(y Profesor de Filosofía, UCL)
Samuel Scheffler es catedrático en el Departamento de Filosofía y la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York. Obtuvo su licenciatura en la Universidad de Harvard y su doctorado en Princeton. Enseñó en Berkeley de 1997 a 2008, antes de ser nombrado profesor en la Universidad de Nueva York. Trabaja principalmente en las áreas de la filosofía moral y política y la teoría del valor. Sus publicaciones abordan cuestiones centrales de la teoría moral; también escribió sobre temas tan diversos como la igualdad, el nacionalismo y el cosmopolitismo, la tolerancia y la importancia moral de las relaciones personales. Es autor de seis libros: The Rejection of Consequentialism, Human Morality, Boundaries and Allegiances, Equality and Tradition (editado por Niko Kolodny), Death and the Afterlife, y, en 2018, Why Worry about Future Generations?
Fue invitado a la EHESS el 11 de junio de 2019 para presentar su artículo “Membership and Political Obligation” en el marco del Seminario de Filosofía Política Normativa del CESPRA. Esta entrevista fue realizada antes del seminario por Luc Foisneau (Director de investigación en el CNRS) y Véronique Munoz-Dardé (UCL/Berkeley). Asimismo, el 13 de junio, Samuel Scheffler participó en la jornada de estudios “Egalitarianism and Consequentialism : On the Philosophy of Samuel Scheffler”, organizada en la EHESS por Luc Foisneau y Victor Mardellat (doctorando en filosofía en el CESPRA).
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Director: Serge Blerald
© Direction de l'image et du son (EHESS)
¿Cómo llegó a interesarse por la filosofía?
Luc Foisneau – Buenos días, Sam Scheffler. Es un placer recibirle en París. Mi primera pregunta se refiere a qué es lo que despertó, por primera vez, su interés por la filosofía.
Samuel Scheffler – En primer lugar, muchas gracias por la invitación. Es un placer estar en París. La cuestión de cómo llegué a interesarme por la filosofía por primera vez es, en mi caso, un poco complicada. Le daré, por tanto, dos respuestas, y no intentaré explicar la relación entre ellas: se trata, en parte, de un problema filosófico que dejaré abierto a la reflexión de sus lectores.
La primera respuesta es que mi padre, Israel Scheffler (1923-2014), era también filósofo. Así que, por así decirlo, fui criado en un hogar filosófico. Esto ciertamente me ha influido de muchas maneras. De algunas de ellas soy consciente y de otras no. Por un lado, esto significa que la idea de ser filósofo o profesor de filosofía estuvo presente en mí desde la infancia, lo que probablemente no sea común a la mayoría de las personas. No es algo que tuviera que descubrir. Y si bien no crecí pensando que quería ser filósofo o profesor de filosofía, no hay duda de que interioricé hábitos y formas de pensar que ahora reconozco como filosóficos. Esta es la primera respuesta.
La otra respuesta, por así decirlo desde dentro o desde la perspectiva de lo que sentí, es la siguiente. Cuando entré en la universidad, no tenía intención de estudiar filosofía y mucho menos de hacer carrera en este campo. Fue a finales de los 60. Me interesaba mucho la política. Fue una época muy política. Primero tomé una clase de Michael Walzer en la Facultad de Ciencias Políticas ―o, como la llamaban en Harvard, la Facultad de Administración Pública (government). Era una clase formidable que despertó en mí un gran interés por los temas que fueron abordados. No era oficialmente una clase de filosofía, sino de ciencias políticas.
Luc Foisneau – ¿Sobre qué trataba?
Samuel Scheffler – Sobre la obligación política. Y esta clase finalmente me hizo darme cuenta de que la Facultad de Filosofía, y no la Facultad de Administración Pública, era el lugar ideal ―o por lo menos eso me parecía entonces― para estudiar las cuestiones que me interesaban. Así que terminé haciendo una licenciatura de filosofía. Y a continuación un máster en Princeton. Entonces, había allí un grupo muy reconocido de profesores de filosofía moral y política. Tom Nagel era uno de ellos, y también Tim Scanlon. Así que para cualquiera que estuviera interesado en estas áreas, fue un período estimulante, tanto desde el punto de vista del ambiente general como desde el punto de vista de la facultad. Y de esta forma estas áreas se convirtieron en mis principales intereses académicos. Después de dejar Princeton, mi primer trabajo consistió en impartir clases en Berkeley, donde permanecí durante unos treinta años, y luego me instalé en Nueva York.
Luc Foisneau – ¿Qué diferencia había entre la Costa Oeste y la Costa Este en lo que respecta a la filosofía?
Samuel Scheffler – Pues no sé si hay alguna diferencia en función de la costa donde uno se encuentre. Es interesante preguntarse en qué medida una facultad difiere de otra. Si se analiza con cierta perspectiva, todas estas grandes universidades de investigación que cuentan con departamentos de filosofía se parecen entre sí. Hacen más o menos el mismo tipo de cosas. Además, cada departamento es relativamente pequeño o de tamaño modesto. Y el carácter de cada uno está determinado en gran medida por los profesores que lo componen y los estudiantes que consiguen atraer, así como por las cuestiones y los problemas de los que estos profesores creen que vale (o no vale) la pena hablar. Cada vez que pasaba de una facultad a otra, me asaltaba una sensación de familiaridad y a la vez de extrañeza. Por un lado, todos hacemos lo mismo. Pero por otro, cuando pasas de una facultad a otra, de repente te das cuenta de que los temas de los que tus antiguos colegas asumían que valía la pena hablar son objeto de burlas en tu nuevo departamento y, a la inversa, los temas de los que tus antiguos colegas solían burlarse, y que por tanto no abordaban, son tomados muy en serio por tus nuevos colegas. He podido observar este fenómeno cada vez que cambiaba de departamento de filosofía, de estudiante de licenciatura a estudiante de máster, en Berkeley y luego, finalmente, en la Universidad de Nueva York. Pero no creo que se pueda hablar de una separación, filosóficamente hablando, entre la Costa Oeste y la Costa Este de Estados Unidos.
¿Qué tiene de interesante el consecuencialismo?
Luc Foisneau – El tema principal de su investigación cuando comenzó su carrera como filósofo fue el consecuencialismo. ¿Podría explicarnos por qué es interesante reflexionar, como usted hizo, sobre esta cuestión?
Samuel Scheffler – “Consecuencialismo” es un término de la jerga filosófica con el que no todo el mundo está familiarizado. Es un término que los filósofos han acuñado para describir el tipo de teoría de la que el utilitarismo es quizás el ejemplo más conocido. Para presentar el consecuencialismo de manera muy general: es un enfoque según el cual, tanto en la moral como en la política, nuestro objetivo siempre debe ser producir los mejores resultados generales, o las mejores consecuencias. En su forma moderna, el consecuencialismo surgió con los grandes utilitaristas británicos, a saber, Bentham, Mill, Adam Smith y muchos otros. Fueron reformadores sociales que buscaron principalmente oponerse a la tendencia a tratar las tradiciones y formas de hacer las cosas heredadas del pasado como modelos a seguir simplemente porque cuentan con más historia. Estos autores querían poner en duda las concepciones tradicionales de la organización de las instituciones sociales. Decían: “Mire, lo que realmente importa es cómo la vida de las personas se verá afectada por estas instituciones”.
En el discurso filosófico contemporáneo, la idea de consecuencialismo ha experimentado una transformación; ahora designa una teoría de la moralidad individual que sostiene que cada uno de nosotros debe hacer siempre lo que tendrá los mejores resultados generales. Por supuesto, hay muchas variaciones de esta idea general. Por mi parte, siempre he sido fuertemente anticonsecuencialista, de manera instintiva por así decirlo, aunque encuentro que la idea consecuencialista tiene cierta fuerza. De hecho, aunque “consecuencialismo” es un término de la jerga filosófica, la posición a la que se refiere es muy influyente fuera de la filosofía. Entre los economistas, esta posición es aceptada casi universalmente, bajo una forma u otra. También ejerció una fuerte influencia en la concepción de las instituciones judiciales, al menos en Estados Unidos. Por lo tanto, innegablemente desempeñó un papel importante en la vida social y política.
Instintivamente, como he señalado, mis posiciones siempre han sido fuertemente anticonsecuencialistas. Pero reconozco el poder de este enfoque, cuyo carácter sistemático siempre he pensado que era un reto para el pensamiento moral ordinario, que no es sistemático. La mayoría de nosotros tendemos, con el tiempo, a pensar cosas diferentes: que debemos decir la verdad, que no debemos dañar a los inocentes, etc. Tenemos muchos “principios” a los que podemos recurrir, pero estos no tienen una estructura clara o sistemática. El consecuencialismo afirma que hay una única idea fundamental: hacer siempre lo que tendrá los mejores resultados. Y esta idea es atractiva porque hay algo creíble, plausible, en ella. Aunque parece conducirnos en direcciones que a muchos nos resultan abominables en determinadas circunstancias, no siempre es fácil ver exactamente qué hay de problemático en ella, ni saber cómo defender las posiciones hacia las que nos dirigimos cuando queremos explicar por qué no somos consecuencialistas.
Así, gran parte de mi trabajo sobre el consecuencialismo tomó la forma de un intento de comprender cómo justificar o explicar ciertos aspectos del pensamiento moral ordinario que no parecen adoptar una forma consecuencialista.
Véronique Munoz-Dardé – ¿Y siente que su actitud hacia el consecuencialismo ha evolucionado en cierta medida con el paso del tiempo, o simplemente ha pasado a otros temas?
Samuel Scheffler – Mi primer libro abordaba el consecuencialismo1. Era una extensión de mi tesis doctoral, que se centró exclusivamente en el consecuencialismo. En las décadas siguientes, el consecuencialismo dejó de ocupar un lugar tan central en mi investigación, aunque resurgió de vez en cuando. Pero no creo que mi actitud crítica hacia él haya cambiado fundamentalmente. Estoy seguro de que hay diferencias en el tono y el énfasis. Pero mi actitud consiste, y siempre ha consistido, en tratar de comprender en qué medida es posible resistirse al pensamiento consecuencialista.
De manera más general, tiendo a interesarme por temas relacionados con posiciones que valoro favorablemente. Me dejo preocupar fácilmente por las personas que comienzan a criticar las posiciones que me inclino a aceptar, y pienso: “¿Cómo podría tratar de responder a eso?” El libro sobre el consecuencialismo fue una de las primeras manifestaciones de esta actitud general, pero algunos de mis escritos más tardíos también entran en esta categoría. Si hay una diferencia entre ayer y hoy, es que mis posiciones anticonsecuencialistas están ahora tan fuertemente arraigadas que no hay posibilidad de que me aparte de ellas. Esto no significa que ahora sepa cómo responder a todas las preguntas. Simplemente significa que estoy convencido de que, aunque no puedo responder a todas las objeciones, seguiré defendiendo la misma postura.
Otra pequeña diferencia es que cuando era más joven, como a veces les sucede a los jóvenes, me sedujo la idea de tratar de encontrar grandes respuestas sistemáticas a esta gran teoría sistemática. Pero, con el paso del tiempo, me intereso cada vez más por preguntas cada vez más pequeñas, y cada vez soy menos susceptible a los encantos de la teoría moral a gran escala en su conjunto. Era más susceptible a estos encantos cuando tenía unos veinte años y escribí este libro.
Véronique Munoz-Dardé – Responder a una teoría sistemática con otra teoría sistemática. Hoy en día, eso le deja un poco más escéptico.
Samuel Scheffler – Sí.
¿Qué es el igualitarismo?
Véronique Munoz-Dardé – Me gustaría pasar a otro tema, el igualitarismo. A todos nos importa la igualdad. Usted ha dedicado gran parte de sus escritos a la igualdad, tanto para resistir una teoría ―el igualitarismo de la suerte (luck egalitarianism), como se le conoce en la literatura― como para proponer, como reacción a esta última, una forma diferente de igualitarismo, en su opinión más plausible, que usted concibe como un ideal social y político. ¿Podría hablarnos un poco del contraste entre el igualitarismo de la suerte y el igualitarismo que usted defiende?
Samuel Scheffler – Empecé a escribir sobre igualdad porque no me satisfacía la dirección que estaban tomando los debates sobre la igualdad entre los filósofos políticos analíticos de la época2. En los años 80 y 90 se debatía mucho acerca de lo que los igualitaristas querían distribuir equitativamente. Las revistas académicas estaban llenas de debates sobre cuál era exactamente la “divisa” (currency) de la justicia igualitaria, y gente muy inteligente pasaba mucho tiempo debatiendo la cuestión de qué querían distribuir equitativamente los igualitarios3. Durante todo este período, por supuesto, la sociedad en general tendía a ser cada vez menos igualitaria en todos los aspectos. Así que había una suerte de extraña desconexión entre estas dos tendencias.
Mi insatisfacción venía del hecho de que no me parecía que, fundamentalmente, el valor de la igualdad estuviera ligado a la idea de algo que debía repartirse equitativamente. En este sentido, comencé a escribir artículos defendiendo la idea de que la igualdad es en realidad un ideal de las relaciones sociales y políticas entre las personas, y que es en relación con este ideal que se plantean las cuestiones de distribución.
Esta idea no es mía. Es evidente que muchos filósofos de la tradición, así como filósofos contemporáneos, han defendido ideas que me parecen muy parecidas. Mis propios escritos sobre la igualdad deben mucho al famoso artículo de Elizabeth Anderson4, en el que acuñó la expresión “igualitarismo de la suerte” para referirse a una cierta clase de teorías con la distribución como eje. De hecho, acuñó dos expresiones: “igualitarismo de la suerte” e “igualdad de fortuna”. Es la fórmula “igualitarismo de la suerte” la que ha arraigado, por razones que desconozco, ya que no suena particularmente bien como término técnico. Pero es sin embargo la nomenclatura que se ha mantenido.
Así que realmente seguí los pasos de Anderson. Y, por supuesto, ella solo nos recordaba lo que habían pensado muchos filósofos políticos y, más importante aún, lo que habían pensado muchas personas que se interesaban por la igualdad, a saber, que no hay que empezar con las cuestiones de distribución. Algunas de sus críticas y algunas de las mías iban dirigidas específicamente contra esta familia de teorías que llamamos igualitarismo de la suerte. Y, al igual que ella, tengo toda una serie de críticas dirigidas a este o aquel aspecto particular de estas diferentes teorías. Pero la relación entre la igualdad entendida como valor que rige la distribución y la igualdad en tanto que ideal social plantea un problema más general. Y las teorías distributivas del igualitarismo de la suerte no son las únicas a las que les afecta este desacuerdo, que tiene un alcance más general.
De hecho, en los últimos años se ha acumulado repentinamente una enorme literatura sobre la relación entre lo que ahora se llama “igualdad distributiva” e “igualdad relacional”. Prácticamente no pasa un día sin que aparezca una nueva publicación sobre estos dos puntos de vista, sobre si son compatibles, cuál es el correcto, si se pueden combinar, y así sucesivamente.
Aclaro de inmediato que nunca he considerado que las cuestiones de distribución o la igualdad distributiva carecieran de importancia. Al contrario. Vivimos en una época en la que, al menos en mi país, los niveles de desigualdad económica son desalentadores, sea cual sea el indicador que elijan los filósofos para medirlos. Y estoy convencido de que es muy deseable lograr resultados distributivos más igualitarios.
Pero la pregunta es: “¿Por qué es tan importante la igualdad?”. Tenía la impresión de que algunos de mis colegas realmente no abordaron la “cuestión del porqué” al escribir sobre estos temas. Presuponían directamente que la existencia de una desigualdad distributiva era algo negativo. Un famoso dicho de Larry Temkin es un buen ejemplo de esta suposición: es en sí algo malo que algunas personas se hayan visto menos favorecidas que otras sin que sea su culpa5. Y esto parece plausible. Pero, ¿por qué? No me pareció que se tratara de una verdad moral evidente (brute evaluative truth).
Más bien me pareció que nos interesamos por la igualdad porque nos importa el tipo de relación que las personas tienen entre sí; nos importa cómo convivimos en sociedad. No se trata de denigrar la igualdad distributiva. Se trata más bien de decir que defenderemos la igualdad distributiva de manera más satisfactoria si esta puede encontrar su lugar en una concepción más general de la manera en que las personas deberían convivir en una sociedad o en un conjunto de instituciones.
No he respondido del todo a su pregunta, que estaba enfocada más particularmente en el igualitarismo de la suerte. Puedo hacerlo, pero me parece que el desacuerdo más grande o más fundamental entre el igualitarismo distributivo y el relacional está detrás de mi postura respecto al igualitarismo de la suerte.
Véronique Munoz-Dardé – De acuerdo. Bueno, tal vez podría hablarnos un poco de una versión particular del igualitarismo de la suerte. La fórmula “igualitarismo de la suerte” no fue precisamente adoptada de forma positiva…
Samuel Scheffler – Fue inventada por sus detractores.
Véronique Munoz-Dardé – Exacto. Pero Jerry Cohen, quien retomó la fórmula, pensó que describía correctamente su propia posición. Como usted debatió con él sobre el igualitarismo, tal vez quiera hablarnos un poco de este desacuerdo en particular.
Samuel Scheffler – La idea general del igualitarismo de la suerte, tal como yo la entiendo, es que las desigualdades entre las personas solo son inaceptables si surgen de circunstancias involuntarias o de características de los individuos involucrados que no están bajo su control. No son inaceptables si surgen de características que están bajo su control o si reflejan sus elecciones verdaderamente voluntarias6. En mi opinión, esta idea plantea una serie de problemas. Pero debo decir que una peculiaridad de esta teoría, en la versión de Cohen, es que, al contrario de lo que sostienen algunos igualitaristas de la suerte, Cohen estaba totalmente abierto a la posibilidad de que ninguna desigualdad surja de características que están bajo nuestro control, y que la elección verdaderamente voluntaria puede que no exista. De manera que a fin de cuentas tal vez todos deberíamos vivir en igualdad de condiciones. De ser el caso, lo dejaríamos ahí. No habría desigualdades legítimas, desde el punto de vista de la justicia igualitaria. Cohen no defendió personalmente esta posición, pero estaba totalmente abierto a la idea de que pudiera ser cierta.
Por mi parte, creo que ambas partes de la formulación que he dado son problemáticas. En mi opinión, no es obvio que las desigualdades sean siempre inaceptables si surgen de características que escapan al control de las personas. Y tampoco es cierto, por otra parte, que las desigualdades sean siempre aceptables si surgen de características que están bajo el control de las personas. Podemos intentar mostrarlo a partir de casos específicos en los que estos juicios no parecen plausibles.
Pero es importante no pasar por alto lo que me parece un problema más fundamental, a saber, que la mayoría de las personas que han defendido el igualitarismo de la suerte se consideran políticamente de izquierdas. Sin embargo, al poner la cuestión de la elección y las circunstancias en el centro de la teoría de la justicia que defendían, estas personas estaban tratando de incluir, para neutralizarlos, a los críticos conservadores de la izquierda al mostrar que la gente de izquierdas podía tomarse la responsabilidad en serio7.
Sin embargo, creo que inadvertidamente introdujeron todos los aspectos negativos de la moralización conservadora en su teoría, como la idea de que se supone que la gente es responsable de su propio destino, etcétera. Así que el igualitarismo de la suerte es una doctrina complicada que tiendo a pensar que es fundamentalmente incorrecta, aunque no completamente incorrecta. Quiero decir que la elección es sin ninguna duda un factor importante. En algunos casos, el hecho de que uno no tenga el control sobre lo que le sucede es algo que es importante tener en cuenta. Pero también hay muchas otras cosas que es importante considerar al reflexionar sobre la justicia distributiva. De todos modos, puede que haya dicho demasiado o no lo suficiente en comparación con lo que usted quería saber. Pero me detengo aquí.
Luc Foisneau – Tengo una pregunta más sobre la igualdad, esta vez con respecto a su posición acerca del principio de diferencia de Rawls. Hay en Rawls – esto lo distingue de los igualitaristas de la suerte – la idea de que la cuestión no consiste tanto en saber si uno ha elegido o no, sino en cómo funciona la sociedad en su conjunto. ¿Podría hablarnos un poco más de lo que usted cree que sería una buena manera de defender la perspectiva igualitaria de Rawls hoy? ¿Deberíamos volver a algunas de las intuiciones de Rawls? Le hago esta pregunta porque, aunque tal vez usted lo desconozca, hoy en día en Francia están apareciendo “apologías” y defensas de Rawls. Y mi pregunta es cuál cree que sería la mejor manera de defender a Rawls hoy a propósito de esta cuestión.
Samuel Scheffler – Bueno, la teoría de Rawls es extremadamente elaborada y compleja. Podríamos tratar de defender los principios particulares de justicia que formuló, como el principio de diferencia que usted ha mencionado8. Pero quizás el punto esencial, en el que estoy más de acuerdo con Rawls, es su idea de que el papel de los principios de justicia es regular las instituciones básicas de la sociedad. Nos dice que lo que él llama la estructura básica de la sociedad da forma a nuestras perspectivas como individuos, así como a nuestros caracteres, y que es especialmente importante que estas instituciones estén bajo el control regulador de los principios de justicia. Nos pide concebir la sociedad como un sistema equitativo de cooperación entre personas libres e iguales. Y debemos preguntarnos qué principios de justicia querrían adoptar los ciudadanos de tal sociedad como reglamento fundamental de la misma. ¿Cómo imaginarían las condiciones de cooperación en las que les gustaría vivir? Y es respondiendo a esta pregunta ―Rawls ha desarrollado un dispositivo para tratar de hacerlo― como podemos determinar el contenido de los principios de justicia. Por tanto, estos principios deben ser considerados como el reglamento fundamental de nuestra sociedad en materia normativa. Estos principios especifican las condiciones equitativas de cooperación para personas libres e iguales que viven juntas bajo un acuerdo de cooperación. Y eso me parece una forma muy atractiva y plausible de concebir el papel de los principios de justicia.
¿Son los filósofos morales demasiado moralizantes cuando hablan de política?
Luc Foisneau – Después de estas preguntas sobre el igualitarismo, pasemos, si le parece bien, a una pregunta más general sobre el interés que existe, en su opinión, en tratar las cuestiones políticas desde el punto de vista de la filosofía moral. En Francia, una objeción que se hace con regularidad a este enfoque asocia filosofía moral a moralización, en otras palabras, a decirle a la gente lo que debe hacer y cómo debe vivir. ¿Podría decirnos qué piensa acerca de abordar la política desde la perspectiva de la filosofía moral?
Samuel Scheffler – Ciertamente, este tipo de cosas no solamente se escuchan en Francia.
Luc Foisneau – ¡Qué reconfortante! [Risas]
Samuel Scheffler – [Risas] Me parece que cierto tipo de escritura filosófica sobre política da pie a estas críticas. A veces hay personas que cuentan con algunos principios morales abstractos ―personas muy inteligentes, muy buenas argumentando― y que, aunque no tienen mucha experiencia en materia de instituciones políticas reales o de vida política, proclaman una suerte de sentencias sobre cómo debería estar organizado el mundo. Por lo tanto, puedo entender, en cierta medida, el tipo de frustración que engendra este tipo particular de filosofía política. Para un filósofo político que razona a partir de principios morales abstractos, existe el riesgo profesional de no ser capaz de resistir la tentación de decir cómo debería organizarse el mundo según estos principios.
Me gustaría ofrecer, por mi parte, dos defensas de la filosofía política basada en la moral, si se puede decir así. La primera es que hay una importante distinción entre moral y moralismo. Para mí, el moralismo es en realidad una deformación de la moral. Quiero decir que en realidad se trata de un vicio moral o un defecto moral, porque ser moralista es usar categorías morales o hacer juicios morales en circunstancias inapropiadas, o hacer juicios morales que no toman en cuenta la complejidad de las circunstancias que enfrentamos. Y la moral no propugna eso. Para la moral, la simplificación excesiva de las circunstancias es un defecto moral. Por consiguiente, el moralismo es realmente una moral errónea, por así decirlo, o una mala reflexión moral. Cuando los filósofos políticos toman este camino, corren un riesgo profesional.
Pero no se trata solo de filósofos políticos, y esta es la segunda parte de mi defensa. Creo que anuncié dos argumentos de defensa, pero puede que haya tres… Sea como fuere, la segunda parte de la defensa consiste en decir que el discurso político en la sociedad suele ser muy moralizador. Sean cuales sean las tendencias políticas. He mencionado a este respecto el discurso moralizador de los conservadores sobre los pobres y los programas de asistencia social. Una forma muy común de discurso moralizador es decir que las personas son responsables de sus propios problemas y que el Estado no tendría que hacer nada para ayudarlos. Este es quizás el tipo de discurso moralizador más conocido entre los conservadores.
Pero lo que realmente me gustaría decir es que, al final, realmente la única opción válida es usar categorías morales al reflexionar sobre la política. Quiero decir, ¿qué otra opción tenemos? Los pactos políticos están relacionados con cuestiones de valor. Estas preguntas se refieren a cómo queremos convivir en sociedad. Y me parece que tratar de pensar estas cuestiones sin hacer referencia a valores o principios éticos sería simplemente un error. Así que, aunque deploremos las aplicaciones burdas o simplistas de los principios morales, hechas de forma mecánica o ignorando las complejidades de la vida política, sería un error igualmente grave, e incluso más grave, tratar de eliminar del discurso político cualquier debate sobre los valores y la moral. Y una vez que hablamos de valores y moral, realmente no podemos dejarlo en manos de los políticos. Hay lugar para la gente que piensa de manera sistemática, y con cierta distancia respecto de la urgencia política, sobre el tipo de valores y principios por los que queremos que se rijan nuestras instituciones políticas.
Véronique Munoz-Dardé – Desde un punto de vista aún más general, y para profundizar en esta cuestión de la relación entre moral y política: todos los filósofos políticos esperan que su reflexión sea útil, de un modo u otro, y usted ha escrito recientemente un breve artículo presentando un diagnóstico rawlsiano de la situación actual en Estados Unidos9. ¿Cómo cree que su propio trabajo dialoga con la escena política, si existe un diálogo?
Samuel Scheffler – Me gustaría conocer la respuesta a esa pregunta. La filosofía política es un tema curioso. En cierto sentido, cuando uno hace este trabajo, solo piensa en la escena política contemporánea. No se piensa solo en el modelo de una sociedad imaginaria. No se hace ciencia ficción. ¡Por supuesto que pensamos en la política real, en lo que es y en lo que podría ser! Por lo tanto, siempre tenemos presente la evolución política actual. Creo que los filósofos políticos participan en el debate colectivo en materia de política.
Pero resulta útil tener algún tipo de división del trabajo discursivo y deliberativo entre las personas que están involucradas en la política institucional y la política activista del día a día, y los filósofos, que están un poco más alejados. Estos últimos cuentan con el lujo de poder reflexionar más tranquila y sistemáticamente sobre las cuestiones planteadas por los sucesos contemporáneos. Pero esta no es una línea divisoria clara. Hay momentos en los que se cruza esa línea tanto de un lado como de otro.
En Estados Unidos existe actualmente un gran movimiento que anima a los filósofos a hacer lo que llaman “filosofía pública”. Estoy dividido con respecto a esta iniciativa, en parte porque puede ser una invitación a caer en discursos moralizantes. Pero, por otro lado, los filósofos también son personas, también son ciudadanos, también tienen cosas que decir y tienen su propia experiencia específica. Por lo tanto, es necesario que a veces intervengan directamente.
Pero la contribución de los filósofos generalmente no proviene de que tengan algo muy original que decir sobre este o aquel suceso inmediato de la política. Si tienen algo particularmente interesante que decir al respecto, puede ser simplemente porque son personas inteligentes que comprenden lo que está pasando. Pero es probable que sus contribuciones específicamente filosóficas se sitúen en un nivel más abstracto.
Así que uno siempre trata de hacer malabares con el interés que se tiene por los acontecimientos cotidianos y el sentimiento de que, si se tiene una habilidad particular ―como filósofo―, esta última consiste en pensar las cosas con una mayor perspectiva, de una manera reflexiva y teórica, y que esto puede tener repercusiones en la sociedad que no somos capaces de prever. Quiero decir que las ideas filosóficas tienen en realidad mucha influencia. Pero esta influencia no siempre proviene del hecho de que los filósofos escriban artículos en los periódicos o den su opinión sobre temas de actualidad.
¿Por qué nos importa que la vida colectiva continúe después de nuestra propia muerte?
Véronique Munoz-Dardé – Pasemos ahora a un tema más reciente en su obra: la vida después de la muerte. Ha hablado en alguna ocasión de la importancia que tiene para nosotros la vida colectiva después de la muerte. Para nosotros tiene una importancia especial. Estamos resignados a nuestra propia muerte y la de las personas que nos rodean, pero nos resultaría muy preocupante que la humanidad desapareciera por completo. ¿Podría hablarnos un poco sobre esta parte más reciente de su trabajo?
Samuel Scheffler – Por supuesto. Hace unos años publiqué un pequeño libro basado en una serie de conferencias bajo el título Death and the Afterlife10. La idea central de este libro es que nos importa, mucho más de lo que generalmente reconocemos, que la vida humana continúe después de nuestra muerte y desaparición. Es esta vida colectiva después de la muerte de lo que estoy hablando. No de la vida de la persona después de su propia muerte. Supongo que, cuando muera, será mi final. Pero otras personas seguirán viviendo: esta es la vida colectiva después de la muerte. Y creo que la mayor parte de la gente da por hecho que así van a ser las cosas, aunque hoy en día tenemos, desgraciadamente, cada vez más razones para preguntarnos cuánto durará la vida colectiva después de la muerte.
Quería explorar la idea de que nos importa que la vida humana continúe después de nuestra muerte. Gran parte del libro se propone convencer al lector de que este es el caso. Para ello, utilizo un experimento mental en el que le pido al lector que imagine que la humanidad en su conjunto se ha vuelto estéril y la gente está muriendo progresivamente. No se trata de un asteroide que choca con la Tierra. No hay un gran traumatismo. Simplemente la gente ya no tendrá hijos y la humanidad irá extinguiéndose poco a poco. ¿Cómo se sentiría si viviera en esas condiciones?
El lector estará de acuerdo conmigo en que sería bastante sombrío vivir en estas condiciones, que de hecho sería profundamente deprimente. Muchas formas de actividad ya no parecerían seguir valiendo la pena. Y la gente sufriría algún tipo de tristeza, depresión o ansiedad. Quizás no absolutamente todos. Las reacciones podrían variar un poco de unos a otros. Pero creo que esta perspectiva de extinción humana daría lugar a una angustia, desesperación y depresión generalizadas.
Y esto es interesante. Como usted dice, todos sabemos que vamos a morir. Y no es que esto nos haga realmente felices. Pero, la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, seguimos con nuestras vidas. Y no creemos que sea inútil hacer las cosas que hacemos. Tratamos de encontrar actividades que tengan un sentido. Pero si la humanidad en su conjunto desapareciera de manera inminente, sería muy difícil concebir algo que todavía valiera la pena hacer. Y esto significa que, de alguna manera, el hecho de que lleguen nuevas personas al mundo parece importarnos más, aunque solo sea hasta cierto punto, que el hecho de que las personas que conocemos y amamos, incluidos nosotros mismos, sigan viviendo.
Quiero decir que sabemos que no somos solo nosotros sino todos los que amamos los que van a morir. Y, sin embargo, seguimos viviendo nuestras vidas. Pero la idea de que nadie más vendrá al mundo... Parece que realmente necesitamos a estas futuras personas, y que nos preocupamos por ellas. Pero no solemos verlo así, y es interesante preguntarnos qué dice esto de nosotros.
Una de las cosas que dice, creo, es que damos más muestras de lo que podríamos considerar una sensibilidad historicista de lo que nos gusta pensar. Ha habido sociedades, épocas y territorios en los que se ha tenido una sensibilidad más historicista que la nuestra. Es decir que eran mucho más conscientes de sus relaciones con sus antepasados y descendientes. Se veían como un eslabón en una cadena continua de generaciones, una sucesión continua de vidas humanas. Y a esta gente no le hubiera parecido nada extraño pensar, me parece, que la vida colectiva después de la muerte importa.
Pero nosotros, que somos modernos e individualistas, pensamos que lo que importa es lo que sucede dentro de los límites de nuestras vidas y experiencias. Y que después de nuestra muerte, estamos muertos, ¿qué importa lo que pueda pasar? Pero lo que sugieren estos experimentos mentales es que en realidad tenemos una sensibilidad mucho más historicista de lo que creemos. En otras palabras, estamos, aunque solo sea implícitamente, mucho más preocupados por nuestro lugar en la cadena de generaciones que se suceden de lo que tal vez nos gustaría pensar. Y esa es una idea interesante que traté de estudiar un poco. Pero todavía hay mucho que decir al respecto.
Luc Foisneau & Véronique Munoz-Dardé – ¡Muchas gracias!
Samuel Scheffler – ¡Gracias a ustedes!
Notes
1
Samuel Scheffler, The Rejection of Consequentialism. A philosophical investigation of the considerations underlying rival moral considerations, Oxford, Clarendon Press, 1994 (2a edición).
2
Samuel Scheffler, Equality and Tradition. Questions of Value in Moral and Political Theory, Oxford, Oxford University Press, 2012.
3
Ver, por ejemplo, Ronald Dworkin, “What is Equality? Part I: Equality of Welfare,” Philosophy & Public Affairs, vol. 10, n° 3, 1981, p. 185-246, y “What is Equality? Part II: Equality of Resources,” Philosophy & Public Affairs, vol. 10, n° 4, 1981, p. 283-345. Estos dos artículos son retomados en Sovereign Virtue (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2000), p. 11-64 y 65-119, respectivamente. Ver igualmente G. A. Cohen, “On the Currency of Egalitarian Justice”, Ethics, vol. 99, n° 4, 1989, p. 906-944.
4
Elizabeth Anderson, “What is the Point of Equality?”, Ethics, vol. 109, n° 2, 1999, p. 287-337.
5
Ver Larry Temkin, Inequality, New York: Oxford University Press, 1993, p. 200.
6
Para Cohen, una elección es verdaderamente voluntaria solo en dos casos. Para empezar, debe ser auténtica (genuine), es decir que el autor de la elección debe disponer de la información relevante, tener las ideas claras, etc. Además, las condiciones en las que se realiza esta elección no deben ser demasiado restrictivas, como cuando la calidad de las opciones entre las que tenemos que elegir no es buena. Ver G. A. Cohen, “Expensive Taste Rides Again”, en Justine Burley (ed.), Dworkin and his Critics: With Replies by Dworkin, Oxford, Blackwell, 2004, pp. 3-29, pág. 22 (NdT al francés).
7
Así, en “On the Currency of Egalitarian Justice” (Ethics, vol. 99, n° 4, 1989, p. 933), G.A. Cohen escribe que “Dworkin, de hecho, le hizo al igualitarismo el considerable favor de incorporarle la idea más poderosa del arsenal de la derecha antiigualitaria: la idea de elección y responsabilidad”.
8
John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, 1979.
9
Samuel Scheffler, “The Rawlsian Diagnosis of Donald Trump”, Boston Review, 12 de febrero de 2019.
10
Samuel Scheffler, Death and the Afterlife, edición e introducción de Niko Kolodny, Oxford, Oxford University Press, 2013.