Memorias en conflicto sobre pasados traumáticos. Península ibérica
Catedrático emérito de Historia Contemporánea

(Universidade de Santiago de Compostela)

El Valle de los Caídos

 El Valle de los Caídos.

Uno de los usos del pasado que ha alcanzado mayor relevancia en la sociedad actual es la utilización de la Memoria como concepto sustitutivo de la Historia para explicar de modo más directo el papel del pasado en la sociedad y su instrumentación política y simbólica para justificar medidas cívicas e institucionales pensadas para gestionar ese pasado. El resultado puede concretarse en políticas de la memoria arbitradas por los poderes públicos, pero también puede dar lugar a debates en torno a pasados recientes de naturaleza traumática, en los que confluye la operación histórica con movilizaciones sociales y decisiones políticas.

El debate sobre los usos del pasado es muy común, al menos tras la segunda guerra mundial1, pero en el caso español ese conflicto ha sido y continúa siendo un asunto mucho más político y cultural que un pleito entre historiadores. Porque lo que está en discusión no es tanto el futuro, sino la condición moral de la dictadura existente desde finales de los años treinta y la dimensión de sus políticas represoras sobre amplios sectores de la población. Por esta razón, dar cuenta de algunos de los debates recientes es una buena ocasión para evaluar la gestión realizada por la democracia política para superar aquellos traumas y construir espacios simbólicos que superen el dolor causado. De esto se ocupan los artículos reunidos en este Dossier, de modo que estas palabras introductorias están escritas con el objetivo de contextualizar las políticas de la memoria desarrolladas por la democracia española.

A pesar de algunos paralelismos, es claro que existen diferencias entre España y el cono sur latinoamericano, también aquí analizado en varios artículos. En esta presentación, me ocuparé de los trabajos que se refieren específicamente al caso español, en el que destacan dos problemas: a) cómo resolver la presencia pública del dictador Francisco Franco en época democrática, marcada de forma especial por las dificultades para encontrar nuevos significados para sus dos “lugares de memoria” más emblemáticos: el mausoleo del Valle de los Caídos y su residencia de verano, el “pazo” de Meirás y b) qué políticas ha implementado la democracia con respecto a la guerra civil y la represión política posterior. En España, estas políticas encontraron su respaldo en dos leyes, la primera fue la “Ley de Reconocimiento y Extensión de los derechos a las Víctimas de la Guerra Civil y de la Dictadura”, más conocida como “Ley de Memoria Histórica” (2007) y la segunda, la de “Ley de Memoria Democrática” (2022). A diferencia de Portugal, en el caso español se ha centrado el problema más en combatir los valores simbólicos de la dictadura que en premiar a los combatientes a favor de la democracia2.

Algunas herencias de la dictadura franquista fueron solucionadas con las medidas tomadas durante la transición a la democracia (Ley de amnistía de 1977, derogación de la Ley de 1941 sobre las Responsabilidades políticas), así con el reconocimiento de las víctimas de la guerra civil y de la dictadura, realizado desde 1978. Aquellas medidas reparadoras alcanzaron a más de 600.000 personas y un monto económico (pensiones, indemnizaciones) de más de 21.000 millones de euros, lo que llegó a suponer en algunos momentos una cuarta parte del gasto público en pensiones, que estaba justificado, en palabras del ministro de Hacienda del gobierno de Adolfo Suárez, por la necesidad de lograr “el cierre de las heridas de la guerra civil”3. Pero pasadas más de dos décadas de la muerte de Franco y de la aprobación de la Constitución de 1978, el debate sobre el pasado de la guerra civil y de la dictadura franquista emergió con fuerza, tanto en el plano académico como en el político, en un pleito que tiene algunas analogías con el Historikerstreit alemán de dos décadas anteriores.

Las primeras y más sólidas reflexiones académicas sobre este asunto se deben a Paloma Aguilar, autora de Memoria y olvido de la guerra civil española (1996), al que seguirían varios textos suyos y de otros autores, movidos por la necesidad de discutir lo que se comenzó a denominar “el pacto de silencio” y el llamado “mito” de la Transición4. De forma paralela, la llegada del PP de José Maria Aznar al gobierno de España en la primavera de 1996 alentó algunas políticas revisionistas que se centraron en gran medida en los curricula de la enseñanza secundaria y en el papel “educador” de las humanidades -y de la Historia de España en particular- para preservar la identidad nacional española. Pero como observaría ya entonces Pedro Ruiz Torres, “el problema no [era] de memoria histórica, sino de Historia, es decir, de interpretaciones acerca del pasado”5. El pleito era político y no historiográfico y así ha entrado plenamente en la agenda política española.

En efecto, el papel de la diosa Clio comenzaba a declinar frente a los cantos de sirena de la diosa Mnemosyne, en un proceso de sustitución de la primera por la segunda, es decir, que se comenzó a hablar de memoria cuando quizás se querría decir historia, como denunció Juan José Carreras en un artículo pionero6. A pesar de sus prevenciones, la memoria (llámese o no histórica) no cesó de crecer desde entonces, bien a través de la fundación de asociaciones “por la recuperación de la memoria histórica”, de ámbito generalmente local (la primera, fundada en 2001) o bien a través de acciones institucionales como la creación en varias universidades de centros, cátedras o grupos de investigación especializados en la memoria histórica. En Barcelona, el gobierno catalán promovió la fundación de un “Memorial Democrático”, alentado por iniciativas previas creadas en la Universitat Autónoma de Barcelona. En opinión de Paul Preston, era el modo de “establecer una política pública de la memoria democrática, al igual que han hecho y hacen los países que sufrieron fascismo, ocupación y dictaduras de distinta naturaleza”7. Otro ejemplo fue la “Cátedra de Memoria Histórica” de la Universidad Complutense de Madrid, dirigida por Julio Aróstegui8. Aunque algo tarde, España se incorporaba entonces a la “marea memorialista”, en la que hechos traumáticos de muy diversa etiología están en la base de las “creaciones memoriales” que hoy proliferan por todo el mundo, desde Europa o América hasta el sudeste asiático o Sudáfrica9.

Con la llegada al poder en 2004 de José L. Rodriguez Zapatero, del PSOE, el debate sobre la memoria histórica no cesó de ampliarse, hasta concretarse en la primera medida global que un gobierno democrático tomaba sobre el asunto: la ya mencionada ley de Memoria Histórica (2007), destinada a reparar o reconocer a “quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”. Los usos públicos del pasado, acotados inicialmente en el campo educativo, entraron en el debate general, político e ideológico, lo que transforma la historia, a través de la memoria, en un arma de combate en la arena política. Las medidas de aquel gobierno provocaron una explosión memorialista que afectó de lleno a la historiografía española sobre guerra civil, franquismo y transición, que de forma decidida desplegó numerosos programas de investigación, muchos de ellos de carácter local o autonómico, en torno a asuntos que las decisiones de los primeros gobiernos democráticos no habían tomado y que, en cambio, se revelaron como claramente movilizadoras, hasta el punto de que un historiador poco adepto a esta eclosión memorialista pudo reconocer en 2010 que “la memoria cotiza al alza”10.

Y tanto que cotizaba. Se trataba de medidas, como la ley de Memoria Histórica, que gestionaban sentimientos y olvidos, como era la exhumación de cadáveres enterrados en fosas comunes, que hasta entonces apenas se habían realizado. Aunque estas exhumaciones pueden ser vistas como una “sentimentalización del pasado”, esto es, “lo contrario de un juicio de Nuremberg”11, lo cierto es que aquellas políticas de la memoria comenzaron a resolver un problema que, por razones complejas, había quedado aparcado desde la transición democrática12. Pero aquella ley también se proponía la remoción o sustitución de símbolos (estatuas, onomástica urbana…) que evocaban la propia memoria franquista y, además, resolver contenciosos como la devolución de patrimonio documental a sus antiguos titulares (caso de los llamados “papeles de Cataluña”, que estaban en el Archivo de la Guerra Civil de Salamanca) o del reconocimiento de derechos para hijos y nietos de exiliados, que fue una de sus más inesperadas aportaciones.

La política memorial del gobierno de Rodriguez Zapatero estaba invirtiendo la tendencia seguida por los anteriores gobiernos democráticos, desde Adolfo Suárez a Felipe González, que apenas se habían ocupado de promover ni la eliminación de la simbología franquista ni, lo que resulta más decisivo, diseñar políticas alternativas de creación de un repertorio simbólico de valores cívicos y “republicanos” que sirviese de fundamento moral de la naciente democracia política. Así como la II República había mudado rápidamente la memoria del régimen monárquico y el franquismo hizo lo propio con la herencia republicana, la timidez de la democracia fue muy evidente en este campo simbólico.

Los efectos prácticos de aquella ley, que se sobreponía a medidas reparadoras implementadas en España desde los años de la Transición, fueron bastante menores de lo esperado y, desde luego, quedaron lejos de los temores expresados por los partidos de la derecha política y también de las aspiraciones de la izquierda “maximalista”, hasta el punto de ser considerada como “el último eslabón del espíritu que presidió la salida de la dictadura”, que habría sido la “reconciliación”, eje de la gran parte de la oposición antifranquista13. Si el objetivo de aquella ley era la “reconciliación y la concordia”, la verdad es que no lo logró, dado el clima de crispación que presidió el Parlamento durante el gobierno de Rodriguez Zapatero. Sin embargo, aquella ley propició que se desplegara de forma progresiva una legislación de ámbito autonómico, lo que permite decir que “nunca las políticas públicas de la memoria habían estado tan reguladas”, como señala Antonio Míguez. A partir de aquella experiencia de Rodriguez Zapatero, un nuevo gobierno de izquierdas presidido por el socialista Pedro Sánchez, sostenido con apoyos parlamentarios de geometría variable, dio pasos más firmes, pero no menos privados de consenso que la ley de Memoria Histórica. Además de concederle un elevado rango institucional, con la creación de una Dirección General en 2018, elevada más tarde a Secretaría de Estado, se comenzó a redactar una nueva ley, aprobada en el otoño de 2022, con efectos legales desde su publicación oficial (BOE, 20.10.2022), en la que sobresalen algunas novedades importantes, a las que más adelante me referiré.

Como apreciación general se podría decir que los gobiernos democráticos de España centraron sus políticas de la memoria en la concesión de reparaciones materiales y en el olvido de las simbólicas que, aunque menos onerosas, son especialmente relevantes. Esto explica que se demorase tanto la solución para dos puntos calientes de la memoria de la dictadura franquista: diseñar un nuevo destino para el mausoleo del Valle de los Caídos, donde estaba inhumado Franco y miles de combatientes en la guerra civil (incluidos los muertos en el bando republicano) y recuperar el “pazo” de Meirás, una quinta política del dictador que permaneció en posesión de su familia durante más de cuarenta años después de su muerte. Del análisis de estos dos problemas se ocupan, total o parcialmente, tres contribuciones de este Dossier, mientras que la cuarta analiza el segundo paso dado por el gobierno presidido por el socialista Pedro Sánchez desde 2018, que es la ley de Memoria Democrática. Como sucedió con la ley anterior, uno de sus posibles efectos ya se ha puesto de manifiesto en el “aluvión de solicitudes de nacionalidad española” presentadas en consulados y embajadas de España por “miles de descendientes” de emigrantes, lo que explica que se le conozca en la Argentina como “ley de nietos”14.

La permanencia de símbolos franquistas (onomástica, estatuas públicas…) fue parcialmente superada desde 2007, pero la recuperación para usos públicos de los lugares del dictador (Valle de los Caídos y “pazo” de Meirás) se demoró más de una década y el proceso todavía no se ha concluido del todo. En el texto de X.M. Núñez Seixas se parte de este ejemplo para subrayar las diferencias españolas con análogos casos europeos, ya estudiados por el autor15, que se explican sin duda por la larga duración de la dictadura franquista y el más débil “consenso antifascista” existente en España a diferencia del forjado en la resistencia a los fascismos europeos durante la II Guerra mundial. Pero si algo queda claro es la variedad de soluciones que caracteriza la gestión de estos lugares de memoria y el décalage temporal con que se llevan a cabo. Después de analizar en perspectiva comparada los lugares o moradas de dictadores (incluidos los ejemplos de Lenin o de Sun-Yat-Sen), Núñez Seixas señala los problemas de gestión de estos monumentos que generalmente proceden de los poderes locales, como se puede comprobar en los casos de Predappio y Santa Comba de Dâo, respectivamente lugares de nacimiento de Benito Mussolini y de Oliveira Salazar, dirigidos por gobiernos de izquierda en ambos casos.

El valle de Cuelgamuros

En cuanto a las soluciones encontradas para dotar de nuevos significados a estos lugares, la variedad es muy grande, pues pueden ser convertidos en centros de “necro política”, santuarios para sus adeptos o en lugares de turismo y “disneylandización” de sus contenidos. En este punto, advierte que la gestión de los lugares de dictador admite una gran diversidad en las políticas de memoria posdictatoriales, lo que le permite terminar con una nueva referencia al caso de Meirás y la doble vía que todavía está abierta para convertir aquella quinta política en un espacio con contenidos diferentes, bien a través de un centro de reinterpretación de la lucha contra la dictadura en el que se pueda “sentir el franquismo”16 o bien dando cabida a la memoria de la anterior propietaria del lugar, la escritora Emilia Pardo Bazán.

De esta segunda alternativa, complementaria de la anterior, se ocupan Isabel Burdiel y Jesús Sánchez en la entrevista que han concedido a esta revista. Además de señalar que la nueva denominación de aquella finca, pasando de “Torres” a “Pazo”, fue un intento de borrar la herencia de la escritora, argumentan que se trata de un ejemplo de “doble memoria” o “memoria superpuesta” en el que no podría olvidarse el peso de la escritora Pardo Bazán, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de “uno de los casos más excepcionales” en Europa de una casa familiar diseñada como un “sitio” literario por parte de su propietaria, en la medida que la casa era “una prolongación” de su obra de creación. En suma, que el futuro de este patrimonio debería servir para combinar esa doble memoria que Meirás ha tenido a lo largo de más de un siglo y mostrar una “historia cruzada” desde una perspectiva de memoria democrática, aunque están todavía en discusión los usos que tendrá en el futuro.

De naturaleza bastante diferente es el caso del Valle de los Caídos, como mausoleo del dictador y como lugar de enterramiento del mismo, de lo que se ocupa Carme Molinero en un texto que aboga explícitamente por la “resignificación” del lugar. Tras unas consideraciones generales sobre las políticas memoriales del franquismo, mucho más decididas y profundas que las desarrolladas por la España democrática, encara el asunto central que es transformar el “monumento franquista más cargado de contenido”. El primer paso fue, sin duda, lograr el traslado de las cenizas del dictador al panteón familiar en el cementerio de Mingorrubio (El Pardo, a pocos kilómetros de Madrid), lo que finalmente sucedió en el otoño de 2019 al que, en breve plazo, podrán seguirle otros traslados, como el de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, enterrado allí en 1959. La larga permanencia de ambos en el Valle de los Caídos era el ejemplo más claro de la debilidad de las políticas memoriales de la democracia y, además de ser “desenterrado” Franco, el lugar comienza a recuperar su topónimo tradicional de “Valle de Cuelgamuros”. Otros pasos, ya ensayados con ocasión de la ley de Memoria Histórica de 2007, continuaron en la segunda de las leyes sobre esta materia, sin que hasta el momento se pueda decir que las propuestas de comisiones de expertos se hayan llevado a la práctica. La autora, que formó parte de alguna de ellas17, apuesta porque el lugar deje de ser un mausoleo y se convierta en un Centro de interpretación del proceso de construcción del monumento, parcialmente hecho con presos republicanos y que se convierta en lugar de afirmación de los valores democráticos: “verdad, justicia y reparación” con las víctimas como objetivo central.

Aunque ya se ha mencionado en diferentes ocasiones, una piedra de toque esencial para entender donde se halla en la España actual la pulsión memorialista es la ley de Memoria Democrática, comenzada a diseñarse en 2018 y que no sería aprobada hasta el mes de septiembre de 2022. De su gestación e ideas básicas se ocupa el texto escrito por Antonio Míguez Macho. Se trata de una ley más extensa e incluso casuística que la de 2007, con un objetivo muy claro dado que, además de recuperar la memoria de un pasado traumático, pretende alcanzar una función cívica y educativa, al “fomentar el conocimiento de las etapas democráticas” de la historia de España, desde la Constitución de Cádiz (1812) hasta la de 1978. Además, asigna un papel activo a los poderes públicos en el “mapeo” y excavación de las fosas comunes, crea un banco de ADN de víctimas e instituye un Consejo de la Memoria Democrática, en el que dar cabida al amplio “movimiento memorialista” que ha florecido en España durante los últimos veinte años. Por esta razón, que esta ley se denomine democrática y no histórica es más que un cambio formal.

Esta ley es, también, un corolario de las políticas seguidas desde 2007 por la mayoría de las Comunidades Autónomas de España, muchas de las cuales han aprobado leyes de memoria que dieron lugar a centros o políticas específicas que comenzaron a identificar fosas comunes y lugares especialmente señalados por la represión cometida durante la guerra civil y en los largos años de la postguerra. Como observa el autor, “nunca las políticas públicas de la memoria habían estado tan reguladas”, para añadir que, sin embargo, “nunca con tan poco consenso político” fueron aprobadas. La ley de 2022 coloca a las víctimas en el centro de las políticas memoriales, aunque introduce “tutelas asimétricas” sobre las víctimas de los dos bandos enfrentados en la guerra civil (“el elefante en la habitación”), dejando fuera de su alcance acciones represivas anteriores a 1936, desde el colonialismo al esclavismo o las minorías étnicas y en una nebulosa a los verdugos o perpetradores. La reciente aprobación de esta ley no permite todavía evaluar sus consecuencias a medio plazo y tampoco se puede predecir su perdurabilidad, dada la posición mantenida por los grupos de oposición al actual gobierno.

Como síntesis podría decirse que, después de casi cinco décadas de haber desaparecido el dictador Francisco Franco y cerca de nueve décadas de haber estallado la guerra civil, es evidente la tardanza de los gobiernos de España en afrontar soluciones para gestionar la memoria del pasado, sobre todo en el plano de los símbolos y de la creación de valores propios que refuercen el sistema democrático. El debate memorialista se ha convertido en arma política, lo que conduce no sólo a memorias enfrentadas entre sí, sino a una legitimación de la desmemoria -o del olvido- como estrategia política e ideológica. Una corriente de opinión defendida por la derecha política sostiene que se trata de un asunto zanjado durante la transición a la democracia ya que, como ha sostenido el entonces líder de la oposición Mariano Rajoy a propósito de la ley de 2007, “qué necesidad tenemos los dirigentes políticos de crear líos, problemas y divisiones” a la gente, si es asunto zanjado con la política de reconciliación y una Constitución aprobada en 1978 “para todos los españoles”. Sin embargo, otra corriente de opinión defendida por la socialdemocracia y sectores situados a su izquierda ha sostenido que en la Transición hubo un “pacto de silencio” sobre el pasado. Pacto que se concretaría en que no fueron depurados muchos represores de la época dictatorial ni, en su día, anuladas las sentencias condenatorias de muchas víctimas y que, además, los poderes públicos se ocuparon más de asuntos materiales que de garantizar el apoyo administrativo y judicial para la gestión de las fosas comunes y la remoción de símbolos franquistas.

Entre el inmovilismo y el desasosiego, es difícil encontrar una vía inclusiva para una memoria compartida o, al menos, apoyada por una ancha base social y política. Pero también es necesario recordar, como lo hace Paloma Aguilar en texto reciente sobre un caso de historia local de la provincia de Badajoz, que las iniciativas del movimiento memorialista en los tiempos de la Transición “eran altamente costosas y, por tanto, improbables”, dados sus elevados costes sociales y políticos y los riesgos judiciales que podrían acarrear18. Fue necesario esperar a una democratización más profunda de la política, lo que comenzó a producirse a partir de 2004. En ese marco, como ponen de relieve los textos aquí reunidos, fueron posibles avances muy claros, incluidas decisiones que difícilmente puedan ser reversibles en el futuro. Si nos fijamos en la fuerza simbólica que representaban para el franquismo el mausoleo del Valle de los Caídos o el “pazo” de Meirás, su titularidad pública ha sido recuperada, aunque no estén todavía claros los usos a que podrán ser destinados. Tanto el tan denunciado “pacto de silencio” de la transición democrática como la fragilidad de la cultura cívica achacada a la democracia española son problemas que deberían ser revisados a la luz de estas medidas memorialistas. Ahora bien, no basta sólo con dar cuenta del camino andado sino de prever algunas dificultades futuras. Y entre ellas no debe olvidarse no sólo el muy bajo grado de consenso político partidario con que estas acciones han sido elaboradas y aprobadas, sino también el enfoque revisionista del pasado que ha presidido la política memorialista.

Esta constatación nos lleva a dos conclusiones complementarias. La primera es preguntarse si puede esperarse continuidad para unas leyes que han sido objeto de combate partidista en el Parlamento y en los mass-media. Su perdurabilidad sólo sería posible si mudan las posiciones de los actores políticos, en el sentido de abrazar un consenso análogo al producido en la inmediata segunda postguerra europea, en el que la derecha condene simbólicamente el régimen franquista y la izquierda revise su maximalismo doctrinal que le ha llevado a idealizar la II República. Convertir la memoria histórica en una narrativa alternativa a la creada sobre la Transición, puede actuar como una “especie de placebo de las políticas de izquierda”19. En el marco de esta polarización de la memoria y de la política, es probable que soluciones radicales sean tan difíciles de consolidar como lo fueron las tímidamente ensayadas en el curso de la transición democrática.

Pero lo que podría llevarse a cabo es una política más proactiva en favor de objetivos diferentes a los de la memoria como simple invocación del pasado. ¿Se puede “legislar sobre la memoria”? y, en segundo lugar, ¿es aceptable que después de tantos años de investigaciones de lo que “sabemos casi todo”, no haya “una política pública de la memoria”?20. Preguntas difíciles de responder, pero que obligan a repensar tanto la política memorialista como el diferente estatuto teórico que existe entre Memoria e Historia para evitar la confusión que con frecuencia se produce. En realidad, se trataría de volver a las armas de la Historia para explicar y contextualizar cómo ha sido posible el pasado, en vez de contentarnos con dar una respuesta maniquea y moralizante sobre el mismo. Es posible, además, que sea necesario un barniz de realismo ante la existencia de memorias enfrentadas, reconociendo que, como sugiere Keith Lowe, es preferible ser conscientes de que somos “prisioneros de la historia” que renunciar a construir una alteridad entre pasado y presente. Si los ecos del pasado (estatuas, lugares..) nos interpelan es que “son expresión de una historia que todavía sigue viva y que sigue gobernando nuestras vidas”21. Es una forma diferente de expresar lo que Koselleck sostenía hace décadas a propósito de los monumentos a los muertos, cuya construcción reflejaba sobre todo la necesidad de fundar una identidad “au profit des survivants”22.

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1

Un recorrido sobre las memorias enfrentadas o alternativas en el Europa central y del este, en Xosé M. Núñez Seixas, Volver a Stalingrado. El frente del este en la memoria europea, 1945-2021, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022.

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2

Filipa Raimundo, Ditadura e democracia. Legados da memória, Lisboa, Fundaçâo Francisco Manuel dos Santos, 2018.

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3

José Alvarez Junco, Qué hacer con un pasado sucio, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022, p. 197.

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4

Ferrán Gallego, El mito de la Transición. La crisis del franquismo y los orígenes de la democracia (1973-1977), Barcelona, RBA, 2008.

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5

Cfr. Pedro Ruiz Torres, “La historia en el debate político sobre la enseñanza de las humanidades”, Ayer, 30, 1998, p. 80.

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6

Juan José Carreras, “¿Porqué hablamos de memoria cuando queremos decir historia?”, in Juan José Carreras, Lecciones sobre Historia, Zaragoza, Instituto Fernando el Católico, 2014 [2005], p. 321-334.

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7

Paul Preston, “Un Memorial Democrático en Cataluña”, El País, 24.02.2005.

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8

Julio Aróstegui, “Memorias de batallas y batallas de memorias. Reabrir el pasado”, in Juan Andrés Blanco (coord.), A los 70 años de la Guerra civil española, Zamora, UNED, 2010, p. 211-228.

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9

Coro Rubio, “Rostros de la memoria y memorialismo en el mundo actual”, Historia y Política, 35, 2016; y, en otro sentido, Keith Lowe, Prisoners of History. What Monuments to the Second World War Tells Us About Our History and Ourselves, London, Harper Collins, 2020.

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10

Santos Juliá, Elogio de la Historia en tiempos de Memoria, Madrid, Marcial Pons, 2011.

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11

Guillem Martinez, “La historia de España está llena de bromas pesadas”, in Sebastiaan Faber, Franco desenterrado. La segunda transición española, Barcelona, Pasado & Presente, 2022 [2021], p. 70.

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12

Abundan sobre ello, con criterio realista, Paloma Aguilar y Guillermo León, “Los orígenes de la Memoria Histórica en España: los costes del emprendimiento memorialista en la transición”, Historia y Política, 47, 2020, p. 317-353.

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13

Julio Aróstegui, “Memorias de batallas y batallas de memorias. Reabrir el pasado”, in Juan Andrés Blanco (coord.), A los 70 años de la Guerra civil española, Zamora, UNED, 2010, p. 226.

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14

España Exterior, 13.10.2022.

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15

Xosé M. Núñez Seixas, Guaridas del lobo. Memorias de la Europa autoritaria, 1945-2020, Barcelona, Crítica, 2021 y en Volver a Stalingrado, op. cit. 2022.

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16

Emilio Grandío, “Sentir el franquismo. El pazo de Meirás”, in Julio Ponce y M.A. Ruiz Carnicer (coords.), El pasado siempre vuelve. Historia y políticas de memoria pública, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2021, p. 181-210.

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17

Informe de la Comisión de Expertos para el futuro del Valle de los Caídos, entregado al Ministro de la Presidencia, 29 de noviembre de 2011.

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18

Paloma Aguilar y Guillermo León, “Los orígenes de la Memoria Histórica en España:  los costes del emprendimiento memorialista en la transición”, Historia y Política, 47, 2020, p. 317-353.

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19

Ignacio Echeverría y Emilio Silva, entre otros, in Sebastiaan Faber, op. cit., 2022.

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20

Preguntas que hace el historiador Ricard Vinyes, in Sebastiaan Faber, op. cit., 2022, p. 176.

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21

K. Lowe, Prisoners of History, op. cit., 2020, p. XVIII.

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22

Reinhardt Koselleck, “Les monuments aux morts, lieux de fondation de l’identité des survivants”, in L’Expérience de l’Histoire, París, Gallimard / Le Seuil, 1997 [1979], p. 135-160.