(Universidade Santiago de Compostela)
Tumba de Stalin, Moscú, 2015.
En 2019, dos hechos parecían marcar el retorno de la memoria del franquismo al primer plano de la actualidad en la esfera pública española. Por un lado, la demanda judicial de la Abogacía del Estado contra los descendientes del general Francisco Franco para reivindicar la conversión en dominio público del pazo del general Franco en Meirás (Sada, A Coruña). Por otro lado, el traslado de los restos mortales del dictador desde el Valle de los Caídos (Cuelgamuros, Madrid) al panteón familiar situado en el cementerio estatal de Mingorrubio (El Pardo, Madrid). Es probable que ambos hitos auguren el cercano fin de la —supuesta— excepcionalidad hispánica en lo relativo al ajuste de cuentas con el pasado dictatorial, que sancionaría casi tres años después la ley de Memoria Democrática aprobada por el Congreso de los Diputados en julio de 2022. Sin embargo, se trata de un proceso sujeto a fuertes vaivenes en función de los cambios de mayorías parlamentarias y del color político de los gobiernos.
Pazo (manoir) del general Franco en Meirás.
España difiere en varios aspectos del patrón europeo-occidental de ajuste de cuentas con el pasado dictatorial tras la derrota de los fascismos en 1945. No obstante, y al margen de que sea discutible sostener que existe un auténtico patrón europeo de la memoria de las dictaduras, las diferencias españolas no son tan acusadas si se tienen en cuenta varios factores. De entrada, las especificidades de la transición española a la democracia, un pacto de élites sometido a presión social desde abajo, sin que tardofranquistas ni opositores tuviesen fuerza suficiente para imponerse por sí solos. Igualmente, el desajuste temporal —la dictadura en España acabó treinta años más tarde que en otros países— en comparación con las democracias que siguieron a los regímenes fascistas y parafascistas en Europa occidental. Además, el hecho de que en España la derecha democrática hundía sus raíces en los sectores reformistas del régimen franquista, y no en una democracia cristiana con cierto pedigrí antifascista, existente pero débil. Eso dificultaba la consolidación de cualquier “consenso antifascista” similar al que imperó en buena parte de Europa occidental entre 1945 y 1990, y tornaba difícil una condena radical del régimen franquista, de cuyas familias políticas buena parte de los protagonistas de la transición se sentían herederos.
Con todo, no eran exclusivas de España las pervivencias de la dictadura, los olvidos y las posturas acomodaticias. Por el contrario, los ritmos de la puesta en práctica de políticas de la memoria por parte de varios de esos Estados también fueron lentos y contradictorios; en algunos casos no empezaron a ser efectivas hasta la década de 1980. Y los grados de intensidad de la pervivencia de las memorias y símbolos de los regímenes dictatoriales del pasado reciente son asimismo específicos de cada ejemplo particular.
Eso se refleja de entrada en la gestión de los lugares de memoria de las dictaduras, y en especial en la problemática (in)digestión de los lugares de (des)memoria que se vinculan de modo íntimo a la biografía y esfera privada del dictador. No se trata de un fenómeno exclusivamente español. En la mayoría de las democracias que sucedieron a los regímenes totalitarios y autoritarios en Europa occidental después de 1945, y que fueron completadas por la “tercera ola” de la democratización, iniciada en la Europa meridional en 1974, continuada en América del Sur, y culminada en Europa centro-oriental, se registraron abundantes incertidumbres, resistencias y dilemas1.
I.
Se utilizan aquí los conceptos dictadura y dictador en un sentido flexible, como categoría analítica independiente de las propias denominaciones que fueron utilizadas por los autócratas y la autoimagen de sus regímenes. Muchos de ellos se veían a sí mismos como líderes o conductores, como caudillos o generalísimos, o como presidentes sin más. Más allá de la manera en que fueron recordados algunos de esos dirigentes políticos, lo cierto es que se puede establecer un denominador común sobre qué es un dictador y una dictadura. Si los dictadores en la antigua Roma eran magistrados investidos por un tiempo de la máxima autoridad, dictadura es una forma de gobierno en la que la capacidad de decisión, y por tanto el poder absoluto, se concentraba en las manos de una sola persona, de un líder, o a lo sumo de un pequeño grupo de personas, civiles o militares. Su ejercicio del poder puede ser arbitrario y no respeta normas legales heredadas, aunque con el tiempo se institucionaliza y establece su propia legitimidad. Por oposición a las democracias, no hay elecciones competitivas, el pluralismo político es inexistente o limitado, y también lo es la movilización de la sociedad civil. Solo desde arriba, a través de partidos únicos y organizaciones dependientes directamente de la cúspide del poder, puede tener lugar una movilización de las masas para refrendar o acompañar las orientaciones emanadas desde el vértice de la autoridad del Estado.
A diferencia de la mayoría de los caudillismos o bonapartismos decimonónicos, las dictaduras del siglo XX se caracterizaron por aspirar a uniformar a medio plazo el conjunto de la sociedad, mediante un partido único más o menos articulado, una cosmovisión definida y un corpus ideológico que les servía de inspiración. A su frente estaba un líder cuya legitimación provenía del carisma. Recurriendo a la clásica distinción de Juan J. Linz, las dictaduras autoritarias otorgaban menos peso a la ideología, no controlaban del todo a las fuerzas armadas, la economía o la opinión pública, y toleraban en su seno la existencia de un pluralismo político limitado. Por el contrario, los regímenes totalitarios, al menos a medio plazo, no permitirían la coexistencia en su seno de esferas autónomas de poder, desde el ejército a las iglesias y el poder económico, controlaban de modo férreo la opinión pública, y aspiraban a una ingeniería social de alcance integral. Una utopía en la que la sociedad sería moldeada según un claro patrón ideológico.
Dentro del concepto aquí manejado de régimen dictatorial, por tanto, cabrían desde las dictaduras militares más o menos temporales, con suspensión parcial de derechos constitucionales y/o fundamentales, hasta las basadas en un partido único y un proyecto ideológico de nuevo cuño, pasando por las autocracias paternalistas, caracterizadas por la preeminencia del poder ejecutivo, a cargo de un gobernante carismático, sobre el legislativo y el judicial, manteniendo un sistema político formalmente democrático. A menudo, sin embargo, una dictadura puede evolucionar desde un tipo a otro, comenzar como un presidencialismo autoritario o paternalista instaurado por un golpe militar, y devenir con el tiempo en un proyecto de índole totalitaria con voluntad de permanencia, asimilando diversas influencias ideológicas o adaptando modelos foráneos.
Figura esencial en toda dictadura es el dictador. Siempre en masculino: todos eran hombres2. La persona en la cúspide que no tenía que dar explicaciones de su actuación y de sus decisiones a ninguna instancia superior, aunque algunos de ellos (como Mussolini o Salazar) coexistiesen con figuras tradicionales, fuesen reyes o presidentes de la República, que ostentaban una función representativa. La fuente de la legitimidad de la autoridad del dictador era el carisma. Según Max Weber, el carisma es una legitimación del poder ni burocrática ni tradicional, y que establece que a una persona se le presupone investida de cualidades sobrehumanas o simplemente excepcionales, no accesibles a todo el mundo. Podían expresarse a través del poder “hipnótico” por parte de un individuo determinado para generar adhesión incondicional entre sus seguidores, o bien mediante la capacidad de una persona concreta para establecer una relación particular con las fuentes de legitimidad y autoridad. Por tanto, el carisma de un individuo puede ligarse a la función que desempeña, o a su capacidad privilegiada para establecer una relación excepcional con sus fieles. No obstante, para perdurar, incluso el gobernante más carismático necesita, antes o después, de una rutinización (burocrática) y/o del recurso a la legitimación tradicional del poder, y apelar a la patria, a la religión, o al vínculo con el pasado.
¿Qué ocurre con el carisma del dictador tras su muerte? El cuerpo de la mayoría de los autócratas no heredó la función del cuerpo del soberano en el Antiguo Régimen: el “doble cuerpo del rey”, el físico y el simbólico, representando el derecho a gobernar y la soberanía, cuya herencia se transmitía a su sucesor y garantizaba la continuidad de la comunidad política. El ritual funerario de la dinastía de los Habsburgo desde el siglo XVIII, cada vez que un monarca o príncipe difunto ingresaban en el panteón de la Cripta de los Capuchinos de Viena, destacaba esa cualidad: solo cuando el edecán anunciaba que solicitaba su ingreso en la cripta un «humilde pecador», y no el emperador con sus pomposos títulos, era admitido en el panteón. El pasado regio es colectivo.
Sin embargo, la caída de los grandes imperios premodernos y la revolución rusa de 1917 introdujeron un nuevo modelo de culto fúnebre al jefe del Estado. El primero fue Vladimir I. Lenin, cuando falleció en enero de 1924; el segundo, el doctor Sun Yat-sen, efímero presidente de la República china fundada a fines de 1911, quien falleció un año después. Aunque Sun Yat-sen no era un dictador, el dirigente bolchevique instauró de modo consciente una dictadura del proletariado, y durante su mandato se conformaron varios de los mecanismos represivos y totalitarios del posterior régimen estalinista. Los decesos de Lenin y Sun-Yat-sen, sus masivos funerales de Estado y el culto fúnebre inaugurado a su figura señalaron la ruptura con el viejo mundo dinástico. También ellos dispondrían de un túmulo propio, símbolo de una nueva legitimidad política. Así se aprecia de forma clara en el caso de Lenin. A la noche siguiente de su muerte, el gobierno soviético concibió el proyecto de embalsamar el cadáver de forma permanente, y creó una comisión con ese fin; también encargó a un arquitecto de renombre, el constructivista Aleksei Shchusev, la erección de un mausoleo para albergar los restos del fundador de la URSS. Shchusev ideó un diseño sobrio, de forma cúbica y escalonada, que transmitía un mensaje de eternidad y de clasicismo laico. El túmulo provisional de madera fue sustituido cinco años después por otro de acero y hormigón, recubierto de granito. Inaugurado el 7 de noviembre de 1930, aniversario de la revolución, en el interior del mausoleo se expondría el cuerpo embalsamado de Lenin para la posteridad, con la intención de convertir el lugar en un símbolo de la eternidad de la revolución. El culto a Lenin, al que siguió la codificación del término marxismo-leninismo por su sucesor, Stalin, para definirlo como el marxismo del siglo XX, se completó con la erección de estatuas en las plazas centrales de cada ciudad soviética, a menudo reutilizando los zócalos de las esculturas de los zares. En los años siguientes, el culto a Lenin seguiría muchas de las pautas tradicionales que habían guiado años atrás la adoración de los santos rusos y de la figura del zar. Varios museos se dedicaron a la figura de Lenin, aunque solo en el centenario de su nacimiento (1970) se inauguró uno en la ciudad donde nació, Ulianovsk, así como otro en la ciudad siberiana donde estuvo exiliado entre 1897 y 1900, Shushenskoye.
El ejemplo del fundador de la URSS sentó una pauta que se repetiría en las décadas siguientes, aunque con distintos matices y lecturas. El cuerpo del autócrata moderno, tanto si su régimen tenía continuidad como si moría con él, era depositario de una sacralización transferida y secularizada, que podía abarcar desde cualidades taumatúrgicas hasta la capacidad atribuida a sus imágenes de llevar suerte a un hogar, evitar desgracias u operar hechos insólitos, casi milagrosos. Se trataba de un carisma propio, ungido de poderes extraordinarios, que siguió ejerciendo su sombra sobre las opiniones públicas, las mentalidades sociales y las políticas de la memoria de las democracias que le sucedieron.
Los reyes, los presidentes de Gobierno y/o los Jefes de Estados democráticos vinculan su carisma a la continuidad de una función y una posición institucional. Y los caudillos militares del siglo XIX acostumbraban a prescindir del carisma, aunque algunos de ellos, como Napoleón Bonaparte o Baldomero Espartero, desarrollaron un específico culto a la personalidad3. No obstante, los dictadores son siempre personas únicas e irrepetibles. Por ello, la continuidad del poder de los autócratas depende ante todo del brillo de sus cualidades «hipnóticas». Pero esas cualidades, y por tanto el carisma, fueron asimismo el resultado consciente de un proceso de construcción desde arriba, de una atribución a su liderazgo de características excepcionales, acordes con el contexto cultural y social en que ejercen su dominio. Un culto moderno a la personalidad, forjado en y para una sociedad de masas, cuya fuente de legitimación era la soberanía nacional, el contacto directo con el pueblo, y rutinizado a través de la difusión masiva de imágenes y lemas indiscutidos, gracias al control de los medios de comunicación. La atribución póstuma del carisma al dictador se ve favorecida o reforzada por las circunstancias de su óbito: asesinato, exilio, ajusticiamiento por el enemigo y un largo etcétera. Y, finalmente, también se puede ver reforzada por la asociación entre carisma y nacionalismo: si el autócrata encarnaba la fundación de un Estado independiente, la culminación de una reivindicación nacional, su figura se revestía del fulgor sacralizado que proveía la nación como religión política. Se convertía así en un padre fundador, o restaurador, de la patria, una categoría que para las generaciones venideras transformaría a más de un autócrata en un héroe de la nación y un símbolo de su resurgir, lo que en parte enlazaba con la tradición del culto al cuerpo del héroe nacional en el siglo XIX. Así lo mostrarían los casos de Kârlis Ulmanis en Letonia, de Jozef Tiso en Eslovaquia, o de Ante Pavelić en Croacia.
El cuerpo del dictador podía dejar tras su muerte un poso en la memoria popular, en forma de relatos, canciones, anécdotas… Pero siempre se vinculaba de forma especial a algunos espacios específicos: el lugar en que vio la primera luz, las residencias privadas donde habitó, o el recinto en que reposan sus despojos, su tumba o mausoleo. En ocasiones, también el lugar concreto en que falleció, sobre todo si su muerte fue violenta, lo que añadiría un carácter aún más sacralizado a su recuerdo: el carisma se revestía de heroísmo y carácter martirial.
Siguiendo la definición clásica del historiador Pierre Nora, son lugares de memoria todo tipo de entes tangibles e intangibles, sean espacios físicos, conceptos —incluyendo expresiones o términos—, prácticas y objetos que, por deseo de actores concretos y representativos de una comunidad, se convierten con el paso del tiempo en un elemento simbólico para ese colectivo o comunidad determinada. Sirven además de puente entre la memoria, interpretación compartida del pasado siempre difusa y cambiante, y la historia, reconstrucción crítica del mismo en momentos determinados: la primera conmemora; la segunda problematiza, pero no necesariamente canoniza. Los significados atribuidos a esos lugares de memoria no son inmutables, sino que pueden experimentar grandes variaciones a lo largo del tiempo; tampoco surgen de un poso inmanente de memoria popular (o nacional), sino que se han sido el resultado de una elaboración consciente por parte de actores concretos.
Igualmente, la interacción, o falta de ella, con su espacio social determina también los cambiantes significados de los lugares de memoria. Un monumento puede no decir nada a las generaciones posteriores; la forma de mirarlo varía según las épocas. La socióloga Aleida Assmann ha propuesto así el término alternativo de “espacios memoriales”, definidos por la interacción con los actores sociales y las instituciones a través de ritos y discursos. En ellos se condensa y proyecta una narrativa pública acerca de la memoria colectiva, que es difundida desde el Estado y desde las instituciones. Una memoria cultural que no se impone por sí sola, sino que convive e interacciona con una memoria comunicativa, transmitida por la sociedad civil, tanto en el ámbito semipúblico como en el privado y familiar.
Dentro de esos espacios del recuerdo, en los que puede cristalizar la memoria y el olvido, los recintos memoriales que evocan pasados traumáticos recientes adquieren especial relieve desde las dos grandes contiendas mundiales del siglo XX. Los conflictos y sus secuelas de muerte y destrucción, por un lado; y las dictaduras y sus víctimas y sus proyectos totalitarios o autoritarios de orden social, hegemonía nacional y expansión exterior, por otro, son dimensiones que han adquirido una especial relevancia en la significación de lugares de memoria específicos. Sin duda, sucesos traumáticos como la Shoah, las guerras civiles y las represiones masivas han contribuido de forma decisiva, desde la década de 1960, a conformar lugares y espacios de remembranza específicos en Europa, al igual que en otros continentes. El sujeto preferente de esa atribución de significado han sido ruinas y cementerios de guerra; cárceles, campos de concentración, fosas comunes, y sitios de ejecución. En todos ellos los recordados son las víctimas y los colectivos dominados o masacrados por las dictaduras.
No obstante, la mayor parte de las dictaduras también han legado a la posteridad otro tipo de espacios cuya gestión es mucho más problemática. Se trata de obras megalómanas, monumentos conmemorativos de sus héroes y victorias, obras civiles y diseños urbanísticos, nombres de calles y plazas, y hasta de poblaciones, quevocaban a los héroes, a los mártires de las etapas iniciales, a los hechos gloriosos de una dictadura, y que podían seguir modelos anteriores de necropolítica, confiriéndoles ahora nuevos significados: por ejemplo, resignificando los memoriales a los caídos en la Gran Guerra de 1914/1918.
II.
Tras la quiebra de sus regímenes, las estatuas de los dictadores fueron retiradas de sus pedestales en la mayoría de los países; calles y plazas fueron rebautizadas, así como algunos nombres de localidades. De los edificios oficiales cuya titularidad siguió en manos públicas, se retiraron la mayoría de los símbolos de esas épocas. En algunos países ese proceso ha sido ciertamente más radical, rápido y sistemático que en otros. Las pocas estatuas de Oliveira Salazar existentes en Portugal se demolieron de forma casi inmediata; la última estatua de Francisco Franco, en Melilla sólo fue retirada en febrero de 2021. Los ritmos han dependido en buena medida del tipo de tránsito de la dictadura a la democracia, así como del grado de continuidad entre élites dictatoriales y posdictatoriales.
Sin embargo, las casas natales de los autócratas, así como sus tumbas y mausoleos, sus residencias particulares o sus palacios de verano, han constituido una frecuente excepción a la norma. Eran lugares donde parecia estar presente el fantasma del dictador: la casa natal de Hitler en Braunau am Inn era a menudo denominada Geisterhaus, casa de los espíritus. Por ello, constituían a menudo una asignatura pendiente de las políticas de ajuste de cuentas con el pasado dictatorial. En ellos, además, cristaliza la intersección entre dos dimensiones esenciales del poder de los dictadores. Por un lado, su esfera íntima, privada y familiar. Su faceta de personas corrientes, surgidas de las entrañas de la comunidad que afirman encarnar. Por otro lado, su carisma y proyección pública, sacralizada y misional, inherente al culto a su personalidad en vida. Un culto y, sobre todo, un carisma que no desaparecen tras la muerte del autócrata, sino que son preservados por sus nostálgicos y partidarios, persisten de modo semiconsciente en la memoria de las generaciones socializadas y educadas bajo su dominio, y a veces a a algunos sectores de las generaciones siguientes, aun en democracia.
Esos serían los lugares de dictador. Espacios memoriales cuya gestión se ha transformado en una trabajosa digestión o una permanente indigestión, cuando no en un crisol de contradicciones, para las democracias que han sucedido a las dictaduras. Al tiempo, nos ofrecen un ángulo de observación distinto y peculiar sobre las políticas de la memoria de la Europa autoritaria y totalitaria después de 1945. La cuestión es: ¿por qué los lugares de dictador son tan problemáticos de gestionar en la gran mayoría de las sociedades posdictatoriales, también cuando se trata de democracias refundadas a partir de una ruptura clara con el régimen anterior? Básicamente, por tres razones:
Primero, porque son sumamente variados. El elenco de objetos, lugares o edificios que pueden devenir en espacio memorial personalizado de un dictador, y por tanto en polo de atracción, culto y reunión de sus partidarios y nostálgicos, es sumamente extenso. Son los actores sociales, y en primer lugar los nostálgicos y seguidores de una dictadura, los que en última instancia eligen qué lugar deciden venerar.
Segundo, por vincularse a la biografía del autócrata, también son a menudo entornos que pertenecen a la familia próxima o lejana del dictador. Eso dificulta la intervención directa de los Estados democráticos.
Tercero, porque en esos entornos la figura del que desde la distancia es un tirano o déspota se transforma en una persona cualquiera, al alcance de todos. Sin embargo, no por ello la sombra de su carisma desaparece de esos lugares. Salvo mausoleos y palacios, se trata a menudo de casas, tumbas o entornos corrientes, donde un personaje que fue especial nació, vivió, fue a la escuela, jugó con sus amigos, falleció, o reposa para siempre. Donde lo excepcional se hace humano y accesible, y lo casi sagrado se torna próximo y tangible.
III.
Dentro de la mencionada variedad, existe sin embargo una serie de lugares de memoria vinculados de forma íntima a los dictadores que se repiten en la mayoría de los casos aquí analizados. Una tipología somera podría reducirlos a cinco categorías:
Primero, la casa natal o paterna, o bien en la que transcurrió la infancia y/o adolescencia del que después se convertiría en supremo gobernante. Una casa con frecuencia remozada, y más de una vez reinventada o reconstruida para la posteridad. Serían, entre otros, los ejemplos de Hitler, Salazar, Mussolini, Enver Hoxha, Stalin, Josip Broz Tito, Miklós Horthy, Nicolae Ceaușescu o Jozef Tiso.
Segundo, la tumba privada —o semipública— del dictador. Serían los casos de Oliveira Salazar, Stalin, Hoxha, Nicolae Ceaușescu y, hasta cierto punto, Benito Mussolini. El lugar de enterramiento también puede ser ficticio, o escogido al azar, cuando no hay certeza de dónde reposan los restos del autócrata, como sucedió con la sepultura de Jozef Tiso hasta 2007.
Tercero, las residencias, recintos o espacios donde el dictador desarrolló buena parte de su vida, ligados en general a su actividad política y pública. Se podrían citar los ejemplos de la sede del partido nazi (NSDAP) en Múnich entre 1925 y 1931 (Schellingstraße 50), así como del recinto alpino del Obersalzberg (Baviera), que funcionó en la práctica como una suerte de segunda residencia del dictador y su séquito. En el caso (post)soviético, se podrían citar las diversas dachas de Stalin.
Cuarto, mausoleos construidos o diseñados por el dictador para la posteridad (casos, en especial, de Tito y Franco), o que fueron edificados después de su muerte por sus sucesores, familiares o admiradores, como la pirámide de Enver Hoxha en Tirana (1988), hoy simplemente rebautizada como la pirámide de Tirana, aunque en ocasiones también revistieron formalmente el carácter de cripta privada, como es el caso de la familia Mussolini en el cementerio de San Cassiano (Predappio). A esos mausoleos se añadirían en ocasiones los espacios residenciales o memoriales que fueron dedicados a prebostes y personalidades destacadas de la dictadura.
Tumbas de la familia Mussolini en el cementerio de Predappio, 2012.
Quinto y último, imágenes o lugares de culto integrados en templos religiosos, y que fueron (re)convertidos tras la muerte del autócrata en un espacio dotado de un significado especial. Aquí se podrían mencionar la iglesia de Hohe Wand en Austria, consagrada al canciller socialcatólico y autoritario Engelbert Dollfuß, asesinado por los nazis en julio de 1934; la llamada iglesia del retorno en la céntrica Plaza de la Libertad de Budapest, presidida en su atrio por una estatua del regente Miklós Horthy; o bien, en menor medida, la tumba que alberga una parte de los restos mortales de Josef Tiso en la catedral de Nitra (Eslovaquia).
Precisamente por su naturaleza variada y variable, los lugares de dictador son muy maleables como objetos de remembranza pública y privada. Todos ellos fueron o son susceptibles de convertirse en puntos de reunión de nostálgicos, así como de devenir en emblemas de los defensores de su legado político. El elenco abarcaría desde los neofascistas italianos y los diversos grupos neonazis hasta los nostálgicos del estalinismo en la Federación Rusa y otras repúblicas postsoviéticas. Puede tratarse, simplemente, de turistas atraídos por la morbosidad y estética de las dictaduras, cuyas visitas constituyen en una fuente de ingresos tentadora. Un turismo a menudo etiquetado con el epíteto de negro.
Todo ello haría aún más compleja la gestión legal y pública de esas ubicaciones y recintos. Una casa-museo dedicada a un dictador en su localidad natal puede convertirse en un lugar de memoria para nostálgicos de la dictadura si las autoridades no acometen una resignificación del espacio; aun si lo hacen, existe el riesgo de que los nostálgicos, mezclados con turistas, curiosos y excursiones escolares, interpreten el lugar a su manera y hagan su presencia dominante. Pero incluso si ese espacio memorial no existe como tal, como ocurre en Alemania y Austria, pueden surgir espacios de culto o de remembranza alternativos, cuya vinculación con la memoria del autócrata es más indirecta o, simplemente, imaginada. Fue el caso hasta 2012 de la tumba de los progenitores de Adolf Hitler, Alois y Klara Hitler, en Leonding (Austria), o de la sepultura de su conmilitón Rudolf Heß en Wunsiedel (Baviera) entre 1988 y 2011.
En definitiva, los lugares de memoria rara vez se sujetan a tipologías estáticas. Son categorías espaciales construidas, fruto de la interpretación de los seguidores de los dictadores. Y a la hora de gestionar esos espacios. las democracias intervienen casi siempre con vacilaciones, y a remolque de los acontecimientos.
Casa natal de Adolf Hitler en Braunau am Inn.
IV.
¿Qué soluciones se han ofrecido a la gestión pública de los lugares de dictador en Europa? Podemos identificar siete problemáticas de índole general.
En primer lugar, los dictadores son los mayores perpetradores de sus regímenes. Todos ellos ejercieron la responsabilidad máxima de las violaciones de los derechos humanos perpetradas durante su mandato. El destino de los lugares de memoria ligados al cuerpo del verdugo, constituye siempre una cuestión política y étnicamente controvertida, que se aborda con retraso con respecto a los espacios memoriales vinculados a las víctimas. El cuerpo del dictador y los lugares en que vio la luz y murió, o donde residió, están imbuidos de su responsabilidad, pero igualmente de cierta aura de sacralidad. La culpa permanece, y su peso se transfiere al entorno circundante; pero también lo hacen la fascinación y el carisma, que pueden ensombrecer su responsabilidad: el dictador sería bueno, y sus propósitos nobles; sus secuaces serían quienes cometieron excesos.
En segundo lugar, la gestión de los espacios físicos asociados de forma muy personal a la biografía de los autócratas presenta algunos rasgos particulares. Se trata de entornos y edificios cargados de fuerza simbólica y evocativa, que pueden contribuir de forma indirecta a reforzar el aura pasada de los dictadores, lo que sería peligroso en ideologías que se fundamentaban en el culto al líder. Al mismo tiempo, es casi inevitable que en esos entornos la figura del temido autócrata se humanice y muestre incluso una cara de normalidad. Los restos del dictador, por muy tiránico que fuese en vida, despiertan respeto y compasión, cuando se trasladan a una urna o un sepulcro; su casa natal, sus objetos personales y la presentación de su entorno íntimo contribuyen de manera implícita a hacerlo parecer una persona corriente.
En tercer lugar, la discusión acerca de la resignificación de los lugares de dictador acostumbra a centrarse no tanto en el discurso de la memoria y los proyectos concretos que se propongan (museos, centros de interpretación, itinerarios temáticos, “museos virtuales”, usos benéficos…), sino en el dónde, en el entorno físico en el que se deberían ubicar para evitar que la simple evocación de una dictadura derive de modo inevitable en una asociación entre el culto al autócrata y su espacio de memoria. Los Estados democráticos temen que surjan centros de peregrinación o culto. Los habitantes de las localidades marcadas por ser cunas de dictadores rara vez comparten posturas unánimes hacia esa incómoda remembranza. Frente a quienes quieren borrar toda asociación con la deriva posterior de sus hijos ilustres, otros ven en ello una oportunidad para generar recursos turísticos, aunque sea provenientes del llamado turismo negro, y posicionarse en el panorama global; y otros más consideran un deber cívico y democrático la resemantización de esos lugares.
En cuarto lugar, existe una diferencia esencial en si los lugares de dictador, en particular sus tumbas o mausoleos, ya fueron creados durante el período de gobierno del autócrata, y su régimen muere con él; o si lo fueron después de su muerte por parte de un sucesor. En el segundo caso, la gestión acostumbra a ser más sencilla (Stalin, Hoxha), pues el sucesor de un dictador no siempre desea que el recuerdo de su antecesor le haga sombra; el destino del lugar de dictador adquiere una relevancia menor dentro de la continuidad de su régimen. Hay excepciones, como la dinastía familiar de dictadores que gobierna Corea del Norte desde 1948; pero también los que fueron vistos como padres fundadores de la independencia patria, restauradores de la estatalidad perdida o creadores de un régimen, cuya memoria acostumbra a ser compartida y no disputada por las generaciones posteriores, y que a menudo se rodean de un aura de benigna ambivalencia. En el caso de que la dictadura muera, de forma inmediata o retardada, con el dictador, mucho depende del tipo de tránsito a la democracia: si fue una transición pactada, si existió una verdadera ruptura revolucionaria, o bien una continuidad de elites bajo una ruptura formal. Incluso cuando tuvo lugar una quiebra radical de la dictadura, fuese por causas exógenas (Alemania, Italia) o endógenas (Portugal), subsistieron intersticios de tolerancia hacia la memoria privada de los dictadores.
En quinto lugar, se puede establecer una cronología más o menos común a los distintos casos. Después del final de la dictadura, a una primera fase de olvido, silencio o tolerancia incómoda acostumbra a seguir una segunda etapa, en la que se abre un debate en la opinión pública acerca de la gestión y usos de los lugares de dictador. En una tercera fase se plantea antes o después, y casi siempre por las autoridades locales y/o regionales, la posibilidad de llevar a cabo una explotación pragmática de esos mismos espacios, con la mirada puesta en el turismo. Eso pasa por una resignificación del lugar de memoria, así como por su contextualización, previas a su conversión en un entorno público para ser visitado por la ciudadanía en general, con vistas a su educación en valores.
En sexto lugar, allí donde los lugares de memoria estaban vinculados a la personalidad pública de los dictadores, y eran por tanto edificios de propiedad pública, su reconversión fue poco problemática desde el punto de vista jurídico. Bastaba el consenso de las élites políticas. Algo semejante ocurre cuando los autócratas fueron depuestos, juzgados y sus haberes expropiados por el Estado. El panorama se complica cuando los recintos memoriales son casas, palacios o sepulturas cuya titularidad pertenecía a la descendencia próxima o lejana del autócrata, o bien a propietarios privados y ajenos a su linaje. Empero, antes o después las autoridades estatales hallaron vías legales para respaldar su intervención, como muestran los ejemplos —con mayor o menor éxito— de Austria o España.
En séptimo lugar, la significación otorgada a los lugares de dictador tiene mucho que ver con las circunstancias de la muerte de quienes nacieron o reposan en ellos. Dictadores hubo que fallecieron en el poder y por causas naturales, como Salazar, Stalin, Franco u Enver Hoxha. No rindieron cuentas de sus crímenes, y su muerte los humanizó a ojos de muchos de sus gobernados; pero no constituyó una reparación para sus víctimas, sino que se convirtió en una asignatura pendiente para las democracias sucesoras. Otros autócratas comparecieron ante un tribunal con mayores o menores garantías, fueron condenados y ejecutados, como Tiso o Ceaușescu. El ahora tirano fue condenado, pero no por ello fue desmitificado a ojos de muchos de sus seguidores. Un tercer grupo fue asesinado o ejecutado de manera sumaria, tras ser apresado por sus oponentes, como fue En el caso notorio de Mussolini, y sus cuerpos fueron expuestos para deshonrarlos. Una solución que no desmitifica, y que suele encrespar a los partidarios del dictador, ahondando a medio plazo las divisiones en la opinión pública.
El Museo del Comunismo en Târgoviste (en el sur de Rumanía), alojado en un antiguo cuartel de policía donde fue ejecutado el matrimonio Ceausescu en diciembre de 1989.
Finalmente, cabe recordar que allí donde la ruptura con la dictadura fue explícita y abrupta, y el ajuste de cuentas con el pasado reciente se llevó a cabo de forma inmediata, los procesos de musealización y resemantización de los espacios memoriales heredados fueron mucho más profundos que en aquellos países donde mayor fue el grado de continuidad entre elites dictatoriales y postdictatoriales. Con todo, también en esos casos subsistieron amplias zonas de penumbra en lo relativo a la gestión de los lugares de dictador. Dejando aparte el caso de la(s) Alemania(s) de posguerra, donde no existía ni una casa natal ni una tumba de Adolf Hitler —aunque sí una suerte de sarcófago sin cuerpo, las ruinas del búnker de la Cancillería en Berlín—, incluso en países donde el régimen dictatorial cayó como consecuencia de una derrota militar, como Italia o Eslovaquia, o en donde tuvo lugar una ruptura brusca y radical —con altibajos— con la dictadura, como en Portugal tras el 25 de abril de 1974, el destino de las tumbas y casas natales de Mussolini, Jozef Tiso o Salazar constituyó una cuestión asaz incómoda, y a menudo orillada, de las políticas de la memoria postautoritaria.
V.
En ese sentido, la gestión de los lugares de dictador constituye un capítulo complejo dentro de la diversidad de las políticas de memoria posdictatoriales. Se han aplicado tantas soluciones como casos singulares. Son abundantes las zonas de penumbra, los márgenes de tolerancia extraoficial, y las diferencias de interpretación entre gobiernos estatales, regionales y locales. Eso explica que en varios países alternen la damnatio memoriae con la musealización, los espacios reconvertidos en atracción de nostálgicos con la explotación turística; en algunos casos, se llega a una auténtica disneylandización de los lugares de dictador, en búsqueda del llamado turismo negro. Las sensibilidades de los distintos órganos de poder varían grandemente en función de la escala. Las autoridades locales, por regra general, se han mostrado mucho más proclives al pragmatismo, en nombre de un discurso “neutro” o factual de la Historia; o bien tienden a intentar encauzar situaciones que ya existen de hecho mediante una intervención de historia pública. Las instancias estatales, por el contrario, así como los expertos e intelectuales acostumbran a aferrarse con fuerza a principios normativos de carácter global.
De ahí también el protagonismo decisivo que adquieren actores locales en esta historia europea, local y global a un tiempo. Por un lado, los gobernantes municipales. Un largo elenco que abarca desde Gerhard Skiba y Johannes Waidbacher en Braunau am Inn, hasta Giorgio Frassineti en Predappio, y Leonel Gouveia en Santa Comba Dâo. Por otro lado, los historiadores y activistas locales, desde Andreas Meislinger en Braunau am Inn hasta los colectivos que en Sada y A Coruña se movilizaron por la recuperación de la “memoria histórica” y el fin del expolio del Pazo de Meirás. Y, en fin, los gestores locales, partidarios de venerar y explotar los lugares de dictador. El elenco abarcaba desde personajes pintorescos como Emil Bârbulescu, sobrino de Nicolae Ceausescu que creó un museo en la casa natal del autócrata rumano, situada en el pueblo de Scornicesti, hasta los gerentes hoteleros del Obersalzberg bávaro. A menudo, esos personajes han establecido alianzas de conveniencia con los agentes políticos y culturales citados más arriba. Se trata de actores que operan en ámbitos locales o regionales, pero que no necesariamente lo hacen en clave localista o regionalista; y tampoco actúan siempre de forma aislada.
En buena parte de Europa occidental las soluciones propuestas han apuntado hacia una europeización de la remembranza de las dictaduras, vista como una “memoria negativa” y común de un pasado convulso, que sirva de admonición permanente para el presente y el futuroj. Con ese fin, han destacado la dimensión transnacional de la resignificación de los lugares de dictador, así como la creación de itinerarios y museos virtuales que ilustren la importancia de algunos entornos determinados, como los lugares de nacimiento de los dictadores, en el contexto del siglo XX continental. En otros países, como Portugal, España, Georgia, Rusia o Albania los debates se concentran en la esfera local y estatal/nacional, y han buscado la resignificación de esos espacios memoriales dentro de la narrativa dominante de la propia historia nacional, de su específica cultura histórica. Ahí se refleja una relativa dicotomía entre aquellos Estados que han asumido su condición de ser cuna de doctrinas y dictaduras con proyección transnacional, y por tanto con cierta conciencia de una responsabilidad hacia el pasado reciente que tiene repercusiones más allá de sus fronteras, y los que continúan encerrados en la dilucidación de sus propios debates y demonios familiares. La europeización de los lugares de dictador, que ha sido predicada con mayor menor éxito por varios foros y proyectos, sigue siendo una asignatura pendiente.
Existen sin duda algunos riesgos a la hora de resignificar los lugares de dictador. En varios casos, esos espacios se han convertido en sitios de culto para nostálgicos. Un buen ejemplo de ello es la casa natal de Jozef Tiso en la localidad eslovaca de Bytča, objeto de procesiones anuales por parte de grupos de nostálgicos en forma de via crucis expiatorio de los pecados de la nación. También lo es, en cierto modo, el castillo natal de Miklós Horthy en la localidad húngara de Tenderes, o el museo levantado alrededor de la casa natal de Iósif Stalin en la ciudad georgiana de Gori. Sin embargo, en tiempos de turismo de masas y de masiva accesibilidad a la información a través de las redes sociales, las valencias otorgadas a los lugares vinculados a los grandes y pequeños dictadores del siglo XX están sujetas a una gran volatilidad. Neofascistas, neoestalinistas y turistas amantes de la morbosidad de los grandes tiranos, de la fascinación que siempre irradian los malos de la película, pueden escoger entre una panoplia de posibles espacios para conmemorar o satisfacer la curiosidad sobre un dictador, convirtiéndolos así en nuevos —y a veces insospechados— espacios memoriales.
El elenco de lugares putativos de dictador abarcaría desde la sepultura conocida de un colaborador o gerifalte de su régimen, como fue el caso Rudolf Heß —cuando, tras su suicidio en la cárcel berlinesa de Spandau, fue inhumado en la localidad de Wunsiedel, que entre 1987 y 2011 se convirtió en un frecuente lugar de peregrinación de activistas neonazis alemanes y europeos—, hasta la habitación o casa donde pernoctó una o varias veces el autócrat. Así ocurre en Campo Imperatore (Gran Sasso), donde Mussolini fue retenido entre agosto y septiembre de 1943; o en Khoroshego (Rusia), donde una casa rural donde pernoctó Iósif Stalin entre el 4 y 5 de agosto de 1943 alberga desde 2015 un pequeño museo dedicado al dictador soviético y sus victorias militares.
Una vez que se decidió poner fin a la damnatio memoriae, cuyo mayor riesgo consistía en dejar que entornos abandonados y poco cuidados se convirtiesen en meca de peregrinación de nostálgicos, curiosos y partidarios noveles de lo que las dictaduras representaron, que podían a su vez llevar a cabo una auténtica ocupación simbólica del espacio memorial, las propuestas y debates alrededor del uso de los lugares de dictador por parte de las democracias han girado alrededor de tres cuestiones centrales.
La primera cuestión, a menudo dominante, ha sido el dónde: la conveniencia de musealizar y resignificar espacios sobrecargados de contenido simbólico, donde el fantasma del dictador parecía pervivir, y su carisma se reconvertía en morbosidad, frente a la pertinencia de garantizar los fines de esos museos o centros de interpretación en ubicaciones de acceso sencillo y masivo, desprovistos de sombras del pasado.
La segunda cuestión ha consistido en qué se debe narrar en el museo o centro interpretativo: ¿la biografía contextualizada del dictador, en sentido general? ¿Su vinculación concreta con el lugar en cuestión, sea su mausoleo, su residencia habitual, su palacio de verano o su casa o localidad natal? ¿O bien el carácter de su dictadura, sus crímenes y víctimas, desde una perspectiva crítica, que recuerde lo que el autócrata hizo en vida?
La tercera es cómo resignificar. ¿Se debía optar por un tradicional museo físico, dotado de secciones de documentación e investigación —un centro de interpretación—, y una explícita voluntad didáctica? ¿O bien era preferible un modelo de museo deslocalizado y que diese escaso protagonismo a objetos y fotos, con un mayor protagonismo de los contenidos virtuales e interactivos? ¿O, en fin, un “museo difuso”, insertado en una red de espacios de memoria regionales, nacionales o europeos que permitiese contextualizar de forma adecuada ese lugar de dictador dentro de un panorama más amplio, lo que reduciría su carácter excepcional? Dentro de este último modelo, se planteaban también algunos dilemas adicionales. ¿Cuántos edificios, y qué entornos, incluir? ¿Narrativa nacional, o dimensión transnacional de la memoria europea, que conecte espacios memoriales diversos en países distintos?
Son preguntas que a menudo abocan a un debate interminable. Así ha ocurrido en los casos italiano (Predappio), portugués (Santa Comba Dâo) y austríaco (Braunau am Inn), entre otros. Y así ocurre también en Galicia desde 2020, donde se ha generado una polémica pública alrededor de los usos a conferir al espacio de las Torres o Pazo de Meirás, que para algunos debería centrarse en su significación prefranquista, como lugar vinculado a la obra y memoria de la novelista gallega en castellano Emilia Pardo Bazán, y para otros debería situar un acento preferente en su condición de lugar de dictador. Ahí cabría plantear, sin duda, el papel de la Historia con mayúscula y con vocación interdisciplinar. Un conocimiento sobre el pasado basado en la evidencia documental, el manejo de marcos teóricos contrastados y la precisión metodológica, pero que se ha de poner a disposición de la sociedad en un ejercicio razonado y fundamentado de historia pública.
Notes
1
Este texto se basa en las conclusiones de nuestro libro Sites of the Dictators. Memories of Authoritarian Europe, 1945-2020 (Londres, Routledge, 2021), al que remitimos para los detalles bibliográficos, así como para más información sobre los casos nacionales particulares. Algunas ideas complementarias también se han desarrollado den X. M. Núñez Seixas, “Da Predappio a Meirás. I luoghi dei dittatori in Europa (1945-2021)”, Passato e Presente, 113, 2021, p. 17-31, e id., “Les corps du dictateur et leur mémoire martyrielle: Europe, 1945-2022”, en P.-M. Delpu (ed.), Mutations et usages du martyre politique (Europe méridionale, XIXe-XXIe siècle), Madrid, Casa de Velázquez, 2023 (en prensa).
2
Solamente en un caso la esposa del dictador desempeñó un papel público relevante: Elena Ceaușescu, quien figuró a menudo junto a su marido en las representaciones del poder y en el culto a la personalidad. No obstante, era él, Nicolae, quien detentaba los cargos oficiales y siempre el primero en la jerarquía. En otros casos, como el de Nexhmije Hoxha (esposa y después viuda de Enver Hoxha), Jian Qing (cuarta esposa y viuda de Mao Zedong) o Rachele Guidi (esposa y viuda de Benito Mussolini), el papel político o simbólico adquirió un mayor protagonismo tras la muerte de sus maridos, a veces encabezando facciones de nostálgicos que se oponían a los cambios políticos iniciados por los sucesores o por los regímenes democráticos.
3
Cf. D. A. Bell, Men on Horseback. The Power of Charisma in the Age of Revolution, New York, Farrar, Straus and Giroux, 2020.