Un mapa para una persistencia. Acerca de La argentina como problema
Agentina como problema couv

Agentina como problema (2018)

Un programa de historia intelectual

En 1999, en un artículo titulado “Ideas para un programa de historia intelectual”, Carlos Altamirano planteaba la necesidad de una indagación sobre la “literatura de ideas” que se centrara en “textos de frontera”, ubicados en la intersección entre historia política, historia de las ideas, historia de las élites, historia de la literatura. Colocada en la estela de la disyunción echeverriana entre luces europeas y realidad americana que configura un programa americanista, la propuesta intentaba abarcar intervenciones orientadas por la pregunta acerca de la identidad, incluyendo “textos de intervención directa y obras de propensión sistemática o doctrinaria”, condensando los que resultaban del afán ensayístico sociopolítico y los nacidos del espíritu científico-académico en una caracterización común: “textos de la imaginación social y política de las élites intelectuales”. Tal manifiesto programático apareció originalmente en uno de los primeros números de la publicación más característica de esta orientación, Prismas (de cuyo consejo de dirección eran parte los compiladores de este volumen), a su vez inscripta en el espacio institucional de la Universidad Nacional de Quilmes.

Estas referencias sirven para ubicar a los participantes en esta compilación, en su gran mayoría enrolados en el programa esbozado hace dos décadas. Se trata de más de 20 colaboraciones, distribuidas a lo largo de 9 ejes, cada uno de los cuales correspondería a uno de los “problemas” que estructuraron los textos, en una suerte de fresco representativo del “conjunto discursivo” del pensamiento argentino. Sus autores son nombres de reconocidos antecedentes en la materia, y sus trabajos son en muchos casos resultado y resumen de tales investigaciones. Si bien circunscripto al siglo XX, el abanico de temas e intelectuales tratados es amplio y diverso, tanto desde el punto de vista de la adscripción político-ideológica de las figuras comentadas (“José Ingenieros, pero también Arturo Jauretche”, explicita Altamirano en el Prólogo) hasta su inscripción geográfica, animados por la saludable intención de resistir la tendencia a identificar los asuntos del país con las expresiones surgidas en su sede metropolitana. Al criterio analítico se le superpone uno laxamente cronológico en el ordenamiento de las figuras y temas analizados, que van desde exponentes tardíos de la Generación del ’80 hasta aquellas intervenciones inscriptas en la situación abierta luego del último golpe militar de nuestra historia.

Tal diversidad, sin embargo, no resiente la unidad del libro, sostenida en primer término por la pertenencia común de buena parte de los autores al mencionado Centro de Historia Intelectual y reforzada por la realización de encuentros de discusión colectivos, como se nos informa en el Prólogo. Una unidad de estilo se reconoce así en la mayoría de las colaboraciones, apreciable tanto en el acervo bibliográfico compartido como en la ubicuidad de las preocupaciones analizadas, que independientemente de las divisiones que estructuran la obra reaparecen en toda su extensión. Los interrogantes sobre la identidad nacional, las posibilidades y limitaciones del liberalismo, las perspectivas abiertas por la sociedad de masas, las responsabilidades y falencias de la clase dirigente, el lugar de los intelectuales y las condiciones (y frustraciones) del tan ansiado desarrollo económico y político del país atraviesan los 9 ejes que organizan la compilación.

Liberalismo y comunidad nacional

En el primero de ellos, “Visiones Liberales”, el liberalismo – “lenguaje común de la clase dirigente”, en palabras de Altamirano – es analizado a partir de la producción de dos exponentes del elenco gubernamental ubicados en coyunturas disímiles: Joaquín V. González y Federico Pinedo. El primero de ellos es leído por Horacio Crespo como “pilar” del programa cultural de la Generación del ’80, en un artículo que se propone discutir la caracterización de dicho grupo gobernante como “conservador”, para enfatizar por el contrario sus componentes republicano-democráticos. Con foco en su preocupación por la construcción de una idea de “cultura nacional” que intenta recuperar tanto la tradición indígena como las diferencias regionales, el autor de El juicio del siglo es visto aquí como “bisagra” en el tránsito del positivismo hacia el espiritualismo de la intelectualidad argentina. Por su parte, Silvia Sigal recorre diferentes estaciones del trayecto de Pinedo (desde su juventud socialista hasta su madurez, sólidamente estacionado en el conservadurismo justista), con particular atención a su paso por la administración pública. Tanto las medidas adoptadas en tales ocasiones como sobre todo sus expresiones públicas son tomadas aquí como índices para una caracterización del liberalismo argentino que le permite a la autora argumentar que la reactividad frente a la intervención del Estado en materia económica no sería necesariamente constitutiva de dicha corriente, resultando su rechazo de la década peronista, en la cual la “demagogia” es llevada al corazón del programa económico. Tanto dicha experiencia como anteriormente la yrigoyenista habrían conducido al autor del Plan de Reactivación Económica a colocar las relaciones entre democracia y progreso económico en el centro de sus preocupaciones ulteriores.

El segundo eje propuesto por la compilación, “Comunidad imaginada”, también reúne lecturas sobre figuras centrales del universo cultural de las primeras décadas del XX, Ricardo Rojas y José Ingenieros, colocados aquí en tensión en función de sus diferentes posicionamientos respecto a sus respectivos programas para definir los contornos de nuestra “cultura nacional”. El trabajo de Martín Prieto pone el acento en el componente cosmopolita del nacionalismo cultural de Rojas, con particular atención a la centralidad que en él tiene la figura de Rubén Darío, colocado por el autor de la Historia de la literatura argentina como virtual “motor exógeno” de nuestras letras, en una operación que evidenciaría los rasgos europeístas y espiritualistas de su pensamiento. Mediante la diferenciación entre lo “nacional” y lo “argentino”, Rojas esbozaría un programa que identificaría a la nación con un conjunto de valores compartidos, que hacia la época del Centenario se podrían condensar en la posesión de una lengua y un futuro comunes. En contraposición con el programa rojano, apoyado en el aparato gubernamental, la propuesta alternativa de Ingenieros es presentada por Fernando Degiovanni como reacia a toda iniciativa cultural oficial (vista como “burocrática” e “institucionalizada”), con una preferencia por el autodidactismo de los “hombres de genio” antes que por la educación pública. También en Ingenieros se advertiría una concepción “occidentalista” de la historia argentina, pensada (en “homología histórica” con la europea) como escenario del enfrentamiento ideológico que opone universalmente a la causa de la revolución con las fuerzas restauradoras.

La sección siguiente (“La nación asimétrica: Buenos Aires y el interior”) se aventura en la dimensión federal de nuestros problemas e incorpora una serie de posicionamientos en función de la pregunta acerca de la relación entre la capital y el resto del territorio. Adrián Gorelik toma las intervenciones de Manuel Gálvez y Juan Álvarez en tal sentido como exponentes iniciales de la discusión acerca de lugar de la ciudad porteña, verdadera “sinécdoque” del problema nacional. En una sugestiva contraposición entre las ciudades que cada uno de ellos imaginaría como sede simbólica de sus propuestas superadoras —la tradicional e hispanista Santa Fe en Gálvez, la migratoria y ascendente Rosario en Álvarez—, Gorelik muestra como la pluma del autor de La maestra normal condensa el problema de las “dos Argentinas” opuestas, al que Álvarez buscaría enfrentar con una propuesta reformista que promoviera el desarrollo de varios centros urbanos. También Ana Teresa Martínez presenta la conformación de la categoría “interior” como problema político-intelectual, en su caso apoyándose en las intervenciones de Bernardo Canal Feijóo desde los años ’30 (en debate con Martínez Estrada) hasta los ’50, cuando su preocupación por la constitución “somática” del país se traduzca, en su Teoría de la ciudad argentina, en una propuesta tanto jurídica como histórico-geográfica. Similar tono tienen las inquietudes de Saúl Taborda, quien aparece en el trabajo de Ana Clarisa Agüero y Diego García anudando la ya añeja crítica al porteñismo con las influencias propias de la coyuntura abierta en los años ’30: su prédica articulará así motivos tradicionales (federalismo, revisionismo histórico) con otros más radicales (soviets, anarquismo), lo que resulta en la propuesta de un “comunalismo federalista” que permitiría construir una democracia funcional mediante un regreso al hombre “precapitalista”.

Las masas y el progreso

Si bien, como se observa, las preguntas acerca de la inmigración, la democracia y el lugar de los caudillos en nuestra historia tienen un lugar relevante en las secciones anteriores, será en la cuarta, “Democracia, caudillismo y masas en el país aluvial”, donde se constituyan en eje articulador central. Las intervenciones de Alberto Gerchunoff le sirven a María Inés Tato para exponer las perplejidades del liberalismo frente a la entrada de las masas en la política, inicialmente acogida como símbolo de progreso y luego, tras la consolidación del liderazgo de Hipólito Yrigoyen, interpretada como regresión a males como el “gauchismo” y el “caudillismo”. La deriva posterior de Gerchunoff reflejaría la incomodidad del “liberalismo progresista” frente a la democracia de masas. El problema del caudillismo yrigoyenista es también atendido por Ricardo Martínez Mazzola, quien recorre sus diferentes claves de interpretación, abarcando tanto motivos políticos (ausencia de cultura cívica), morales (materialismo egoísta), como sociológicos (el “compadrito” cruza de gaucho e inmigrante como nuevo tipo social), geográficos (el “alma del desierto”) y culturales (la herencia española); diversas fueron también las perspectivas abiertas, que iban desde la drástica búsqueda de adopción del voto censitario hasta la esperanza en que Yrigoyen fuera el “último estertor” antes de una nueva generación dirigente. Jorge Myers, por su parte, realiza una semblanza de José Luis Romero centrada en su tesis sobre el carácter “aluvional” de la sociedad argentina, y distingue en ella los componentes historiográficos (su novedosa fusión de historia de las ideas, cultural y social), ensayísticos (en diálogo crítico con la tradición abierta en los años ’30 de textos destinados a la “interpretación nacional”), sociológicos (evidenciando el eco de las escuelas alemanas de Simmel o Cassirer) y políticos (en su carácter de militante socialista).

Algo más heterogénea, la división siguiente, “Los obstáculos del progreso”, se concentra en los problemas económicos del desarrollo del país. Diferenciando tres argumentos empleados sucesivamente en nuestra historia para fundamentar la crítica a la gran propiedad de la tierra, Roy Hora muestra cómo tales posiciones variaron de acuerdo con el “espíritu de época”. Se sucederán así un primer momento político-cultural, originado en Sarmiento y vigente hasta el Centenario, en el que la crítica a latifundio descansaba en su aparente obturación de una república virtuosa de pequeños propietarios; el Grito de Alcorta y la acentuación de las penurias de los pequeños agricultores tras la crisis de 1929, que darán pie al momento “social” de las impugnaciones a la gran propiedad, vista ahora como causante de la desdicha de los chacareros; finalmente, el auge del desarrollismo a partir de los años ’50 explica el tercer prisma negativo sobre la gran propiedad terrateniente, el económico, por el cual se la considera como obstáculo para el desarrollo industrial por su escaso dinamismo. Es precisamente éste, el del desarrollismo, el tema abordado por Jimena Caravaca, concentrándose en la figura de su principal exponente teórico, Raúl Prebisch. Por medio de la comparación de sus distintas intervenciones públicas entre los años ’40 y ‘60, Caravaca muestra la permanencia en ellas de un conjunto de tesis – la relación entre la producción primaria y el desarrollo industrial, el intento de superación de la primarización de nuestra economía – pero también la presencia de ciertas oscilaciones, como la importancia o el relegamiento del “bienestar de las masas” (es decir, del consumo interno), la equivalencia entre factores económicos y sociales (ambos vistos como “estructurales” en los ’60) o el componente “moral” del desarrollo (referido al privilegio del futuro sobre el sufrimiento en el presente).

Al considerar “La cuestión de la clase dirigente”, la siguiente sección del libro vuelve a colocar en el centro las preocupaciones político-culturales. Luego de algunas consideraciones teórico-conceptuales acerca de la definición del objeto “clase dirigente”, Fernando Devoto recorre las posiciones de un abanico de intelectuales nacionalistas – desde el triunfo radical hasta el peronismo – que coinciden en imputar los problemas del país a las falencias de su élite dirigente. Destacando la impronta dejada en ellos por autores como Taine, Burke o Maurras (y también Ortega, Pareto y Michels), Devoto ilustra la relevancia de las formas clásicas de gobierno (cesarismo, república aristocrática romana, gobierno mixto tomista) para su crítica antidemocrática (aunque “republicana”) de la “desorientación espiritual” a la que la incapacidad de una dirigencia habría llevado al país. Si bien diversas, sus respuestas frente a los hechos del período (el fascismo, la revolución del ’30, el pacto Roca-Runciman) coincidirán en reforzar sus certezas acerca de la necesidad de una élite política (sea ésta tradicional o abierta al mérito) como única solución admisible (pero no necesariamente posible) para los problemas nacionales. El trabajo siguiente, de Andrés Kozel, continúa en similar registro: no sólo porque toma como objeto a una de las figuras recorridas por Devoto (Julio Irazusta), sino porque también apunta a las críticas del autor del Ensayo sobre Rosas contra la clase dirigente, caracterizada aquí como “oligarquía”. Comentando la clave maurrasiana de la revisión histórica efectuada por Irazusta en su melancólica elucidación de nuestra decadencia, Kozel coloca en su centro la figura de la encrucijada: la incompetencia demostrada por los dirigentes a la hora de aprovechar nuestras oportunidades – sumada al carácter “antinacional” de la intelectualidad – explican el fracaso argentino para realizar el “destino de grandeza” que le correspondería.

El lugar del mito

Aunque, como queda en evidencia a esta altura, el de la nación es un eje que articula todos los aportes de la obra, será la siguiente sección, “Nación y nacionalismo”, la que haga de dicha problemática su título. Los dos trabajos reunidos aquí toman dicho objeto desde perspectivas distintas: el de Martín Bergel opta por una lectura de los aportes de los intelectuales reunidos en el grupo FORJA para subrayar sus esfuerzos por recortar los problemas argentinos de la coyuntura internacional, en momentos en que ésta se presentaba particularmente encrespada. Si el propósito de “tabicar” al país para desconectarlo de las “influencias exóticas” originadas allende nuestras fronteras es juzgado como “ilusorio”, no por ello habría dejado de producir efectos duraderos en la sensibilidad de toda una sección de nuestra intelectualidad: la vitalidad del vocabulario forjista (que enhebraba términos como “cipayo”, “vendepatria”, “coloniaje” o “factoría”) marcaría, según Bergel, su dilatada presencia en nuestra vida político-cultural. Menos severa con su objeto, Adriana Petra expone en su trabajo la singularidad del intento de Héctor Agosti por integrar el comunismo en la historia argentina. Tal propósito lo obligará no sólo a revisar el sendero recorrido por nuestro país desde su independencia – bajo la figura del “desacople” entre la actualidad de las ideas y la asincronía de las formas económicas, dominadas por instituciones retrógradas como el latifundio y el caudillismo – , sino principalmente a examinar los límites del liberalismo en el que se filiaba la tradición de izquierda para comprender acabadamente la “cuestión nacional”. Si Nación y cultura destacaba la centralidad del proletariado inmigrante en la cultura nacional (en crítica al nacionalismo tradicionalista), El mito liberal defendía un democratismo radical que se distinguía de un liberalismo burgués y por tanto ahistórico y antiplebeyo.

Diferenciándose de las anteriores, la sección VIII (la más nutrida del conjunto) reúne preocupaciones vistas como “Mitos y pasiones”, apartándolas así de la reflexión argumentada de los ejes anteriores. Uno de tales “núcleos mitopoyéticos” es el del gaucho Martín Fierro, cuya recuperación crítica en los años ’40 será, según María Teresa Gramuglio, expresión de nuestra verdadera tradición, revolucionaria y “congénitamente social” (en Amaro Villanueva), símbolo de la existencial “desolación cósmica” pampeana a la vez que realización de su “humanización” comunitarista (Carlos Astrada), y evidencia de la imprescriptibilidad de nuestras “invariantes” en el pesimismo metafísico de Martínez Estrada. Por su lado Sebastián Carassai, sintonizando con Bergel en su crítica de la “ontología por lo propio” del forjismo, sale al cruce de la cáustica crítica a nuestras clases medias esbozada en El medio pelo por Arturo Jauretche y destaca sus motivos antiliberales (desde las influencias de nacionalistas como Doll o Imaz hasta su adhesión circunstancial al golpe de Onganía). La sociología jauretcheana es mejor tratada por Alejandro Blanco en el pormenorizado marco de referencia en el que inscribe la obra de Julio Mafud, atento a la divisoria del campo intelectual desde los años ’50 entre estudiosos “científicos” y ensayistas autodidactas. El “desarraigo” con el que Mafud explica los males nacionales estaría así en línea tanto con el telurismo de Murena como con los trabajos de Germani o Romero. Las transformaciones del campo cultural en el período también informan la lectura que propone Laura Ehrlich de los nuevos significados que adquiere el mito de Eva Perón, pasando de emblema de lealtad al legado peronista (contra la “burocratización” vandorista) a corporizar la combatividad revolucionaria. En las narrativas de David Viñas, Juan José Sebreli y Rodolfo Walsh se delinearía así una Eva plebeyamente transgresora y subversiva de los valores tradicionales de la moral burguesa.

El callejón y sus límites

El título de la sección que cierra la obra, “Un país en su callejón”, parece anticipar la tesis general de los compiladores. En este examen del horizonte de “malestar e incertidumbre” de un país “siempre igual a sí mismo” se examinan tres intervenciones que, a fines del siglo pasado, parecerían coincidir en la amarga constatación de la capacidad argentina para reincidir en sus frustraciones. Carlos Altamirano se desplaza por las distintas estaciones de las reflexiones de Tulio Halperín Donghi sobre la naturaleza del peronismo, desde su caracterización inicial como remedo fallido del fascismo a meses del golpe de 1955 hasta sus consideraciones sobre una “Argentina peronista” que estimaba en vías de extinción en los años ’90. La constatación de su vitalidad y la incapacidad del país para superar la recidiva en sus crónicos padecimientos explicarían el desencanto del último Halperín, para quien aceptar la centralidad del “hecho peronista” implicaba resignar las ilusiones en las que se había formado acerca del movimiento ascendente que impulsaba a la Argentina hacia el progreso. Similar desesperanza aprecia Hugo Vezzeti en los trabajos de Guillermo O’Donnell y Juan Carlos Portantiero acerca de las posibilidades de una “cultura democrática” luego del terrorismo de Estado de los setentas. En el primero, el impacto de la dictadura de 1976 se traduciría en un corrimiento del foco de su indagación sobre las raíces del autoritarismo, de las estructuras estatales a “tendencias profundas” que atravesaban el conjunto social, como su “igualitarismo confrontacional”. En Portantiero la represión y el exilio también dejarían su huella, notoria en el abandono de las esperanzas depositadas en la construcción de una hegemonía socialista, el pasaje de una noción de democracia como “producción social” a otra “subjetiva” y la búsqueda de un “consenso” liberal-pluralista en la Argentina alfonsinista.

¿El desaliento ante un país condenado a repetir sus males – de los cuales la pervivencia del populismo se contaría en primer orden – sería entonces el saldo que los autores de la compilación querrían derivar de la contabilidad de los problemas que nos aquejan? Aunque esta conclusión deba matizarse, algunos elementos parecen alimentarla, como el tono desdeñoso (o llanamente acusatorio) de las colaboraciones que refieren a la obra de Jauretche o la aparente mímesis en este punto entre autor y objeto en el trabajo de Altamirano sobre Halperín Donghi. Si bien las diferencias en los enfoques de los distintos colaboradores del volumen hacen imposible extender este diagnóstico al conjunto de los trabajos, una tonalidad similar recubre buena parte de ellos, quizás extensible al proyecto en el que se inscriben; en ella se dan cita tanto la sensibilidad hacia las potencialidades y amenazas que se ciernen sobre el liberalismo (particularmente en la deriva posterior a 1930), como la preocupación por el lugar de los intelectuales en la arena pública y la insatisfacción por su falta de eco en las élites dirigenciales. La productividad evidenciada por el programa que ha dado origen a esta importante obra colectiva es evidente; también deben serlo las lindes que delimitan sus parámetros.

Carlos Altamirano y Adrián Gorelik (comps.), La Argentina como problema. Temas, visiones y pasiones del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018.