Voir les informations
Historia y ética en los Tribunales Penales Internacionales

(Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales - Universidad Nacional del Sur - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET))

Histories Written by International Criminal Courts and Tribunals

Aldo Zammit Borda, Histories Written by International Criminal Courts and Tribunals. Developing a Responsible History Framework (2021)

Histories Written by International Criminal Courts and Tribunals. Developing a Responsible History Framework, reciente libro del jurista especializado en derecho internacional Aldo Zammit Borda, propone una discusión relevante y necesaria sobre el lugar de la verdad histórica en los procesos judiciales llevados adelante por los Tribunales Penales Internacionales (ICTs, su sigla en inglés)1. En particular, el autor pone el foco en la producción de la narrativa histórica (y no en su recepción) por parte de dos de los actores involucrados en los juicios, sin duda centrales y con autoridad: los jueces y, en menor medida, los fiscales.

La apuesta del libro es normativa: dar fundamento a la noción de “historia responsable” (responsible history), esto es, la función que, a igual distancia del legalismo estricto y de la pedagogía legal (volveré sobre esto), deberían asumir jueces y fiscales en tanto autoridades que producen conocimiento histórico (history-writting) o, más precisamente, narración histórica (historical narrative). Concepto clave en el texto, el autor define a la narrativa histórica en términos familiares para la historiografía: un tipo de relato histórico que, nutrido de amplias evidencias tanto como de la confrontación de interpretaciones, organiza los sucesos examinados, intenta dar cuenta las razones y los factores que los hicieron posibles y contribuye a la comprensión histórica –en contraste es con la más restringida noción de verdad jurídica o forense que se circunscribe al registro de evidencias y testimonios probatorios. La responsabilidad histórico-narrativa que propondrá será por tanto exigente.

Con el fin señalado, capítulo a capítulo el autor analiza las particularidades y los sesgos, las debilidades y las fortalezas, de los ICTs como fuente de verdad histórica. En esa tarea, Zammit Borda se apoya en un amplio conocimiento tanto de la bibliografía especializada como de juicios, acusaciones y sentencias en los distintos ICTs a lo largo de la historia.

El libro se divide en ocho capítulos. Cada capítulo adopta, a su vez, el formato de paper académico, con un índice de contenidos, un abstract, una introducción y luego el desarrollo del argumento. Dicho formato, sumado a una argumentación analítica y un estilo de escritura que repite ideas y argumentos (en citas, paráfrasis y recapitulaciones), vuelve excesivamente reiterativo a un texto que podría haber sido mucho menos extenso.

El capítulo 1, introductorio, y el capítulo 8, conclusivo, presentan, respectivamente, un anuncio de lo que vendrá y una recapitulación de lo desarrollado en el texto. Por esa razón nos concentraremos en los capítulos 2 al 7 que son los que contienen la argumentación completa.

El capítulo 2, titulado “Approaches to the History-Writing function in International Criminal Adjudication”, describe en términos binarios el paisaje de la discusión en torno al lugar de la verdad histórica en los juicios de las ICTs, oponiendo, como había anunciado en la Introducción, las miradas restrictivas (legalismo estricto) a las miradas expansivas (pedagogía judicial). Las primeras afirman que los tribunales deben ceñirse a establecer los hechos que se imputan al acusado a los fines de establecer su culpabilidad o inocencia, y nada más que eso. A diferencia de la verdad historiográfica, que puede ser en gran parte hipotética, está abierta a permanente revisión y reinterpretación y admite la validez de versiones no compatibles entre sí (en razón de la pluralidad de perspectivas y paradigmas), la verdad jurídica sería, según esta visión, necesariamente una verdad forense y conclusiva que funda una decisión que, una vez completado el procedimiento con apelaciones regladas, no admite revisión. Habría, de acuerdo a estas miradas, una incompatibilidad entre la Historia y el Derecho en virtud de los fines no epistémicos que definen a la Justicia penal (en general, garantías para el acusado, ver cap. 6) y del modelo adversarial de su dinámica, donde el objetivo del triunfo (la condena o la absolución, según el interés de cada parte) prevalece sobre el de la búsqueda de la verdad que, en ese marco, no es más que un medio.

Las miradas expansivas, por su parte, sostienen que los juicios por crímenes de masas ofrecen la oportunidad para extraer lecciones de la historia para la comunidad involucrada y para dar forma a la memoria colectiva. Por esa razón, jueces y fiscales deben detenerse en una reconstrucción más amplia, y orientada a fines pedagógicos, de la historia del conflicto en cuyo marco tuvieron lugar los crímenes. El énfasis recae sobre los objetivos extralegales que se suelen asignar a los juicios en los estudios de justicia transicional: prevenir, evitar revisionismos y negacionismo, favorecer el debate público, promover la transición democrática, entre otros.

Ambas miradas quedan ilustradas por la crítica que Hannah Arendt dirige, en su libro Eichmann en Jerusalén, al fiscal del juicio a Adolf Eichmann (1961), Gideon Hausner, y al por entonces primer ministro israelí, David Ben-Gurión, a quienes reprocha la pretensión de juzgar, en la persona de Eichmann, a todo un régimen y de querer exhibir en el juicio los sufrimientos del pueblo judío con el fin de extraer lecciones para el mundo. Arendt representaría así la mirada restrictiva mientras que Hausner y Ben Gurión representarían la mirada expansiva respecto del lugar de la verdad histórica en los juicios.

 

Frente ambas miradas y en un punto intermedio, Zammit Borda propone una perspectiva “moderada”, la “responsible history”, que consiste en asumir que jueces y fiscales de hecho escriben historia, que necesitan además hacerlo porque se ocupan de casos que les son ajenos, lejanos, de sociedades y culturas desconocidas, y porque los tipos penales del derecho penal internacional incluyen elementos de contexto (como la existencia de un plan generalizado y sistemático).

Para dar apoyo a esta propuesta, el autor recurre a dos argumentos. Por un lado, el de “verdad y justicia” (truth and justice), que señala un vínculo estrecho entre una verdad amplia y la justicia, un vínculo que estaría cada vez más presente en los ICTs, pese a que, salvo excepciones, como reconoce el autor, ninguno de los estatutos que regulan dichos tribunales establece entre sus funciones u objetivos la escritura de la historia. Por otro lado, el argumento del “derecho a la verdad” (right to truth), cuyo origen halla en el paradigma de la justicia transicional y que ha tenido un creciente desarrollo en los organismos internacionales desde hace un cuarto de siglo. 

Seguidamente, en los capítulos 3 al 5, Zammit Borda analiza las limitaciones que padecen jueces y fiscales de los ICTs a la hora de escribir la historia en virtud de las lentes propias a su función desde las que observan los hechos sobre los que trabajan: la lente centrada en el individuo (cap. 3), la lente orientada por el crimen (cap. 4) y la lente de confirmación de la legalidad (cap. 5). Cada una de esas lentes determinará criterios de selección, jerarquización y exclusión de hechos o aspectos históricos y, por tanto, redundarán en versiones de la historia simples, llanas, sesgadas y plagadas de puntos ciegos.

El capítulo 3, “The Individual-Centred Lens”, describe uno de los pilares del derecho penal moderno, a saber, la concepción del individuo como fin en sí mismo, autónomo y fuente de agencia y, por tanto, sujeto de responsabilidad en la rendición de cuentas judicial. Aunque no profundiza en el tema, Zammit Borda nos recuerda que la Carta de Londres (1945), que creaba y regulaba el Tribunal Militar Internacional de Nüremberg, innovaba en la individualización de la responsabilidad criminal en el derecho internacional (que previamente recaía solo sobre los estados) y, con ello, daba origen al derecho penal internacional, un híbrido entre la tradición del derecho penal interno y el derecho internacional cuyos lineamientos básicos siguen vigentes hasta hoy, aunque solo retomaron impulso en los años 90 con los tribunales ad hoc (para la ex-Yugoslavia y Ruanda) y con la creación de la Corte Penal Internacional por el Estatuto de Roma (1998). Sin poner en entredicho esta concepción (que supondría revisar todo el derecho moderno), el autor señala que, en lo que se refiere a la escritura de la historia, esta lente obtura la visibilidad de responsabilidades colectivas y de factores estructurales, culturales o ideológicos cuya importancia en la comprensión de los crímenes y conflictos violentos resulta esencial. Como ejemplo de las contra-narrativas (como las llama) que quedan en un punto ciego de estas lentes el autor señala la importancia del colonialismo en la génesis de muchos conflictos.

En el capítulo 4, titulado “The Crime-Driven Lens”, Zammit Borda analiza las limitaciones tanto cualitativas como cuantitativas que el foco en la conducta y la responsabilidad criminales impone sobre el relato histórico que elaboran los ICTs, una suerte de recorte derivado no solo de la definición de tipo penal perseguible sino también en virtud de la jurisdicción, el periodo que ha de juzgarse, o el sujeto comprendido en la prosecución. Cualitativamente, la orientación criminalista limita el tipo de preguntas a realizar de acuerdo con los crímenes y las responsabilidades que buscan probarse. Así, la ya citada Carta de Londres exigía que los crímenes de lesa humanidad que fueran juzgados debían estar ligados a crímenes de guerra obligando, de ese modo, a dirigir la mirada solo a partir del comienzo de la guerra en 1939 dentro del periodo nazi –quedaban así de lado hechos relevantes, el Holocausto en primer lugar. Como bien señala Zammit Borda, esta clase de recortes resulta inadmisible desde el punto de vista de una mirada que busque la comprensión histórica.

Las limitaciones, decíamos, son asimismo cuantitativas porque existen también definiciones estatutarias que restringen jurisdiccional y temporalmente el alcance de la prosecución penal, y porque aun dentro de esa primera selección, existe una segunda, que depende de la fiscalía. En efecto, los encargados de diagramar la acusación retendrán hechos o conductas según la evidencia disponible de manera tal que pueda probarse los cargos más allá de toda duda razonable. Esta opción justificada en el potencial probatorio (focused charges) no es por cierto la única. Los fiscales también pueden, en el otro extremo, escoger estrategias globales (comprehensive charges) y aspirar a juzgar todos los crímenes registrados en beneficio de una mirada histórica completa, aunque en detrimento de una justicia expedita (el inacabado juicio a Milosevic ilustra el caso); o puede, finalmente, entre ambos extremos, seleccionar un conjunto representativo de delitos (representative charges), como muestra de un universo mayor. Naturalmente, cualquiera de estas selecciones impacta sobre la historia producida por los ICTs. A ello se añade que la búsqueda de pruebas se recorta en un tiempo y espacio próximos a la agencia del acusado en el pasado  (para dar cuenta de la intencionalidad criminal o mens rea) y al futuro cercano (a los fines de la prevención), dejando de lado el pasado anterior que suele tener una gravitación crucial para la comprensión propia de la narrativa histórica.

Del mismo modo que las lentes centradas en el individuo, estas lentes enfocadas en el crimen dejan en puntos ciegos aspectos relevantes para el relato histórico (las contra-narrativas). Zammit Borda ofrece aquí el ejemplo del tráfico ilegal de recursos naturales (como el diamante en Angola y, en parte, en Sierra Leona), que brindan financiamiento para los conflictos armados e implican toda una serie de delitos paralelos a los delitos principales. Factor esencial para comprender el conflicto y la criminalidad en los países que lo sufren, poco y nada se recupera de él en la verdad jurídica de los ICTs.

El capítulo 5, “The Law-Affirming Lens”, el más breve y sin dudas el menos logrado, expone la idea de un derecho internacional que expresa valores morales de Occidente, definidos como universales desde una mirada eurocéntrica, y que dan fundamento a la auto-atribución, por parte de los actores judiciales, de la potestad de decidir qué es legal y qué no, qué se condice con las ideas de humanidad o civilización y qué es, por el contrario, la barbarie. El claro ejemplo que ofrece es nuevamente el de los juicios de Nüremberg, que fueron interpretados como una defensa de la civilización ante el desvío hacia la barbarie y la ilegalidad que había significado el régimen nazi. De este modo, señala Zammit Borda evocando ideas de Z. Baumann y H. Arendt, en Nüremberg se reproducía una jerarquización valorativa entre Occidente y Oriente y se evitaba juzgar la propia impronta de la tradición occidental y la gravitación de sus leyes e instituciones en la conformación de un régimen criminal sin precedentes en la historia (algo que ya la teoría crítica había señalado con anterioridad a los dos autores citados).

Tras señalar las tres limitaciones implicadas por las lentes del derecho penal internacional, el capítulo 6, “The Distintive Approaches of History and Law”, ofrece una comparación esquemática entre la epistemología jurídica (legal epistemology) del derecho penal internacional y la epistemología historiográfica. Grosso modo, el argumento plantea que, pese a sus restricciones y limitaciones y lo quiera o no, la justicia penal internacional produce conocimiento histórico relevante y, sobre la base de esa constatación, Zammit Borda busca matizar las diferencias entre los dos paradigmas que, desde el comienzo del libro, habían sido definidos como por su contraste o incluso su incompatibilidad. Así, en primer lugar, evoca la discusión historiográfica de los 80 (Historikerstreit), en particular la problematización de la pretensión de objetividad y el desarrollo de una visión posmoderna de la historia, para señalar que la verdad jurídica mantiene una concepción objetivista o correspondentista de la realidad (que Zammit Borda llama “realista”) coincidente con disciplina histórica tradicional. La verdad jurídica no es compatible, afirma el autor, con la mirada posmoderna que habilitaría la circulación de relativizaciones, revisionismos y el negacionismo.

Paralelamente, los fines no epistémicos de la justicia, como se dijo antes, no son inocuos en la búsqueda de verdad. Los jueces suelen tomar, como se dijo antes, una versión única, simple y aplanada de la historia porque requieren una verdad coherente, compacta y sin fisuras, para sentenciar. Jueces y fiscales deben ajustarse a la evidencia disponible en un momento dado para acusar y decidir la culpabilidad o la inocencia. A la par, existe toda una serie de restricciones internas, procedimentales o doctrinarias, que llevan a dejar fuera de tratamiento un amplio y diverso espectro de temas, pruebas y testimonios (por requisitos de tiempo y forma, por garantías de defensa -fair trial- o porque un plea agreement excluye cargos, etc.), o que impiden la revisión de lo establecido en el juicio (principios de res judicata, stare decisis, non bis in idem, o pautas limitantes de la apelación, etc.).

Pese a todo, matiza Zammit Borda, también es cierto que existen votos en disidencia y cambios interpretativos en las instancias de apelación o en un mismo tribunal pasado el tiempo. Asimismo, si el elemento adversarial de los juicios penales tiene una dinámica que privilegia la victoria en el litigio por sobre la verdad, también es cierto que da lugar, en la forma de la confrontación, a un exigente testeo de las versiones de la historia en pugna y que dispone de un conjunto de procedimientos de resguardo, control y custodia de las evidencias. Y si bien es cierto, admite Zammit, que difícilmente en esa dinámica litigante se trabaje sobre la complejidad de la historia, también es menester señalar, vuelve a matizar el autor, que desde el inicio habrá al menos dos versiones de la historia y que las voces minoritarias encuentran las condiciones para hacerse oír.

Por último, existen también restricciones externas a la labor jurídica, básicamente, cuando los estados involucrados en la causa no cooperan con los ICTs en la provisión documentación o en la habilitación de presentaciones o traslados de testigos, o aun peor, cuando manipulan o falsean evidencias. En contraste, subraya Zammit Borda en un nuevo matiz, el cúmulo de evidencia producida y recabada en los ICTs suele ser muy superior al que cualquier investigador científico o grupo de investigadores sería capaz de relevar.

Pese a que el balance realizado no parece inclinarse muy en favor de la epistemología legal, Zammit Borda llama a no exagerar la tensión entre Historia y Derecho, la diferencia entre verdad judicial (trial truth) y verdad histórica. En este sentido, es interesante el modo en que, hacia el final del capítulo, el autor sitúa la verdad producida por los ICTs a igual distancia, o a igual cercanía, de la verdad histórica (que es más compleja, más plural, más debatible e hipotética) y de la memoria colectiva (que simplifica pero sin explicitar criterios de selección, se comunica de manera ritualizada y se orienta al resultado: una comunidad de memoria). En una palabra, reconocemos mayor afinidad entre la verdad histórica y la verdad jurídica en el contraste de la segunda con la memoria (tema al que el autor dedica muy pocos párrafos).

Por último, en el capítulo 7, que lleva el título de “Aiming Towards Responsible History in International Criminal Adjudication”, Zammit Borda despliega su propuesta normativa, ese punto intermedio entre las miradas restringidas y expansivas que dibuja la responsible history. Basándose en gran medida en el trabajo de Bernard Williams Truth and Truthfulness: An Essay in Genealogy and the two virtues, en particular en sus nociones de precisión (accuracy) y sinceridad (sincerity), el autor apuntala su argumento sobre cuatro pilares o elementos que justifican la historia responsable.

En primer lugar, la ya mentada constatación de que los ICTs son inevitablemente productores de conocimiento histórico sobre crímenes y conflictos violentos y sus contextos, y esto es importante en términos de los argumentos de “verdad y justicia”, del “derecho a la verdad” y de la “epistemología jurídica”, a la vez que conlleva una responsabilidad ineludible.

En segundo lugar, en virtud de que las narrativas producidas serán, por los motivos esgrimidos a lo largo del texto, selectivas e incompletas, el autor aboga por un compromiso con las virtudes de la precisión (accuracy) y la sinceridad (sincerity), esto es, respectivamente, de un lado, buscar la verdad con objetividad y método, abarcando hechos de contexto y circunstancias exculpatorias (no solo incriminatorias) e incluyendo una pluralidad de miradas, todo con el propósito de dar cuenta no sólo del qué (el crimen imputado) sino también del por qué, y, del otro, decir eso que se cree verdadero, buscado con esfuerzo argumentativo honesto explicitar públicamente los criterios de selección y jerarquización de cargos y hechos a investigar, reduciendo al máximo la discrecionalidad.

Tercero, las narrativas habrán de ser en la medida de lo posible auto-críticas (self-disruptive) y modestas, y reconocer por tanto las limitaciones derivadas de las lentes del derecho penal internacional y de la epistemología jurídica, y también reconocer, añade aquí el autor, el hecho de carecer de una formación en la disciplina histórica.

En cuarto y último lugar, una perspectiva responsable de la narración histórica debe reflejar el reconocimiento de que la sentencia, más allá de poseer un carácter definitivo, es un comienzo de discusiones más amplias sobre la historia, de que puede haber reinterpretación en el futuro y que jueces y fiscales no tienen la última palabra en materia histórica.

En suma, el libro contribuye al debate sobre el importante tema de la verdad histórica en los juicios por crímenes del derecho internacional. El análisis sucesivo, amplio e informado de las limitaciones y los sesgos propios de la tarea judicial (las lentes, los objetivos y las doctrinas del derecho, las reglas de procedimiento, etc.) aparece como un recorrido honesto en el que el peso de las dificultades parece no llevar agua para el molino de una escritura de la historia judicial. Pero allí está, como elemento ineludible, la constatación que sirve de base a todo el argumento: jueces y fiscales producen efectivamente verdad histórica, aun cuando no lo quieran así, y ese hecho no puede, no debe, ser omitido. De allí surge una responsabilidad inexorable; y por ello también, la propuesta normativa final, una suerte de ética de la labor judicial, resulta razonable.

Es cierto que los principios que componen la propuesta normativa no son novedosos o, al menos, describen las expectativas éticas y epistémicas que por lo general depositamos en cualquier órgano judicial, básicamente, que hagan su trabajo objetiva y metódicamente y que nos sean honestos. Pero Zammit Borda observa una deficiencia en ambos aspectos en la práctica de jueces y fiscales de los ICTs, aun cuando ha habido progresivas mejoras desde Nüremberg a la Corte Penal Internacional de hoy, pasando por los tribunales ad hoc de Yugoslavia y Ruanda, entre los ejemplos más destacados. En ese sentido, el libro plantea un debate que puede tener efectos prácticos importantes y necesarios.

En cuanto al reconocimiento que jueces y fiscales deberían hacer de las limitaciones propias del sesgo jurídico-penal y del carácter inicial y provisorio de la verdad histórica elaborada en los ICTs, creo que convendría enfatizar en algo que el autor menciona apenas al pasar: jueces y fiscales carecen por lo general tanto de una formación en la disciplina histórica y como de un ejercicio práctico de la investigación historiográfica. Tal vez sea posible encontrar buenas narrativas históricas redactadas por abogados, como también podría esperarse, si pudiéramos imaginar su legalidad, justas sentencias penales de parte de historiadores. Pero tendemos a creer que esa no se verificaría allí la regla de lo probable. Es en este punto donde, en virtud del recorte del estudio, las virtudes buscadas recaen en los individuos (jueces y fiscales) y la propuesta normativa resulta en una ética judicial que no parece requerir reformas institucionales para su realización. Si el tema fueran las instituciones, y siguiendo las mismas preocupaciones de Zamit Borda, acaso podría imaginarse la creación de una figura con autoridad que, a la par del juicio e independientemente de su desarrollo, se consagre exclusivamente a la narración histórica y, mejor aun, al trabajo de organización, protocolización y archivo de las evidencias y testimonios recabados en vistas a su más pronta accesibilidad por parte de investigadores de las ciencias sociales y humanas. Después de todo, no sería tan raro algo así si miramos los casos en los que el tratamiento del pasado violento se desarrolla en los propios países involucrados, donde las comisiones de verdad pueden acompañar, o seguir (o preceder) en poco tiempo al trabajo de los tribunales.

Por último, el foco puesto en jueces y fiscales, y en el aspecto de producción y no de recepción de la narrativa histórica, deja afuera una dimensión que consideramos relevante en estas discusiones: ¿a quién es dirigida la verdad histórica producida? Pese al acento puesto en que el valor de la narrativa histórica radica en que su finalidad es la comprensión de los sucesos relatados –el sentido, el por qué, y no meramente el qué forense–, no nos queda claro quién puede acceder a esa comprensión: ¿la opinión pública internacional, la comunidad académica (¿los historiadores, los juristas?), las partes del conflicto, víctimas y victimarios, las sociedades en las que se produjeron los hechos aberrantes? ¿Es indistinto el destinatario al momento de la producción de la narrativa histórica? No creemos que lo sea.

A pesar de su mirada restrictiva en cuanto al lugar de la verdad histórica en los juicios, en su libro sobre el juicio a Eichmann, Arendt hace una consideración que irrumpe en el hilo de su argumentación. Tras oír el testimonio de Zindel Grynszpan (que carecía de relación directa con los cargos contra Eichmann), un breve, directo y sobrio pero claramente estremecedor relato sobre cómo toda una vida se había visto destruida en cuestión de horas bajo el régimen nazi, Arendt confiesa que no podía evitar pensar que “todos y cada uno deberían tener el derecho a comparecer ante el tribunal”. Este es también un derecho a la verdad, a contar la experiencia subjetiva, a narrar lo que la Comisión de Verdad y Reconciliación sudafricana llamó la “verdad personal”, esto es, el storytelling. Esta verdad de la persona es también esencial para comprender, para sanar, para reconciliarse, para prevenir, y tiene un valor en y por sí misma. Y los sudafricanos también distinguieron, a la par del storytelling y de la verdad forense, una “verdad social” producto del diálogo, el intercambio y de la discusión entre los distintos actores de la sociedad y una “verdad restaurativa”, más cercana a la narrativa histórica de Zammit Borda, con la diferencia de que comprende los otros tipos de verdad mencionados.

A la luz de estas distinciones, podría decirse que la verdad necesaria para la comprensión es mucho más diversa y compleja que lo que el cotejo con la verdad historiográfica permite pensar, y esto es así especialmente allí donde dicha comprensión es urgente, necesaria, vital, es decir, en las sociedades que sufrieron los crímenes, las cuales deberían ser los principales destinatarios (y acaso productores) de la narrativa histórica. Zammit Borda no ingresa en estos asuntos (su objeto es otro), pero admite al pasar que ICTs y comisiones de verdad no son incompatibles, que pueden coexistir. De poder profundizar la investigación por esta vía, tal vez una primera pregunta que nos sugiere este buen libro de Aldo Zammit Borda es la que plantea, más allá de una ética individual de funcionarios judiciales, si el sistema penal internacional no debería concebir, o ser acompañado de, un sistema independiente consagrado a la verdad histórica con sus diferentes tipos y niveles, productores y destinatarios. Los órganos y las misiones del sistema internacional de derechos humanos orientados a recolectar, verificar, organizar y resguardar datos y evidencias sobre violaciones y crímenes contra los derechos humanos se han visto perfeccionados en las últimas décadas, incluso podría decirse que lo han hecho con mayor eficacia que el derecho internacional penal, y también pensando en contribuir con él (por ejemplo, con protocolos de recolección y protección de evidencias). Por estas razones, creemos que además de una apuesta ética sobre el desempeño de funcionarios judiciales de los ICTs, también podría pensarse en un mejoramiento institucional que no haga depender demasiado la narrativa histórica, derivada de los juicios, de las virtudes individuales.

    Déplier la liste des notes et références
    Retour vers la note de texte 13266

    1

    Aldo Zammit Borda, Histories Written by International Criminal Courts and Tribunals. Developing a Responsible History Framework, International Criminal Justice Series vol 26, Asser Press/Springer, 2021.

    Pour citer cette publication

    Martín, Lucas (dir.), « Historia y ética en los Tribunales Penales Internacionales », Politika, mis en ligne le 30/06/2022, consulté le 04/04/2023 ;

    URL : https://www.politika.io/index.php/es/article/historia-y-etica-los-tribunales-penales-internacionales