Gobierno Bolsonaro: ni fascismo ni populismo, autoritarismo radical
Professora Titular

(Universidade Federal Fluminense (UFF) - Instituto de História - Rio de Janeiro)

Instituto Magistrale, Milano

Instituto Magistrale, arch. Renzo Gerla, 1933-1936

Angela de Castro Gomes est l’une des historiennes brésiliennes les plus reconnues. Diplômée en histoire et docteure en science politique, elle s’est intéressée, depuis ses premiers travaux, à l’époque de Vargas et à ses antécédents, que ce soit dans Burguesia e Trabalho (1979) ou dans A invenção do trabalhismo (Rio de Janeiro, Ed. FGV, 2015, 3e éd.), ouvrage de référence où elle discutait les principales thèses en vigueur sur la définition du populisme au Brésil, à partir de la critique de la notion d’hétéronomie appliquée à la classe ouvrière. Elle en fera de même plus tard à propos des idées communément partagées sur le développement de la démocratie, en proposant de réfléchir non seulement sur la conquête des droits politiques mais aussi sur celle des droits sociaux.

Ses travaux postérieurs reviennent sur la période de l’entre-deux-guerres, pour analyser les constructions du passé opérées par les historiens brésiliens de l’époque (História e historiadores : a política cultural do Estado Novo, Rio de Janeiro, Ed. FGV, 2013, 2e éd.) et les relations entre nationalisme et modernisme chez les intellectuels de Rio de Janeiro (Essa gente do Rio... os intelectuais cariocas e o modernismo, 1991). Au cours des années qui ont suivi elle a élargi son champ d’analyse pour y inclure des réflexions sur Juscelino Kubitschek (O Brasil de JK, 1991), le coup d’État de 1964 (1964 : O golpe que derrubou um presidente, pôs fim ao regime democrático e instituiu a Ditadura Militar no Brasil, avec Jorge Ferreira) et la figure complexe de Joao Goulart, héritier de la tradition travailliste, dont elle a donné une image renouvelée et complexe (Jango : as multiples faces, 2007, avec Jorge Ferreira). Son œuvre a ainsi exploré tout le long cycle de ce qu’on a appelé « l’ère Vargas », depuis ses antécédents jusqu’à son effondrement en 1964.

Actuellement professeure titulaire d’Histoire du Brésil à l’Universidade Federal Fluminense, Angela de Castro Gomes est professeure émérite du Centro de Pesquisa e Documentação de História do Brasil (CPDOC) de la Fundação Getúlio Vargas, et professora visitante nacional sênior du Programa de Pós-Graduação de História de l’Universidade Federal do Estado do Rio de Janeiro. Parmi ses ouvrages récents, on peut citer Brechó: estudos de história política e historiografia (Curitiba, Ed.  Prismas, 2018) ; et, avec Regina Beatriz Guimarães, Trabalho escravo contemporâneo: tempo presente e usos do passado (Rio de Janeiro, Ed. FGV, 2018).

Entretien réalisé le 2 octobre 2019.

Fernando Devoto – ¿Es posible sostener que la palabra “fascismo”, si bien nunca desapareció del ámbito público y del debate político y académico, ha adquirido una renovada vitalidad en los últimos tiempos? Mi primera pregunta es si, en tanto cientista social pero también en tanto observadora de tu contemporaneidad, verificas esa difusión en Brasil, sea en la academia, sea en los medios de comunicación, o es más una mirada desde el exterior.

Angela de Castro Gomes –  Sin dudas, es posible constatar que la palabra “fascismo” ganó mayor circulación en el siglo XXI debido a la victoria de numerosos líderes de gobierno identificados con el campo político de las derechas en las Américas o en Europa. En el caso específico de Brasil esto también ocurrió, en función de la victoria de Jair Bolsonaro a la presidencia de la república el 28 de octubre de 2018. Sin embargo, el crecimiento en el uso de esta palabra por sí solo está lejos de ser indicador suficiente para entender en qué sentidos más precisos está siento utilizada, lo que exigiría una percepción más cuidadosa de cuándo y por quién ella es movilizada. De forma impresionista diría que está mucho más presente en los medios que en la academia, a pesar de que varios cientistas sociales tengan columnas en periódicos de gran circulación en Brasil Si es así, sería muy interesante hacer algún tipo de balance más sistemático, en la prensa escrita y televisada, sobre cuánto y en qué circunstancias es usada la palabra. Yo diría que aparece básicamente vinculada a las amenazas o a las constataciones del avance del autoritarismo sobre la democracia, ocurridos en los primeros meses del gobierno de Bolsonaro.

Llamar “fascista” a tal gobierno —escoger ese adjetivo— tiene la ventaja de transmitir a un gran público, con más facilidad, la dimensión violenta y radical de las políticas de desmonte de la democracia (sobre todo las políticas y ambientales) llevadas adelante por el nuevo equipo ministerial. Usar el adjetivo “fascista” para el gobierno y el presidente Bolsonaro es movilizar a todo un imaginario sobre liderazgos fascistas del período de la II Guerra Mundial, conocidas internacionalmente por el mal que hicieron a la humanidad. La palabra, por lo tanto, no se utiliza como una categoría que apunte a darle un sentido específico a un nuevo fenómeno político de derecha, algo de interés académico. Quizás por esa razón no exista aún en Brasil un debate intelectual sobre las cuestiones implicadas en la (re)utilización de esta terminología. La palabra “fascismo” viene circulando, aún si no masivamente, porque simbólicamente ya se volvió un casi sinónimo de lo que es “el mal” en la política, teniendo la capacidad de identificar al inverso más terrible de la democracia de forma clara y rápida.

Fernando Devoto – ¿Y qué piensas de esa extensión ilimitada del término “fascismo”? Empleo que parece querer tanto agregar al fascismo a las formas clásicas de la política (aristocracia, democracia, monarquía), como también exceder claramente los modelos de la política para entrar en el dominio de la psicología, con el empleo de nociones como fascismo “eterno” (Umberto Eco) o de la antropología social, con la de un “tribalismo”, también siempre presente, o incluso de un fenómeno sometido a un permanente retorno. ¿Es adecuada, instrumentalmente útil o conceptualmente pertinente?

Angela de Castro Gomes – Dando continuidad a lo que mencioné anteriormente, no veo en Brasil, al menos hasta el momento en que escribo, debates sistemáticos dirigidos a la reflexión de este tipo de extensión de sentidos del término “fascista”, aun cuando admito que no soy alguien familiarizada con la producción reciente de la antropología social y la psicología. Sin embargo, teniendo en cuenta la pregunta, es importante declarar que no soy una historiadora propensa a considerar que sea heurísticamente valioso ampliar demasiado el alcance de un concepto. Considero que las categorías que emergieron y dejaron una marca tan duradera para designar regímenes políticos específicos, como es el caso del fascismo y del nazismo de mediados del siglo XX, necesitan situarse siempre en sus debidos contextos históricos. Tratar de utilizaras para nombrar otras experiencias históricas, como el caso de este boom de gobiernos de derecha de inicios del siglo XXI, que tiene características muy distintas, es un riesgo que considero innecesario correr. Vivimos en un mundo bien distinto del de los años 1930-40, por empezar por nuestra propia relación con el tiempo: con nuestro pasado, presente y futuro. Entiendo que, en estos casos, se pierde mucho más de lo que es posible ganar. Algo que es diferente que la amplia utilización de nociones o palabras que tienen sentidos conocidos en las historias de las naciones y del mundo, como es el caso de “fascismo”, para luchar políticamente. En el vocabulario de las disputas políticas un conjunto significativo de palabras tiene significados ampliamente compartidos, razón por la cual es activado para acusar a los opositores o elogiar a los aliados. Tales procesos de apropiación de sentidos realizados por los discursos políticos son perceptibles en la medida en que quieren activar y beneficiarse del valor simbólico que tales palabras son capaces de transmitir.

Fernando Devoto –  Aun sin ir tan lejos, también hay una larga discusión acerca de la aplicabilidad de la noción de fascismo, más allá del ámbito europeo e incluso del ámbito europeo entre las dos guerras. Un punto especialmente interesante es el caso latinoamericano. Muchas discusiones ha generado la pertinencia de la aplicación de la noción de fascismo para regímenes latinoamericanos del pasado, por ejemplo el varguismo o el peronismo o, en otro plano para movimientos políticos como el integralismo. Tú has utilizado en tus trabajos otras nociones como “trabalhismo” y asimismo has planteado las paradojas y especificidades del “corporativismo” brasileño. Aquí las preguntas se orientarían, en primer lugar, al punto en que está hoy esa antigua discusión en la historiografía y las ciencias sociales brasileñas. En segundo lugar, entre los actores de la época, el punto de vista de los contemporáneos que hoy suele llamarse emic, ¿qué difusión tenía la expresión “fascismo” en Brasil? Esta era fuerte, desde luego, en la Argentina de los años treinta, en ambientes movilizados y donde la cultura antifascista estaba muy presente ¿pero en Brasil? En nuestra mirada rioplatense las sociedades urbanas brasileñas parecen haber estado menos movilizadas y recibir menos ecos de los debates ideológicos europeos. ¿Es esa una percepción que tu considerarías plausible?

Angela de Castro Gomes – Son muchas las preguntas presentes en este enunciado, y seguro no podré explicarles bien a todas. Haré algunas elecciones que considero importantes. Una de ellas es respecto a la aplicabilidad de la noción de fascismo al período dictatorial del gobierno de Vargas, conocido como Estado Novo (1937-1945). Esta posibilidad realmente estuvo en discusión durante algún tiempo para los historiadores dedicados a la historia política republicana del post-1930, que eran pocos hasta por lo menos la década de 1970. Aunque siempre sea arriesgado decir que esta designación está completamente apartada, es seguro que ya no es muy compartida para el período. Por eso, la cuestión puede ser mejor comprendida cuando se retoma el debate historiográfico que ocurrió en Brasil, grosso modo durante los años 1970-80. Estuvo alimentado, por un lado, por las discusiones sobre la propia adecuación del concepto “fascismo” a las distintas experiencias europeas de las décadas de 1930-1940, y que en el caso portugués tenía importancia especia en Brasil. Por el otro, había un interés, hasta una necesidad, de entender mejor el período del Estado Novo, como estrategia para pensar y poder criticar a la dictadura establecida después del golpe militar de 1964.

Quiero destacar un momento de este debate, que ocurrió cuando fueron los 50 años del Estado Novo, en 1987. Creo que ahí es posible detectar una especie de punto de inflexión en varios sentidos. Primero porque a pesar de que se diagnosticase que los historiadores, a comparación de los cientistas sociales, todavía se dedicaban poco a investigar el período del post-30, se reconocía que el interés crecía, demostrando que el “tiempo presente” entraba finalmente en el país en los dominios de Clío. Una verdadera exigencia, considerando que la lucha que la sociedad brasileña venía emprendiendo por la redemocratización. O sea, las cuestiones académicas estaban completamente entrelazadas con los enfrentamientos y propuestas políticas contra la dictadura militar.

Siendo breve, en aquel momento se fue construyendo una convergencia bastante amplia en relación a la inadecuación del uso de la noción “fascista” para el régimen del Estado Novo. La problematización de esta utilización, realizada por la literatura especializada internacional, para los casos portugués y español, pesó para su abandono en las experiencias latinoamericanas. En Brasil, una producción venida de la Ciencia Política argumentaba a favor de la categoría “Estado autoritario”. Esta prestaba atención a ciertas dimensiones de las políticas del Estado Novo que desautorizaban la utilización de un concepto fundado en la idea de unidad y monopolio absoluto del poder del Estado. Por medio de tales estudios, que investigaciones históricas posteriores profundizarían, se constataba que el Estado Novo no buscaba un control total de, por ejemplo, los medios de comunicación de masas, y que durante parte del tiempo de su vigencia recurrirá a una estrategia de desmovilización política de la sociedad. Evidentemente, esto no significaba que bajo el Estado Novo la represión física y/o simbólica fuera pequeña o poco violenta.

Además, el uso de la designación “fascista” siempre fue negada por los propios ideólogos del régimen, que lo identificaban como “autoritario”. Quiero decir que esta designación, en el caso de Brasil, es una categoría nativa utilizada por varios intelectuales de los años 1930-40. Estos defendían con claridad que sus propuestas no eran ni fascistas ni liberales, pues no admitían ni el predominio total del Estado ni el del mercado. El nacionalismo del Estado Novo deseaba una solución brasileña, y no una copia de cualquiera de los otros regímenes políticos anti-liberales. El objetivo era construir un modelo de estado fuerte e intervencionista a la brasileña: un Estado autoritario y no fascista, que eligiera organizarse de acuerdo a la propuesta corporativa, implementada desde el período post-revolución de 1930.

Esta, por supuesto, fue una de las razones de que en Brasil la circulación e identificación de proyectos políticos como fascistas se haya restringido prácticamente a uno de los liderazgos (aunque el mayor de ellos) del movimiento integralista: el de Plínio Salgado. Así, ni siquiera en el integralismo es posible afirmar que haya sido dominante una propuesta fascista, existiendo muchas disputas y tensiones. Sin embargo, no se puede decir que en Brasil, en especial en los medios políticos e intelectuales, hubiera desconocimiento en cuanto a las ideas y experiencias fascistas europeas. El ejemplo italiano era bastante admirado entre quienes ocupaban altos puestos durante el Estado Novo. Aún así, el proyecto nacionalista y autoritario del Estado Novo se implantó en otros términos.

Por eso muchos cientistas sociales e historiadores como yo pasamos a investigar el discurso y las políticas públicas de ese proyecto nacionalista de Estado que rechazaba el rótulo de “fascista” y se colocaba en una tercera vía, partidaria de la adopción del modelo corporativista. Mi punto de partida, por ejemplo, fue no considerar que tal apartamiento fuera una especie de mera estrategia de oportunismo político, como propagarían los opositores del régimen después de su caída en 1945 para aumentar la fuerza de sus críticas. Varios investigadores apostaron al estudio de las formas asumidas por el corporativismo en Brasil, en particular en la esfera de la organización de los trabajadores urbanos. El establecimiento de un modelo sindical corporativo, con sindicato único, bajo la tutela del Estado y organizado por categorías profesionales, verticales, es algo de larga duración en Brasil. Este modelo que sólo abarcó a los trabajadores urbanos —los rurales, que eran mayoría, fueron excluidos— estaba íntimamente relacionado con las políticas de reglamentación del mercado de mano de obra y las políticas previsionales, cuyos impactos excedieron las ciudades, llegando al campo. Mi contribución específica fue comprender la instalación de este modelo en clave de construcción de un pacto político entre Estado, en la persona del presidente, y trabajadores, tanto como individuos que se comunicaban directamente con Vargas como en cuanto “categoría profesional”, a través de los sindicatos que los representaban. Un pacto que va a comenzar a construirse a partir de 1942, cuando el proyecto político desmovilizador del Estado Novo sufre transformaciones en función de la marcha de la II Guerra, que trajo el alineamiento de Brasil con los EE.UU. Un hecho que sellaba las perspectivas de mantenimiento de un proyecto político autoritario, colocando en el orden del día la preocupación por un proceso de transición del autoritarismo hacia la democracia liberal, que seguramente vendría con el fin del conflicto.

Este no es el lugar para entrar en explicaciones más detalladas sobre lo que llamé pacto político trabalhista o la “invención del trabalhismo”. Una ideología política que canalizó el prestigio que Vargas poseía entre los trabajadores, en función de la legislación trabalhista y previsional que se implementaba, aún con deficiencias. Beneficiándose de las ganancias efectivas de esta nueva legislación una bien cuidada propaganda dio cuerpo a la creación de un partido varguista con bases sociales masivas: el Partido Trabalhista Brasileiros, PTB. El trabalhismo es, por lo tanto, una noción que intenta dar cuenta de una dinámica política establecida entre el líder de un Estado autoritario y los trabajadores organizados en sindicatos tutelados, al momento de la salida del autoritarismo en Brasil en la primera mitad de los años 1940. El trabalhismo tiene toda una historicidad puesto que, si ese fue el momento de su constitución, perduraría y se transformaría durante la república de 1945-64.

La elección de esta categoría política en mis investigaciones tiene el objetivo de alejarse del uso de la noción de “populismo”, dominante a partir de los años 1960 en Brasil. Todavía se acostumbra utilizar tal noción, no sólo para designar al período varguista sino para nombrar a la experiencia republicana que lo sucede y que hasta hoy es llamada “república populista”. Tal matriz interpretativa, construida principalmente después del golpe de 1964, es muy fuerte, y uno de sus desdoblamientos es negarle a la experiencia de la república del post-1945 una dimensión liberal-democrática. Así, proponer una designación para comprender la dinámica política de las décadas de 1940-50 está lejos de ser una cuestión de sustituir a una palabra por otra, como si fuesen equiparables. Al rechazar la noción de “populismo” quiero criticar las bases de su construcción, identificables en una lógica política instrumental que sitúa a los trabajadores-pueblo como sujetos “manipulados” —dominados y sin cualquier tipo de acción— por un Estado que se encarna en líderes que quieren “engañar” al pueblo. Aún peor, “engañan” reiteradamente al pueblo, lo que demostraría su falta de racionalidad y “conciencia de sus verdaderos intereses”. Entender los términos de un pacto político trabalhista es dar agencia a los sujetos históricos implicados en él. Quiero decir, ni los políticos deben reducirse a un deseo de “engañar” al “pueblo trabajador” ni este pueblo es un objeto pasivo de la acción de los líderes. Todo es mucho más complejo. Complejidad que nos permite comprender la duración de la popularidad de varios líderes y también el éxito del trabalhismo, que se debió a un proceso de apropiación desarrollado por los propios trabajadores. Éstos reconfiguraron la propuesta trabalhista, releyendo el discurso político bajo su óptica, lo que lo convirtió en un recurso de poder para cobrar los derechos consagrados en leyes, además de luchar por nuevos derechos.

Palazzo della Cassa Nazionale delle Assicurazioni Sociali, Milano

Palazzo della Cassa Nazionale delle Assicurazioni Sociali, arch. Marcello Piacentini, Ernesto Rapisardi, 1929-1931. Sculptures d'Antonio Mariani

Fernando Devoto –  ¿Y si nos volvemos hacia el presente? El caso de Bolsonaro, primero su movimiento político y luego su gobierno han sido incluidos entre estos nuevos fenómenos al que se les ha aplicado la etiqueta de “fascismo” o “neofascismo” o incluso “populismo” (pero con contenidos no muy diferentes a los utilizados para describir antes al fascismo). Denominación que también se le ha aplicado a Trump, a Orban y el FIDESZ en Hungria, o a Salvini y la Lega Nord en Italia. Si esa definición no es adecuada ¿cuál propondrías? ¿Alguna de las otras etiquetas clásicas, como “bonapartismo”, “cesarismo”, “caudillismo” e incluso “populismo”, o más recientes, como democracias iliberales o autoritarias o un nuevo vocabulario?

Angela de Castro Gomes – Nosotros los historiadores sabemos que miramos a las experiencias del pasado para pensar fenómenos del presente, y cuando lo hacemos estamos buscando estímulos para aprender a enfrentar nuevos desafíos que surgen en nuestras vidas como ciudadanos y académicos. Evidentemente, uno de los desafíos que se nos presenta a todos nosotros es cómo vamos a llamar/clasificar a fenómenos políticos de nuestro tiempo presente, con características tan desafiantes como es el caso en cuestión. Porque, como también sabemos, darle un “nombre” a una “cosa” esta establecer un parámetro para su análisis y comprensión. Estos “nombres” no son nunca ingenuos, y resignificar una designación ya conocida exige, como mínimo, un gran esfuerzo teórico de argumentación. Por eso no simpatizo con la propuesta académica de llamar “fascista” o “neofascista” a todos estos liderazgos y gobiernos que surgieron en los últimos años en las Américas y en Europa. Aun así, entiendo perfectamente la circulación de la palabra “fascista” como recurso eficiente para luchar contra tales experiencias, en la medida en que, en función de una memoria histórica compartida, funciona muy bien como categoría de acusación.

Si no creo en el poder explicativo de la “etiqueta” fascismo, menos útil todavía, desde mi punto de vista, es el uso de la noción “populismo”, en la medida en que por los contenidos y por la extensión que ya poseía antes del siglo XXI. En Brasil lo que se puede llamar modelo populista de interpretación de las relaciones entre gobernantes y gobernados tiene como presupuesto, como mencioné, que los dominados son prácticamente desprovistos de autonomía y conciencia, cuando están sometidos a estrategias políticas propias de la sociedad de masas. Una concepción absolutamente asimétrica y unidireccional del poder, fundada en explicaciones de tenor estructuralista y en variables macrosociales que se alejan en grados variables de las elecciones y la imprevisibilidad de la acción política. Una formulación de las relaciones de poder que los historiadores ya no pueden aceptar.

Mis dificultades, teóricas y empíricas, con la noción de “populismo”, residen en esta perspectiva de construcción de relaciones sociales y políticas en la que lo que es calificado como “populista” enfatiza siempre una dimensión de “manipulación” por parte del Estado/líder sobre las “masas”, aun cuando se reconoce alguna ambigüedad en la llamada manipulación. O sea, cuando se abre la posibilidad de algún beneficio por parte del actor, individual o colectivo, blanco de la manipulación. El “populismo” en Brasil se extendió como propuesta de análisis político durante los años 1960, volviéndose una forma de denunciar las “malas intenciones y acciones” de los líderes populares de las tres décadas anteriores, descalificándolos. En general, siendo muy esquemática, porque llevaron adelante políticas sociales de tenor redistributivo, razón por la cual eran/son identificados por la “derecha” del espectro político del momento como liderazgos/partidos de “izquierda populista”. Existe un buen número de importantes líderes de la política brasileña, desde el post-30 hasta hoy, llamados populistas y situados, más allá de las variaciones, como “izquierda”. Una acusación que puede alcanzar sin grandes dificultades el rótulo de “comunista”, movilizado de forma fluida para englobar lo peor de esa “izquierda populista”. Sin embargo, también existen líderes de “derecha” identificados/acusados de populistas, en este caso no siempre por la razón arriba mencionada, sino porque implementaron políticas distributivas que “supuestamente” tendrían en cuenta las capas sociales “pobres”.

Ahora, Bolsonaro está lejos de ser un político popular, tal como la noción populista o cualquier otra noción ubica a un líder político con popularidad real. Ganó claramente las elecciones, pero en circunstancias muy específicas, que no cabe comentar aquí. Consiguió mantener el núcleo duro de su base política, pero viene perdiendo apoyos a gran velocidad a lo largo del primer año de su gobierno. Así tendríamos por primera vez en Brasil el increíble resultado de estar llamado “populista” a un político sin gran popularidad, como lo comprueban todas las encuestas de opinión que se viene realizando hasta el momento por varios institutos de investigación. Aún más, sería un líder populista que está contra el avance de políticas populares de carácter protector, pues su directriz gubernamental más clara es la de cortar derechos sociales de todos los tipos (en especial, los laborales y previsionales). El gobierno de Bolsonaro, por lo que demuestra, quiere terminar de una vez con las conquistas sociales que la población brasileña conquistó arduamente a lo largo de décadas, destruyendo igualmente cualquier posibilidad de mejoramiento cultural y científico del país, entendido como innecesario, cuando no peligroso por su potencial crítico.

Prefiero, entonces, considerarlo como un gobierno radicalmente autoritario, que tiene una postura también radicalmente antidemocrática, neoliberal y anticivilizatoria, con la característica de existir en Brasil en una coyuntura política internacional que lo beneficia por la existencia de otras propuestas que tienen puntos en común, a pesar de ser diferentes entre sí. Entiendo que la categoría clásica “autoritarismo” me permite lidiar mejor con esta nueva experiencia de gobierno. Ésta tiene menos marcas y es absolutamente precisa en el punto fundamental. En relación con la democracia, no hay ninguna adjetivación que considere necesaria. El gobierno de Bolsonaro es contrario a la existencia de relaciones sociales basadas en derechos, respeto y tolerancia. Es el inverso de la democracia y su proyecto es acabar con ella en Brasil.

Fernando Devoto – El problema del fascismo/neofascismo o simplemente el de los nuevos autoritarismos interpelan al investigador social y lo invitan a involucrarse en el territorio de la opinión pública y en los instrumentos eficaces en ella, como los medios de comunicación, lo que, por otra parte, no estaría exento de los riesgos de simplificación a que obliga intentar expresarse en espacios y tiempos limitados para un público también presuroso de distinciones o de verdades claras y distintas. ¿Cómo ves tú el lugar público del intelectual académico contemporáneo hoy y en especial la relación con ese tipo de debates? ¿Percibes ese lugar como diferente al del pasado?

Angela de Castro Gomes – Quiero ser breve, dado que ya me extendí de más. Sin dudas, existen momentos que el intelectual académico sabe y siente que son ineludibles, en términos de exigir su manifestación. Vivimos tiempos así en Brasil, desde el inicio del segundo mandato de la presidenta Dilma Roussef, en una escalada creciente hasta las elecciones de noviembre de 2018. En este caso una gran parte de la intelectualidad brasileña ha trabajado para denunciar los ataques a la democracia que sufrió el país, materializados en los ataques a la Constitución de 1988 y en el desmonte de las políticas públicas que significan la diferencia entre vivir con cierta dignidad o prácticamente no lograr vivir. Me refiero, obviamente, a esa franja que resiste y critica las acciones gubernamentales y, con igual fuerza, los extravíos del sistema judicial brasileño. Es claro que existe una parte de los académicos que apoya estos proyectos gubernamentales, como también la hubo durante las décadas de 1960-70.

Pero ateniéndome al grupo que resiste, no hay dudas de que es preciso salir a las calles, protestando, además de intentar medios más eficientes de hablar con el gran público. Y muchos colegas han intentado hacer esto. Sin embargo tal vez la mayor parte de esta tarea para nosotros, profesores de universidades públicas, se haga a través de una resistencia cotidiana, movilizando aquello que hacemos mejor. Primero, una investigación seria que, en el área de Historia de Brasil, enfrente a los negacionismos que pasaron a divulgar “verdades” como si hacer historia fuera cuestión de opinión. Segundo, por la docencia, contribuyendo a la formación de profesionales capaces e íntegros. No es casual que la universidad pública haya sido escogida por este gobierno como un enemigo preferencial, que no pretende sólo debilitarla con recortes de fondos, becas, etc. No se trata ya, como en los tiempos de la dictadura, de perseguir, procesar y condenar a profesores, lo que se viene haciendo. El gobierno de Bolsonaro quiere terminar con la existencia de estos profesores porque quiere liquidar la universidad pública. El proyecto de militarización de las escuelas, ya en curso, por un lado, y el proyecto de enseñanza domiciliario (homeschooling), por el otro, evidencian la multiplicidad de las formas de atacar la educación brasileña.

En fin, los tiempos no son nada auspiciosos para la educación, la universidad, los profesores y el pueblo brasileño. El hecho de que muchos de nosotros hayamos vivido el período de la dictadura militar no minimiza, en mi opinión, el sincero esfuerzo de aprendizaje político que tenemos por delante. Apenas permite que la gente se acuerde del verso del literato y músico Chico Buarque de Holanda: “Va a pasar”.