antigua, fundadora de la historiografía y que viene a servir a la ocasión con una demoledora simplicidad: no es lo mismo ver que hacer ver12.
Segundo: historia oficial
Acepto de inmediato la incomodidad que produce esta expresión, proferida a menudo con algo de malicia desde la política. Pero querría recuperarla en esta reflexión tomándola en un sentido más enaltecedor que capturo en las formulaciones de Habermas y de Arendt, vinculadas a la construcción de lo público. Se trata de la creación de condiciones para la restitución de unos hechos que sólo así, con la mediación estatal, de la autoridad legítima, podrían recobrar su dignidad (“la dignidad de los hechos”, decía Arendt), el “informe” más que “la descripción” en el sentido de Hawthorne13.
Julio Castro, maestro de escuela y militante político uruguayo, jamás usó la violencia política; fue desaparecido como tantos, y sus restos hallados –junto a su triste y más longevo zapato– 34 años más tarde con una bala en el cráneo. Su crimen cobró dignidad fáctica porque se materializó en una desolada imagen, pero también porque el Estado promovió su hallazgo y el relato mínimo de su calvario, aún hecho de migajas. La historia oficial, en su versión buena, es la que vuelve a poner en acto aquello que fue perpetrado para no dejar rastro alguno. La historia oficial es el monumental esfuerzo que construyó en Uruguay –desde la universidad estatal– el archivo que apenas describe, todo lo que puede, la peripecia de los detenidos desaparecidos y la pone a disposición del uso colectivo y público14. Nuestro José Pedro Barrán dirigió esa empresa que sintió como pesada responsabilidad. Me confesó alguna vez que no podía resistir la lectura de los testimonios aun sabiéndolos parciales, incompletos. Fue nuestro mayor historiador contemporáneo cuyo horror me recuerda –otra vez– la desproporción entre la historia y el pasado.
No se me escapa que hay otras historias oficiales, esta vez sectoriales y sectarias como las que sostienen algunos museos de la memoria en mi país15.
Tercero: anacronismos
Es probablemente la imputación más fácil que puede hacerse a la mirada historiográfica y la más expuesta a la hora de pensar en los problemas del uso público16. Para aliviar la carga hay que decir que la situación historiográfica es en esencia anacrónica, es un presente que pregunta y que no puede preguntar desde otro lugar que ese. En un sentido más afinado deberíamos convenir que la historiografía cobra madurez cuando, aun preguntando desde el hoy, sabe oír y respetar las respuestas del mundo del ayer.
José Antonio Suárez Londoño, dessin, 2005.
Pero el riesgo, lo sabemos, no termina allí; tal vez encuentra su comienzo. Quienes hacemos historia, más antigua o más reciente, conocemos el desenlace o al menos una parte de él. Esa ventaja sobre los actores, sobre la experiencia vivida, es la que debe ponerse entre paréntesis a la hora de historiar si lo que queremos es recuperar contingencia, “plausibilidad” de los mundos que reponemos, para decirlo en el sentido de Hawthorne.
El Uruguay al que vuelvo ahora conoce ejemplos de anacronismo (que me gustaría, con más tiempo y competencia, explorar como una forma de consecuencialismo) más comprensibles o vulnerables –tal vez– cuando están originados en la política que cuando circulan en las ciencias sociales y humanas.
Un exitoso uso del pasado en la política, con este sesgo que voy anotando, es el del ex presidente Julio María Sanguinetti, quien ha sostenido en múltiples escritos que la ausencia relativa de sobresaltos institucionales desde la transición democrática que él condujo es la “prueba” o la evidencia de las bondades y aciertos del rumbo elegido. Desde otro lugar, la notable investigadora norteamericana experta en justicia transicional Kathryn A. Sikkink17 ofrece un argumento de parecida contextura cuando nos dice (y demuestra con una enorme “base empírica”) que la aplicación en algunos países de las normas legales destinadas al juicio y el castigo de los responsables de las violaciones de los derechos humanos no trajo aparejada una reversión de los procesos de democratización, sino todo lo contrario, su afirmación. Habría pues, a su juicio, una relación directa entre los enjuiciamientos y la subordinación de los militares al control civil (p. 156). El problema de estas conclusiones omnisapientes del desenlace, al menos para la historia política, es que si devolviéramos una cuota de contingencia a los actores, ellos no serían capaces de tomar sus decisiones con arreglo a ella, puesto que no estaban, obviamente, en condiciones de conocerla. La “cascada de justicia” esclarece el presente, alecciona para el futuro, pero su vínculo con el pasado es más retrospectivo que historiográfico. (Este es un mensaje para historiadores, no para politólogos; nos muestra el modo diferente en que unos y otros tratan con el pasado).
Es posible, desde luego, explicar desenvolvimientos de los actores y sus escenarios haciendo de ellos una instancia de cristalización de experiencia y expectativa, sólo que esta última no funciona (salvo de un modo anacrónico) como una profecía que produce su propio cumplimento18.
No confundo, finalmente, estas y otras formas de anacronismo con aquellos ajustes del pasado a partir de las demandas o necesidades de un presente concreto que tiene su arena privilegiada en la política. Hubo así, entre tantos desplazamientos fácticos –son ejemplos– reinvenciones de Lenin en beneficio de la historia que a sus herederos más convenían, estilizaciones del antifascismo hasta su asimilación al comunismo, mitificaciones de Ernesto Guevara por parte de quienes lo combatieron, conversiones a la democracia representativa de quienes la habían combatido con las armas en la mano. José Mujica, también ex presidente uruguayo, resumió en su trayectoria reciente el éxito de un acomodo de y en la historia19.
Cuarto: patrimonios
Menos polémica, en primera instancia, es la utilización pública del pasado en beneficio de la cristalización patrimonial. El pasado devenido materia prima para una pedagogía comunitaria (nacional, territorial, política), el pasado como espacio simbólico, sustitución de un mundo anhelado, por perdido. No es seguro que los historiadores tengan más responsabilidad que los políticos, agentes culturales y comerciales en esta deriva. Si el patrimonialismo fuera un gesto de retención, de resistencia, de invención incluso, un resorte memorial de la sociedad y de la política, la historiografía puede operar allí como esfuerzo crítico y problematizador.
Aun así, su propósito no debería ser de enmienda o de amonestación. Colocado ante la fiebre patrimonial, nuestro oficio no está plantado para corregir esta forma que las sociedades parecen haber encontrado en la modernidad tardía para vincularse con el pasado y usarlo. Lejos de proponer “otros patrimonios” mejor fundados tal vez, parece mucho más responsable trabajar en una tarea de desmontajes que eviten, de cualquier forma, mostrar una superioridad o autorización ventajosa (de la historia, la arquitectura, el urbanismo, los estudios culturales…) sobre los modos sociales de la memoria urbana. Es cierto que las tradiciones se inventan, y nuestra tarea, ante ello, debería esmerarse mucho más en las cuestiones de la artificiosidad que en las de la legitimidad del artificio. Es probable que el historiador no pueda dar cuenta solo de la complejidad de este fenómeno20, pero además, la pretensión luce algo exagerada: es mejor llegar más tarde, mientras la sociedad hace lo que quiere con sus pasados21.
José Antonio Suárez Londoño, dessin, 2005.
Casi borro la palabra militancia de mi título. Y me olvido de ella.
Haríamos bien en desterrarla si la expresión sólo remitiera a cualquier forma de alistamiento, a exoneración de reglas de construcción de conocimientos en beneficio de una verdad formulada en otro plano que no sea el procesal y prudencial. Sin embargo, hay un esfuerzo adicional que tal vez nos comprometa más allá de las “buenas prácticas”, esas mismas que tanto trabajo demandan y que aun así no alcanzan a atenuar los efectos e implicaciones de uso abusivo del pasado. Una militancia que, desde la función intelectual en la sociedad, más general y ciudadana diría, pero política, se aplica o debe aplicarse a tareas metateóricas, filosóficas, políticas; una militancia que (si la remitimos al campo de las actitudes) sea insistencia, matiz, prudencia, incomodidad weberiana.
Max Weber tenía una visión algo limitada de la política, entendida ante todo o más que nada como dominación. Aun así pedía a la política pasión y mesura, justo en los gravísimos tiempos –1919– en los que conferenciaba sobre el político y el científico explorando con urgencia su dimensión vocacional. En “la noche polar”, en los tiempos de “estupidez y abyección”´, clamaba por quien “frente a todo esto es capaz de un sin embargo…”; sólo un hombre de esta forma construido tiene “vocación” para la política22.Borremos por un momento los límites entre el político y el científico para preguntar así: ¿estará por allí la militancia que nos sea permitida?
Seguimos siendo, los historiadores pero no sólo nosotros, mediadores de un “privilegio/carga” del hombre contemporáneo, el privilegio de la conciencia histórica. Al fin y al cabo, la responsabilidad es una actitud derivada de la conciencia, impensable afuera de ella. La “conciencia histórica”, desde luego, no es la conciencia de los historiadores; la expresión está en Gadamer referida al ser humano en sociedad: “entendemos por conciencia histórica el privilegio del hombre moderno de tener plenamente conciencia de la historicidad de todo presente y de la relatividad de todas las opiniones”23.
Sólo una lectura apresurada de este criterio puede conducirnos al relativismo, cuando de lo que se trata, creo, es de encontrar un lugar razonable desde el cual hablar del pasado en el presente.
Notes
1
Una primera versión oral de esta contribución fue compartida en las III Jornadas Internacionales Historia, Memoria y Patrimonio: Usos públicos del pasado y responsabilidad del investigador. Buenos Aires, 9-11 de noviembre 2016, UNSAM-TAREA-UCA-LECOLE-TEPSIS.
2
Michel De Certeau, L’Absent de l’historie, París, Mame, 1973, p. 9-10.
3
Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, París, Armand Colin, 1960.
4
Paul Ricœur, La Memoria, la historia, el olvido, Paidós, 2000.
5
Ver en Reinhart Koselleck, “Historia magistra vitae”, en Futuro Pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Akal, 1994, cap. II. François Hartog explica con detenimiento la deriva de la historia exempla en el mundo de la oratoria clásica helenística y romana (François Hartog, Evidencia de la historia. Lo que ven los historiadores, México, UIA, 2011, p. 44 y ss).
6
Nicola Gallerano, La Veritá della storia: scritti sull’uso pubblico del pasato. Roma, Manifestolbri, 1999.
7
Felipe Varela fue caudillo federal nacido en Catamarca en 1821, opuesto a Mitre y a la Guerra de Paraguay; fue también, para la historiografía revisionista, un símbolo de resistencia al centralismo.
8
Trabajé este asunto en José Rilla, La Actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay, Montevideo, Sudamericana, 2008. Tony Judt me ayudó a pensar mejor el tema (Tony Judt, Sobre el olvidado siglo XX, Madrid, Taurus, 2008).
9
Raymond Aron en Max Weber, El político y el científico, Introducción de Raymond Aron, Madrid, Alianza, 1972, p. 59.
10
Primo Levi, Los Hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik, 1989, p. 21.
11
Primo Levi escribe: “Dejemos las confusiones, los freudismos mezquinos, la morbosidad, la indulgencia. El opresor sigue siéndolo, y lo mismo ocurre con la víctima: no son intercambiables, el primero debe ser castigado y execrado (pero, si es posible, debe ser también comprendido); la segunda debe ser compadecida y ayudada; pero ambos, ante la impudicia del hecho que ha sido cometido irrevocablemente, necesitan un refugio y una defensa, y van, instintivamente, en su busca. No todos, pero sí la mayoría; casi siempre durante toda la vida”, p. 23. T. Todorov le da una vuelta más que tal vez rebota con fuerza en la historiografía: “El victimario es el único que realmente plantea problemas. Tiene la posibilidad de elegir, su voluntad es libre, al menos hasta cierto punto, y ha escogido torturar y matar, ¿por qué? No hay nada que ‘comprender’ en este sentido de la palabra en la actitud de la víctima. […] Las victimas piden compasión, no comprensión. […] De allí que las víctimas no estén en un buen lugar como para conducir este trabajo”. Ver Tzvetan Todorov, Deberes y delicias. Una vida entre fronteras, Buenos Aires, FCE, 2002, p. 217-218.
12
François Hartog, Evidencia de la historia. Lo que ven los historiadores, México, UIA, 2011.
13
Geoffrey Hawthorn, Mundos plausibles, mundos alternativos, New York, Cambridge University Press, 1995, p. 238.
14
Presidencia de la República, Informe sobre los Detenidos Desaparecidos, Montevideo, 2007-2009.
15
Escribí sobre eso en José Rilla, “Memorias y patrimonios del pasado reciente. Olvido, desvanecimiento, instauración en Montevideo”, en Memória em Rede, Pelotas, vol. 3, n° 9, 2013, www.ufpel.edu.br/ich/memoriaemrede 1.
16
Lucien Febvre, Le Problème de l’incroyance chez Rabelais, París, Albin Michel, 1942 ; Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, París, Armand Colin, 1960.
17
Kathryn A. Sikkink, “The Justice Cascade and the Impact of Human Rights Trials in Latin America” (co-authored with Carrie Booth Walling), en Journal of Peace Research 44(4), 2007. Traducido al español como “La Cascada de Justicia y el Impacto de los Juicios de Derechos Humanos en América Latina”, en Cuadernos del CLAEH: Revista Uruguaya de Ciencias Sociales, 2 serie, Año 31, n° 96-97, 2008, p. 15-40. El libro que reúne la maduración de su investigación es The Justice Cascade. How human rights prosecutions are changing world politics. New York-London, Norton-Company, 2011. Ver especialmente partes III y IV.
18
Raymond Aron citado por Paul Ricœur “Entendemos aquí por contingencia a la vez la posibilidad de concebir un acontecimiento diferente y la imposibilidad de deducir el acontecimiento del conjunto de la situación anterior”, 2010, p. 29.
19
La literatura sobre Mujica es abundante y abrumadoramente hagiográfica. Menciono aquí algunos textos testimoniales que sirven de marco a un enunciado complejo y exitoso por el cual, antes que para hacer la revolución los militantes lucharon contra una dictadura y por la democracia: la narración matriz es de Fernández Huidobro E., Historia de los tupamaros, Montevideo, TAE, 1986. Testimonios son los de M. Mazzeo, Charlando con Pepe Mujica, Montevideo, Trilce, 2002; A. García, Mujica, Pepe Coloquios, Montevideo, Fin de Siglo, 2009; A. Danza, E. Tulbovitz, Una oveja negra al poder. Confesiones e intimidades de Pepe Mujica, Montevideo, Sudamericana, 2015.
20
Con éxito de público decreciente Uruguay conmemora sus patrimonios desde 1995. Siempre con un asunto central, como fiesta temática. En 2016 fue el de la denominada educación pública, ambiguo reconocimiento de una pasada gloria nacional hoy postrada. Mundos perdidos, otra vez.
21
De nuevo copio a Primo Levi: “No es cierto que las ceremonias y las celebraciones, los monumentos y las banderas, sean siempre y en todas partes lamentables. Cierta dosis de retórica es tal vez indispensable para que los recuerdos duren”. Ver Primo Levi, Los Hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik, 1989, p. 8.
22
Max Weber, El político y el científico, Introducción de Raymond Aron, Madrid, Alianza, 1972, p. 179.
23
Hans-G. Gadamer, El Problema de la conciencia histórica, Madrid, Tecnos, 193, p. 41 y ss.