¿Cómo leer nuestros populismos?

Existe actualmente una controversia sobre populismo que se debe evidentemente al esfuerzo de reunir realidades muy diferentes bajo una misma categoría. Sea para razonar sobre la situación actual o para vincular históricamente las corrientes que la han reclamado. Pero ocasionada también por los usos de esta categoría, sospechosos de una intención descalificadora, a la que se responde bien con el rechazo, o bien con la recalificación.

El eje de la discusión es la democracia, a la que adherimos principalmente y cuyo populismo es como un test de adhesión. Pues si para la mayoría éste es una amenaza para las democracias; es también una amenaza, aún más perniciosa, cuando las democracias lo fabrican por y para sí mismas, sin que nada les obligue. Por consiguiente, su raíz está en el hecho de que son democracias. De ahí el dilema incesante que hace del populismo el campo de batalla entre moderados y radicales, institucionalistas e insurreccionistas. Demócratas todos, se acusan entre sí de no serlo lo suficiente, o no como se debería.

Para los unos expurgar la democracia de sus demonios supone combatirlos, prevenir su surgimiento, mientras que para los otros restaurar o preservar la auténtica democracia supone defenderla en la pureza de su núcleo. Sucede que los segundos acusan a los primeros de haber encontrado, en esta invectiva palabra, un arma soñada para el descrédito. Sucede también que los primeros acusan a los segundos de desacreditarse a sí mismos al aceptar lo inaceptable: el autoritarismo, la demagogia, el repliegue en sí mismos, la violencia, el racismo y el antisemitismo; toda la panoplia de rasgos que el populismo evidentemente conlleva.

“Dichas y desdichas de la democracia” es pues el título general de la obra interpretada sobre el populismo. Ahora bien, es posible dudar que ésta permita comprender lo que es la cuestión en realidad. La democracia es la palabra clave, demasiado poderosa como para permitirnos ver claramente. Su hegemonía es tan fuerte en la época moderna que en general se trata la referencia al pueblo como una evidencia, un gesto legítimo en sí mismo y resulta incorrecto cuestionarlo. La referencia se supone que es buena en sí; sus eventuales yerros se deben únicamente a la desestimación de la forma en la que se manifiesta la expresión de la soberanía incontestable del pueblo. Es el precio que se paga al pensar únicamente en la democracia.

Un modo de referencia al pueblo

Procuremos sin embargo desoír la totalidad de nuestros prejuicios, incluidos los más favorables y los más confortables. Se puede notar entonces que interrogarse sobre el populismo es situarse un poco más arriba: es cuestionar el modo de la referencia. Es preguntarse en qué condición el pueblo es algo que puede hablar, expresarse, aparecer como sujeto discursivo. El populismo, en efecto, no es una tesis sobre lo que es el pueblo, ni sobre los medios de los que éste dispone para ejercer su poder. Es, y ésta es solamente una manera de referirlo, hacerlo existir referenciándolo.

Es por esto que denota más un estilo político que una posición política1. Para nosotros hoy, es un hecho, toma los rostros más diversos y contradictorios. No hay nada de sorprendente en ello, siempre y cuando no se busque en él algo distinto a un estilo. El socialismo, el conservadurismo y el liberalismo, las grandes ideologías modernas, comprometen mucho más: una forma de sociedad, de principios de justicia, una norma según la cual las leyes comunes deben pensarse y constituirse. No es denigrar al populismo reconocer que no interviene en el mismo nivel: aun cuando se le asigna una racionalidad propia, ésta no declina en un ideal social, un proyecto de sociedad tal como puede serlo un ideal socialista, liberal o conservador. Cuando se pregunta “¿usted es populista?” e incluso si responde sí –“lo asumo”, como clamaba Jean-Luc Mélenchon2– no se espera una construcción de este tipo. Se espera en cambio que explicite su uso de la referencia al pueblo. Que diga por ejemplo porque su populismo lo lleva a posturas principalmente socialistas, liberales o conservadoras. En esta exhibición de la referencia al pueblo, se espera que muestre la forma en la que toma consistencia, como la toma un material, en el discurso que se promueve o al que se adhiere: se espera que el pueblo se encuentre, se encarne, se reconozca en lo que se ha llamado verdaderamente populista; y que se lo reconozca en ese reconocimiento.

Ese punto de la encarnación y reconocimiento del pueblo es en el que debemos poner nuestra atención. El populismo es el pueblo convocado o invocado, no es el pueblo consultado, analizado o el pueblo retomándose en su composición interna, como sociedad política de algún tipo. Es el pueblo masificado, precipitado, condensado eventualmente en su líder, quien más que representarlo lo presentifica. La cuestión mayor es en efecto la de una presencia colectiva manifiesta, dispuesta para la percepción común. Lo que cuenta, el núcleo del populismo, es la presencia del pueblo a sí mismo y a los otros, aquellos que no son del pueblo, sean los que lo traicionan –las élites corruptas, o simplemente las élites–, sean quienes sean ante la mirada de quien lo reúne y lo hace probarse en tanto pueblo, en un comprobado déficit de pertenencia.

Para los defensores del populismo, esta dimensión de exclusión o exclusivismo no carece de virtud: permite denunciar el conflicto donde la política adquiere sentido y no se vuelve peligrosa sino al dejar de ser democrática3. Digamos en todo caso que hay que desviar mucho la mirada para abstraer los riesgos en los que se incurre. El fondo del problema es que el populismo es inseparable de una proposición de homogeneidad: construye, es decir confirma la identidad bajo la forma de una presencia reivindicada a sí misma, hogar de una fuerza reencontrada. En la exclamación de Mélenchon que he retomado –“¿Populista? Lo asumo”– se entiende: asumo serlo y adopto la posición de aquel que dice “nosotros, el pueblo”, exclusivamente contra ustedes que no lo son.

El reactivo pueblo-nación

En estas condiciones, debe ser claro que, para pensar los populismos, hay que examinar menos el concepto de democracia que el de comunidad política; bajo el ángulo de los procedimientos de identificación y de fabricación de identidad colectiva legítima que esta implica. Ahora, en esta vía no se encuentra la democracia sino más bien la nación. Ambos conceptos, en la época moderna, desde las revoluciones americana y francesa (aunque de manera muy diferente) están vinculados. Sin embargo, son distintos, ofrecen perspectivas divergentes sobre la política moderna.

La elección que se impone es la siguiente: o bien se ve al populismo bajo el ángulo de los dilemas de la democracia como régimen, se le reconduce a las trampas de la representación, a las mediaciones y procedimientos de la forma democrática. O bien el enfoque se pone en lo que éste traduce de las identidades nacionales en el sentido moderno, con los procesos sociales que le subyacen. Desde el momento en que el interrogante se plantea sobre la invocación al pueblo como polo, la dirección elegida es la segunda vía. Se sale así de la gran división habitual “Dichas y desdichas de la democracia”, para entrar en otro tipo de razonamiento, a la vez más sociológico y más histórico. Ésta aproximación está animada por un interrogante que puede formularse así: “¿Cómo funciona el reactivo pueblo-nación en las sociedades modernas?”. Quisiera explicarme sobre el sentido de esta fórmula y la forma en la que creo que es pertinente utilizarla.

Para comenzar, subrayemos que el populismo es un fenómeno relativamente reciente. No tiene sentido en una política premoderna, en un sistema de Antiguo Régimen, en un pensamiento prerrevolucionario. Al mirar la historia se constata que su punto de aparición se sitúa en los imperios en descomposición –por ejemplo, el populismo ruso, del que hablaré en un momento– acompañando como una sombra el difícil avance de los estados-nación. Hoy la situación, cierto, ya no es la misma: no es una gestación impedida, ni una crisis de crecimiento que llama la atención, sino más bien una recomposición sobre el fondo de un debilitamiento. Los populismos contemporáneos, donde sea que se les sitúe, deben su vigor a un contexto de este tipo: la reacción a un declive programado más que al traumatismo de un nacimiento o los dolores de una crisis de crecimiento. Dicho de otra forma, es en el momento en el que múltiples causas debilitan los estados-nación: liberalización extrema de los mercados, catástrofes ambientales, movimientos migratorios, normas supranacionales, distensión extrema de las redes de interdependencia; que los populismos tienen el viento en popa. Surgen, aparentemente como una revuelta de la vieja forma que parece buscar, y encontrar en ellos, una nueva salud. Con frecuencia reaccionarios, son de todas maneras reactivos. Se trata de saber si, siendo reactivos, pueden ser otra cosa que reaccionarios.

La cuestión se plantea porque el populismo se sitúa en el cruce exacto de dos reacciones mayores traídas por el impulso liberal que trastocó las sociedades europeas entre los siglos XVI y XVIII. Este impulso se expresó política y económicamente en las revoluciones burguesas, como revolución de derechos y como revolución en el intercambio y la producción; revolución política y revolución comercial e industrial que trajo consigo las dos reacciones que son el conservatismo y el socialismo.

En general se admite que sólo el conservatismo merece el calificativo de reaccionario. Es verdad políticamente, pero en un sentido estrecho de la visión política, que hay que superar para capturar en su globalidad el sentido ideológico moderno. No reaccionario, sino reactivo, también es el socialismo. El desafío tanto para una corriente como para la otra es responder al peligro de disolución de las sociedades que han iniciado un proceso de diferenciación interna, de desmoronamiento de los antiguos colectivos de pertenencia, de individualización de los sujetos y de incremento de la producción. Modernos como somos, estamos necesariamente supeditados, ocupados y golpeados por el liberalismo bajo todos sus aspectos, ésta es una condición que no tiene sentido negar. La alternativa no es menos clara entre las dos vías reactivas a este impulso necesario. Una se esfuerza en reproducir la homogeneidad y en frenar el proceso a través de apegos de segundo plano: la reactivación de vínculos naturalizados en el seno de agrupaciones particulares que el liberalismo se ensañó en disolver, el conservatismo es de este tipo. Invocación de la historia ancestral, las afiliaciones y los marcos heredados, la nación histórica; es en este sentido que se define. La otra al contrario; la reacción socialista busca la cohesión hacia adelante: se esfuerza por organizar la diferenciación, por despejar las formas de solidaridad y las nuevas normas colectivas que pide esta dinámica histórica. El socialismo juega plenamente el juego del proceso moderno que él mismo quiere, contra el liberalismo: despejar la normatividad social intrínseca, aquella que se descifra en las esperas de justicia emergente en la diferenciación y en las relaciones de clases que resultan de ésta. Cuando se ocupa y se compone con la identidad nacional, es entonces reconfigurarla como constructo social y no como herencia naturalizada.

El populismo interviene en esta escenografía. Tiene su lugar como motivo diseminado, cuya aparición no es del todo aleatoria, sino que obedece a una lógica específica, más difícil de discernir. En la modernidad, el populismo figura en suma como la pura expresión de la reacción, sea cual sea su lugar de aparición y sean cual sean sus razones. Traduce y condensa lo que hay de puramente reactivo en el movimiento moderno, donde sea que se encuentre e independientemente de sus orientaciones. Es por esto que puede nacer tanto en la derecha como en la izquierda y apoyarse en cualquier clase social. Puede incluso insinuarse en el seno del liberalismo, proyectando en éste la reactividad, es decir, tiñéndolo de motivos nacionalistas. Esto debido a que es un efecto colateral del juego incesante de reacción y contra reacción que estructura el desarrollo político-ideológico que nos define. Ni socialista, ni conservador, puede ser alternadamente o conjuntamente el uno y el otro; puede incluso llevar los indicadores del individualismo liberal, siempre y cuando estos indicadores sean compatibles con su corazón reactivo.

Es que el populismo no razona en términos sociales. Su lógica se resume integralmente al díptico pueblo-nación. Es en la conjunción de estos dos términos, que no se confundan, que tiene su auge. Las sociedades modernas y los ideales según los cuales deberían estructurarse no son su asunto. Su reacción es expresiva, no analítica. Ésta emerge y se fija en prueba de la injusticia: es ayudado por esta prueba, desde esta experiencia, que el populismo hace presente al pueblo en el seno de la nación, como su lugar de verdad y de veracidad. El pueblo del populismo no es otra cosa que el colectivo reaccionando y dibujándose a través de esta reacción. Es la parte de la comunidad política moderna donde se condensa el conjunto de lesiones que sufre, de ahí toma el poder para expresar la verdad de todo, es decir la verdad por el todo. Verdad que no se deduce entonces de un análisis o de una comprensión de las relaciones sociales en las que nacen las lesiones, sino de la comunidad de pruebas que llegan a constituir. De ahí nace el carácter abigarrado, sociológicamente variable, del pueblo del populismo. De ahí viene que haya un populismo de los ricos como hay un populismo de los pobres, e incluso un populismo que mezcle unos y otros en una misma prueba de lesión subjetiva. De ahí nace sobre todo su modalidad de existencia conflictual, su carácter adversativo, su exclusivismo.

Rassemblement en faveur de Donald Trump, 2017
Manifestation des "Gilets jaunes" à Tours, le 19 janvier 2019

Manifestación a favor de Donald Trump en Washington, el 4 de marzo de 2017, y manifestación de los "Chalecos amarillos" en Tours, el 19 de enero de 2019.

Manifestation en faveur de Jair Bolsonaro, 2019
Militants d'Aube dorée à Athènes, 2015

Manifestación a favor de Jair Bolsonaro (2019) y partidarios de Amanecer dorado en Atenas (2015).

Tantos movimientos identificándose diversamente con “el pueblo”.

Pues hay muchas maneras de mencionar al pueblo, de hacerle referencia. En la época de los Estados-nación una de las referencias posibles es la referencia populista, la invocación o la expresión populista. Evidentemente no es la única, el populismo no tiene el monopolio de la semantización de la palabra pueblo, que desde las revoluciones es objeto de un combate incesante4, combate en el que de nuevo las tres ideologías entran constantemente en competencia. El pueblo de los socialistas no es el mismo de los liberales, ni de los conservadores. Lo que también ha variado, durante estas semantizaciones, es la forma en la que la identidad nacional se ha declinado. La nación, en el sentido moderno, es la comunidad política del Estado; aquella que se subsume en el Estado, y en congruencia con él, todas las pertenencias particulares: familiares, religiosas, profesionales o culturales. Es pasando por el tamiz nacional, en otras palabras, que el pueblo adquiere su legitimidad de fundación de poder del Estado.

Esto se expresa antes que nada en la educación. La educación nacional, en el sentido moderno, está lejos de ser un servicio público o un derecho social como los otros. Es posible apoyar que se trata de la institución política fundamental. Es pues el procedimiento que tiene como objetivo depurar políticamente la entidad “pueblo”: de volverla apta para el ejercicio de la soberanía, de des-etnizarla para politizarla. Cierto, aún aquí los liberales, socialistas y conservadores se hacen una idea muy diferente de este tamiz educativo nacional de formación del pueblo: educación en el pasado nacional para los conservadores, educación en las competencias valorizables en el mercado para los liberales, educación en el conocimiento de la sociedad para los socialistas; las dominantes se distinguen y se oponen. La escuela es un campo de lucha ideológica, se dé cuenta o no. El populismo por su parte no se preocupa, salta esta lógica. Su forma de componer el díptico pueblo-nación, su individuación del pueblo en la nación como la parte descuidada de la nación que expresa la verdad, sigue un camino completamente distinto: el camino de la identificación, radicalmente contrario al de la formación.

Un principio de identificación

Para terminar me gustaría ilustrar, retrocediendo a los orígenes del populismo, el presente; aclarándolo a partir de éstos. Es muy significativo que el populismo haya nacido en Rusia y que haya nacido como una respuesta esencialmente expresiva, literaria y cultural a un impase histórico. En el Este la modernización política y la construcción nacional aparecieron a la intelectualidad ilustrada, alimentada del pensamiento de la ilustración francesa y alemana, bajo el signo de un fracaso insuperable. Toda nación moderna se construye a partir de condiciones socio-históricas definidas. Estas varían según el país: encuentran más o menos dificultades y escollos, pero pase lo que pase tienen un perfil común. Una cierta fluidificación de las relaciones sociales, una movilidad social ya iniciada, dinámica al seno de la cual la burguesía, sin importar el contexto, es llamada a jugar un rol principal. En efecto, es a bordo de esta clase, a través de su lucha por hacer caer las limitaciones que la frenan, que llega a tomar los ideales universalistas en los que las exigencias de justicia de la sociedad en conjunto deben poder enunciarse. Para esto es necesario que las divisiones por cuerpos y barreras estatutarias pierdan su rigidez, y que las posiciones de poder y funciones dirigentes dejen de estar reservadas a las clases aristocráticas5. En resumen, la nación moderna debe su unidad a un proceso complejo de transformación de una sociedad de cuerpo en una sociedad de clases, con la movilidad social y el proceso de homogeneización cultural indisociables de una transformación de esta magnitud, sin prejuzgar la nueva polarización que resultará de esto.

Evidentemente no puedo extenderme sobre este proceso, será suficiente con tenerlo en la cabeza para captar la imposibilidad rusa de donde salió por primera vez el populismo, bajo la pluma de los intelectuales burgueses derrotados, perseguidos, enfrentados a un muro y llevados a su inutilidad. “Los inútiles y los irascibles”, es el título de uno de los textos más importantes de Aleksandr Herzen, el padre del populismo ruso6. Lo que allí dice es toda la cólera acumulada, no tanto en el descalificamiento como en la incapacidad de la burguesía para constituirse en clase, y tomar un lugar en la secuencia por la cual, para bien o para mal, toda nación moderna se engendra, se forma como sociedad política estatizada y nacionalizada.

Alexandre Herzen

Aleksandr Herzen, entre 1865 y 1870

Fotografía de Étienne Carjat

Herzen hace sobre su país el siguiente diagnóstico: no hay realmente clases en Rusia. Rusia, le escribe a Michelet, es ante todo un pueblo que no lee, una inmensa población impermeable al proyecto educativo que anima la politización del Oeste7. Es una nobleza radicalmente ajena tanto a la burguesía como al pueblo, desconectada de la totalidad de la sociedad a la que oprime. Entre la nobleza y el pueblo tienen lugar los “inútiles y los irascibles”. Pero éstos se ubican como cuando uno se cae en un abismo. Únicamente les corresponde la literatura, es decir la pura expresión. Solamente la literatura, dice Herzen, puede dirigirse entre el campesino y la “Rusia-mentira”, la “Rusia cólera”, la “Rusia oficial”8. Sólo la creación literaria puede poner al pueblo subjetivamente presente, aún cuando éste no la leerá: no más en todo caso, que la nobleza replegada en el ejercicio de su propio poder implacable. Los inútiles y los irascibles actúan entonces por la literatura: escribirán para el pueblo mudo que sufre, o más bien “escribirán” este pueblo, le darán un cuerpo literario sólo para presentificarlo. Se esforzarán en hacer justicia a su pureza absoluta dado que toda corrupción no existe sino al otro lado del espectro, del lado de las élites, del lado de la Rusia-mentira.

Contrariamente a lo que sucede en el Oeste, el problema no es la educación nacional del pueblo: simplemente es, pero es toda su fuerza, de presentificación y amor del único y verdadero colectivo nacional, masificado y santificado en un mismo movimiento. El deber de los intelectuales se das desde este giro sacrificial: tendrán que consumirse a sí mismos, inútiles e irascibles en su amor iracundo del pueblo oprimido. Deberán fundirse en él, sacrificarse por él, con el fin de que Rusia advenga. Marx trató a Herzen con el desprecio que le inspiraba toda reducción del socialismo al nacionalismo, pero Lenin comprendió mejor el poder revolucionario del que se cargaba este extraño reactivo pueblo-nación, llevado por los intelectuales burgueses que consentían en abolirse ahí9.

Hoy estamos lejos de los populistas rusos. Cuando pensamos en el populismo, ya no pensamos en las reacciones sucitadas por un imperio en declive, en los hogares explosivos que crecen en su seno, del hecho de su nacionalización imposible. Pensamos más bien en las reacciones nacionalistas, en las fetichizaciones identitarias agitadas por nuestros demagogos, o bien del lado de los defensores del populismo, en los mecanismos de contracción, de construcción de equivalencias de los pedidos de justicia dispersados con el fin de hacer ceder una dominación institucionalizada, de intervenir en la lucha por la hegemonía. Queda sólo el populismo ruso, por la singular acentuación que ofrece, por la claridad enceguecedora de su referencia al pueblo, que dispone de una serie de rasgos que no nos son desconocidos.

Primeramente, su doble mirada, hacia lo bajo y lo alto, donde se lee por un lado el amor de lo ineducable y por el otro el odio del ineducado. En el anti-elitismo populista se percibe la manifestación más profunda de su fuerza. Pues la élite, la verdadera, siempre es sorda. Estúpida detrás de sus facciones armadas, su cultura no es tal, su modernización no es sino una consolidación de su poder, el aparato de su potencia. Está fuera de la sociedad. Literalmente, es lo que no es el pueblo. Toma toda su consistencia de esta única negación, traducida en opresión. En cuanto a lo que el pueblo es, positivamente, no se puede decir al exterior de él, pues todo lo que está fuera se encuentra marcado por el sello de la corrupción o de la inutilidad. Esto se dirá necesariamente en coincidencia con él, en un impulso de adhesión10. Esto dependerá de una identificación, el pueblo es y no es lo que se vive como pueblo, que exige en esto que nos identifiquemos. Naturalmente en una sociedad compleja y diferenciada muchos discursos de este tipo pueden surgir, traídos por grupos muy diferentes. Igualmente fundados o infundados están llamados a entrar en competencia los unos contra los otros y a enfrentarse. Hoy tenemos populismos porque tenemos pueblos, no etnias diferentes sino diferentes formas de decir bajo el vocablo del pueblo el fracaso de la totalización nacional. Muchas propuestas de identificación.

Lo que nos enseña el ejemplo ruso, mejor y más que cualquier otro, puede ser simplemente el movimiento del que procede este vértigo populista. Así es posible esperar a que se reforme cada vez que se ahonde en las relaciones constitutivas de una sociedad nacional, un vacío que sólo se puede sobrellevar por la identificación, por construcción y proyección de la identidad puesta a prueba subjetivamente. Identificación que se erige en el mismo lugar y espacio de una intelectualización útil, es decir, de una comprensión de las relaciones sociales que sería apropiable por todos y transmisible a todos, tanto a la s élites como a las clases populares y clases medias.

Por la educación nacional

El enajenamiento entre las partes de la sociedad se expresa con mayor evidencia que en cualquier parte en el cara a cara entre el ineducable y el ineducado. Un cara a cara orquestado por los educadores inútiles e irascibles, enojados y desheredados. También nosotros tenemos, no hay que dudarlo, nuestros inútiles y nuestros irascibles. Tanto ayer como hoy, lo que hace el terreno fértil del populismo es la comprobada inanidad del dispositivo educativo común, que sólo sustrae de las trampas de la identificación la palabra “pueblo”, sólo le extrae el sentido que siempre corre el riesgo de asumir, en la época moderna de la presencia propia en la prueba subjetiva de la injusticia. Sin educación común no hay pueblo, entendido como instancia política en formación, educado por la conciencia social de sí mismo en la aptitud de hacer su propia ley.

El populismo de hoy es sin duda más proteiforme y menos extremo que el populismo ruso. También está menos justificado, es por eso que raramente se presenta en primera persona. En todo caso, quisiera terminar con esto, es seguro que hemos entrado en una época en la que sus manifestaciones proliferan, en la que su nombre propio gana terreno constantemente. En fin, se le asume cada vez más y cada vez con más facilidad. Gana terreno no tanto porque los Estados-nación estén en crisis, sino porque responden mal a sus crisis. Quiero decir que ante las evoluciones sistémicas que relativizan cada vez más el ejercicio de la soberanía nacional, optan por la peor solución: la retractación y el abandono de su tarea de educación nacional, que no tiene vocación de ser, al contrario de lo que se cree en una reflexión rápida, una educación en la nación, como si ésta constituyera un tesoro identitario fijo y listo para la ingestión, sino una educación en el conocimiento de las reglas que hacen que las nuevas solidaridades puedan formarse, en las naciones y más allá de éstas.

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1

Ver el libro del colectivo “Grupo de estudios geopolíticos”. El estilo populista, Paris, Ediciones Ámsterdam, 2019.

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2

Sobre esta exclamación, ver el artículo de Pierre Birnbaum “La parábola de M. Mélenchon”, Critique, dossier “Populismos”, No 776-777, 2012, p. 110-118.

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3

Este es el argumento del principal teórico defensor del populismo, Ernesto Laclau. CF. La razón populista. México, Fondo de Cultura Económica, 2005.

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4

Sobre los desafíos filosóficos de la historia moderna de la categoría, ver: Gérard Bras, Les Voies du peuple. Éléments d’une histoire conceptuelle, Paris, Ediciones Amsterdam, 2018.

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5

Para una visión sociológica de esta transformación a escala de las sociedades europeas, ver: Norbert Elias, Les Allemands. Barbarie et «dé-civilisation» (tr. fr. M. de Launay et M. Joly), Paris, Le Seuil, 2017.

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6

Ver: Alexandre Herzen, Essais critiques (tr.fr. A. Garcia, prefacio de S. Lischiner), Moscou, Éditions du Progrès, 1977, p. 321-335.

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7

Alexandre Herzen, Essais critiques (tr.fr. A. Garcia, prefacio de S. Lischiner), Moscou, Éditions du Progrès, 1977, p. 218.

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8

Alexandre Herzen, Essais critiques (tr.fr. A. Garcia, prefacio de S. Lischiner), Moscou, Éditions du Progrès, 1977, p. 215.

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9

Sobre este tema ver: Korine Amacher, « “À la mémoire de Herzen” : l’année 1912 », Revue des études slaves, t. 81, fasc. 4, 2010, p. 475-489.

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10

Cf. Franco Venturi, Les Intellectuels, le peuple et la révolution. Histoire du populisme russe au XIXe siècle (tr. fr. Viviana Pâques), t. 1, Paris, Gallimard, 1972. Ver particularmente los capítulos sobre el movimiento intelectual de los años 1860, sus entusiasmos y decepciones que inclinan el populismo hacia el nihilismo.