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El punto ciego de la historia

(Universidad de Valencia - Departamento de Historia Moderna y Contemporánea )

Javier Cercas

Javier Cercas nació en 1962 en Ibahernando, un municipio de la provincia de Cáceres, en Extremadura. A la edad de cuatro años, la familia emigra a Gerona, en Cataluña, en donde su padre ejercerá la profesión de veterinario.  Con posterioridad, Cercas marchará a Barcelona para iniciar y completar estudios de Filología Hispánica. Cursará la carrera en la Universidad Autónoma de Barcelona, en donde se licencia en 1985. En 1987 inicia un estancia de dos años en la Universidad de Illinois. Será allí, en Estados Unidos, en donde escribe su primera novela, El móvil (1987). A su vuelta, en 1989, comenzará a trabajar como profesor, ocupando una plaza en la Universidad de Gerona. También iniciará una colaboración regular en distintos periódicos, escribiendo algunas reseñas y algún que otro suelto. Desde esas fechas, Cercas es colaborador habitual de El País, en su edición catalana, y posteriormente del suplemento dominical del periódico (El País Semanal).

Hasta el inicio del nuevo milenio, Javier Cercas es un escritor escasamente conocido en España y fuera de España. Es un novelista que tiene algunas obras en el mercado y que han funcionado con ventas muy discretas. No obstante, su circunstancia cambia con la publicación de Soldados de Salamina, obra que aparece en 2001. Esta novela lo convertirá en un escritor reconocido en España y fuera de España, incluso mundialmente conocido. La obra recibe críticas elogiosas de escritores consagrados como Mario Vargas Llosa, J. M. Coetzee, Doris Lessing y Susan Sontag, entre otros. Las ventas de dicha novelas serán numerosísimas, permitiéndole dedicarse por entero a la literatura. Actualmente sigue en nómina de la Universidad de Gerona con un contrato especial de escasas horas docentes que le permite mantener su condición de profesor.

Su siguiente novela, La velocidad de la luz, en 2005, cumplirá  las expectativas que sobre él se vuelcan. Reválida, pues, su habilidades como escritor de talento. Con dicha obra obtendrá diferentes galardones. Las novelas siguientes confirmarán su trayectoria ascendente y sus logros entre la crítica y el gran público, con aprecios, respaldos y polémicas. Nos referimos a Anatomía de un instante (2009), Las leyes de la frontera (2012),  El impostor (2014) o El monarca de las sombras (2017).

En todas ellas muestra un gran interés por el pasado español, por la Guerra Civil, por la Transición a la democracia, por la vida tras la dictadura. En sus obras aislé haber una pesquisa, una búsqueda de ese pasado, por parte de algún personaje-narrador que se implica en esa investigación comprobando, verificando, que el pasado no ha pasado y ni siquiera es pasado. Javier Cercas escribe “relatos reales” o novelas sin ficción o sin apenas ficción.

Asociación de Historia Contemporánea

La Asociación de Historia Contemporánea (de España) se fundó en 1988 con el fin de promover la investigación, la enseñanza y las publicaciones relacionadas con la historia contemporánea. Según puede leerse en sus estatutos, la entidad tiene por tareas facilitar el intercambio de información entre sus asociados, impulsar la realización de encuentros académicos, estimular la preservación de fuentes históricas y establecer acuerdos institucionales con entidades españolas y extranjeras constituyen otros tantos objetivos de nuestra entidad. Para hacer efectivas estas metas, la Asociación de Historia Contemporánea cuenta con su propia página web, publica anualmente cuatro números de la revista Ayer y organiza un congreso bienal que coincide, además, con la asamblea general de socios.

El área de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha organizó entre el 21 y el 23 de septiembre de 2016 la XIII edición del congreso bienal de la Asociación de Historia Contemporánea. Se tituló La Historia, lost in translation? consolidó y sometió a discusión y debate treinta y tres paneles, dirigidos por noventa y un coordinadores, que sumaron un total de cuatrocientos doce textos elaborados por cuatrocientos cincuenta y dos congresistas de diferentes nacionalidades. El acto inaugural de este congreso, el 21 de septiembre de 2016, fue una conversación pública entre el escritor Javier Cercas y el historiador a Justo Serna sobre la ficción y la investigación :sobre la novela y la historia. Esa conversación debidamente editada es la que, más abajo, se transcribe. Las labores de transcripción corresponden a Marta Serna. Las de edición también a ella y a Justo Serna. Finalmente, todo el texto ha sido revisado y, en su caso, corregido y retocado por el propio Javier Cercas.

Muy buenos días. Es un placer estar aquí, esta mañana, con todos ustedes en un acto como éste, un acto que inaugura en este mes de septiembre de 2016 el Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea. En Albacete. Es cosa corporativa, pues. Y es cosa instructiva.

Este acto y estas palabras que ustedes pueden seguir forman parte de la conversación que ahora mantenemos Javier Cercas y yo mismo, un diálogo que se remonta ya a muchos atrás. Es un debate que mantienen un novelista y un historiador o, si prefieren, es la interlocución de dos oficiantes que se tratan profesional y amistosamente: uno, dedicado a la historia y el otro..., pues el otro a la ficción. O no tanto. Porque Cercas se inclina cada vez más por la novela sin invención y yo, humildemente, me atrevo a ciertas licencias propias de la ficción. Permítanseme unas palabras que puedan servir para introducir este diálogo.

Si nos fijamos, el título de este Congreso es muy raro y provocador: La Historia. Lost in Translation. Como ustedes saben, dicho rótulo es una cita, una referencia explícita a la película homónima de Sofia Coppola: Lost in Translation (2003).

Si recordamos, en el momento del estreno, el film provocó la adhesión del público y de la crítica. Sofia... Coppola... Hubo unanimidad. En fin, si no hemos olvidado, en esta película se presentan y se tratan aspectos verdaderamente importantes, asuntos graves que tienen que ver con la soledad humana.

Por supuesto son temas demasiado profundos como para desentrañarlos aquí, a vuela pluma. Pero el título – ese título tan interesante – nos puede servir de arranque o de acicate en un acto protocolario y sustantivo. Nos puede valer para empezar esta conversación entre Javier Cercas y yo mismo.

Reparemos en Lost in Translation. Nada más verlo, el tríptico que anunciaba el Congreso me recordó concretamente una fórmula empleada por el antropólogo norteamericano Clifford Geertz. Clifford Geertz tiene un libro que se titula Conocimiento local y en uno de sus capítulos, el enunciado, el epígrafe, es “Hallado en traducción”. O sea, justamente al revés: no perdido la en traducción, sino hallado en traducción. ¿Qué es lo que abordaba Clifford Geertz que aquí nos pueda interesar? ¿Qué asuntos analizaba que efectivamente tengan que ver con lo que hoy nos convoca?

Aquello de lo que hablaba Clifford Geertz era del proceso, del acto de investigación que cualquier antropólogo o cualquier historiador efectivamente desarrolla y emprende cuando se enfrenta a un objeto extraño, un objeto de conocimiento del que de entrada ignora todo o del que apenas tiene datos. ¿Qué hacer?

Lo que tiene que hacer es captar justamente el comportamiento ajeno, esas rarezas que no le son familiares. Dicho en otros términos, lo que el antropólogo y el historiador deben hacer es averiguar cuáles son las diferentes reglas y los diversos valores de los individuos, de unas gentes que se conducen en un mundo y en una sociedad totalmente extraños a los del investigador. Es una tarea encomiable. No das el mundo por hecho y evidente. Al contrario, la Tierra es pasto de la diversidad. Estamos rodeados por gentes que no piensan como nosotros, por comunidades que nos son ajenas.

Frente al pesimismo o al fatalismo del título cinematográfico (Lost in Translation), el antropólogo Geertz postulaba algo distinto y positivo. La pesquisa, de la índole que sea y signifique lo que signifique, siempre es descubrimiento, pues nos aporta algo imprevisto: lo encontrado en la traducción, un hallazgo operativo.

¿Eso qué significa? Quiere decir que toda averiguación, histórica o antropológica – toda indagación acerca del pasado o de lo diferente – implica traducir. Propiamente: es una forma traslaticia, pues supone traer al presente aspectos que no nos pertenecen o que no forman parte de nuestra circunstancia o cultura. O dicho en otros términos paradójicos: investigar es siempre sacar las cosas de sitio, de quicio.

¿Y eso? Sacar las cosas de quicio es ponerse en contexto incómodo, es bordear o rebasar lo normal para acceder a lo extraño o lo imprevisto. O, en otros términos, sacar las cosas de su marco, sí, pero habiéndolas circunstanciado previamente. Por tanto, implica averiguar cuáles son los límites históricos y culturales que conciernen al objeto tratado.

Punto y aparte

Estamos con Javier Cercas. Javier es un escritor célebre, justamente célebre, afamado, que provoca el entusiasmo o la adhesión o la reacción de los lectores cada vez que publica una obra nueva. Creo que puedo ser indiscreto y anunciarles que a la altura de febrero de 2017 aparecerá una nueva novela suya, de la que no revelaremos el título [aparecerá en efecto en la fecha prevista con el título de El monarca de las sombras]. Por tanto, seguidores y críticos ya pueden ir haciendo la reserva de sus respectivos ejemplares. Pero dejemos esta obra aparte.

¿Qué es lo que trata Javier Cercas en sus obras que nos pueda atraer a los historiadores? Creo que en principio los de nuestro gremio debemos interesarnos por las novelas, por lo que los novelistas escriben. Así, en general. Pero en el caso de Javier Cercas la cosa es más grave o decisiva: en sus novelas hay o suele haber una pesquisa sobre el pasado, ese pasado español con individuos torturados y malquistados.

Nuestro novelista concibe ficciones o narraciones en donde alguien, muy frecuentemente un sujeto parecido al autor – un narrador que tiene ciertas concomitancias con el autor empírico, llamado Javier Cercas – emprende una investigación sobre actos y hechos pretéritos. Y sobre todo desarrolla una investigación que se refiere a un gesto mayor o menor, un gesto heroico o perverso, un gesto que resulta de entrada inexplicable o indescifrable.

Ahora bien, las novelas de Javier Cercas son mucho más que eso. Por supuesto están escritas con suma destreza, con un ritmo sintáctico envolvente, con una trama cuyo enigma seduce. Pero no olvidemos el asunto fundamental: las novelas de Cercas son ese proceso de pesquisa que el narrador emprende y que nos cuenta precisamente a los lectores. El proceso puede ser un fracaso, una idealización, pero generalmente es algo así como una averiguación policial. Algo excitante.

Por eso, cuando abrimos una novela de Javier Cercas y emprendemos el proceso de lectura deberíamos decirnos algo que parafrasea el famoso íncipit de Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero. Lo parafraseo, en efecto. Querido lector, estás a punto de leer la nueva novela de Javier Cercas. Enciérrate en tu habitación, di que apaguen la tele, procura que no haya ruidos y sumérgete completamente en el universo ficticio, o no tan ficticio de Javier Cercas.

O no tan ficticio, en efecto, porque un elemento característico del que ahora trataremos, es que en sus historias siempre hay un elemento real, un episodio cierto. Siempre. Incluso esas historias de Cercas podemos denominarlas, como él mismo las calificó, de “relatos reales”. Eso significa e implica que buena parte de los hechos que él trata en sus novelas y que son objeto de narración son acontecimientos menores o no tan menores, verdaderamente ocurridos en épocas distintas del pasado español. Son episodios o comportamientos que le sirven, precisamente, para poder contrastarse, compararse, examinarse. Creo que las novelas de Javier Cercas son una auténtica fuente de conocimiento: de descubrimiento y de discernimiento.

Justo Serna: Por ello, por todo ello, para empezar, si me lo permites, Javier, yo quería preguntarte sobre una figura que está prácticamente en todas tus novelas y que es un elemento esencial de tu literatura. Me refiero a la figura del héroe. Ya sé que es la pregunta de rigor, pero no puedo evitarla.

En esa pesquisa o averiguación del pasado, tú no escribes una novela histórica en el sentido tradicional del género. Lo que haces es otra cosa: escribes una novela literalmente actual, una novela hecha y concebida desde el presente, pero en la que el narrador se interesa por algo remoto que le concierne, por alguien que obró en otro tiempo provocando admiración o rechazo, alguien del que no sabemos gran cosa.

¿Qué cosa? Pues cuáles fueron los motivos que le llevaron a obrar. Con el narrador descubrimos el acto y un sentido heroico, titánico, quizás de redención. Un acto heroico que en efecto lo salva o un acto extraño, incomprensible, que, insisto, nos concierne. ¿Crees que es sensato lo que te planteo, Javier?

Javier Cercas: Totalmente sensato.

Antes que nada, quería agradecer a los organizadores por haberme invitado a estar aquí, aunque no sé si agradecerlo del todo porque me siento un poco fuera de juego. De verdad. Yo soy sólo novelista, un novelista. Es cierto que he trabajado valiéndome de la historia, a veces intensamente. La ficción pura, por otro lado, no existe. Eso es un invento de gentes que no saben qué es la ficción. Y es verdad que también he hecho mis cosas, mis proyectos, como académico, pues me he ganado la vida en la Universidad, como ustedes, al igual que muchos de ustedes, y eso, esa experiencia, ha sido muy útil para mis libros. Pero, en fin, no soy historiador. Soy un simple aficionado a la historia, un sencillo lector de historia.

Y, ya puestos, me gustaría decir una cosa, si me permites, que me parece muy importante: una cosa que quiero decir aquí o que me importa mucho decir aquí. Has descrito unos rasgos que están presentes en algunos de mis libros, digamos, en algunos de mis libros más recientes. Añadamos algo.

Me interesé por la historia a partir de un cierto momento: digamos en torno a los cuarenta años, justamente cuando escribí un libro que se llama Soldados de Salamina, la novela en la que descubrí la historia de Rafael Sánchez Mazas. Antes la historia, la historia colectiva, tenía un papel muy secundario en mis libros. 

Me interesa la historia en la medida en que forma parte del presente, en la medida en que está entre nosotros. Es decir, no me interesa escribir novela histórica, como has dicho muy bien. Insisto: lo que yo escribo no es novela histórica, al menos en el sentido tradicional. No escribo novelas históricas, de esas en que se habla de la prehistoria o en que se habla de los romanos, obras que por otra parte son muy bonitas y muy divertidas. Ahora bien, no tengo nada que ver con eso. Yo hablo de la historia en la medida en que es presente, algo que nos concierne, como dices.

Y, en este sentido, ¿qué quiere decir que la historia es presente? Soldados de Salamina, que es la primera de las novelas en que empecé a hablar de la historia, se puede describir de muchas maneras, como todas las obras. Pero, en realidad, se puede describir del siguiente modo: lo que se cuenta es la historia, una circunstancia menor, de un tipo de mi edad. En aquel momento, justo al abordarla, yo tenía cuarenta años. Estamos hablando del año 2000 o 2001.

La novela se publica cuando el llamado movimiento para la recuperación de la memoria histórica (la discusión sobre la Guerra Civil, el Franquismo, etcétera) todavía no ha empezado con la intensidad explosiva con que lo hará en los años siguientes.

La historia la protagoniza y la cuenta un tipo que resulta ser como la gente de mi generación. En aquel momento, para la gente de mi generación, la Guerra Civil era algo tan ajeno, tan remoto, como la batalla de Salamina: una cosa que les había pasado a los abuelos.  Muchos estábamos hasta las narices de la Guerra Civil. De hecho, mi generación no había escrito sobre la contienda. Prácticamente, mis coetáneos no habían escrito novelas sobre la Guerra Civil, no habían realizado películas ni nada de esto. La contienda era una cosa horrorosa y remota que les había ocurrido a nuestros abuelos. Ya se sabe: el conflicto había sido gente matándose en una circunstancia que nos resultaba ajena. Nosotros queríamos ser modernos o incluso posmodernos, queríamos ser y éramos contemporáneos de Almodóvar, queríamos ser europeos…

Por tanto, de entrada la Guerra Civil no nos interesaba. El protagonista y narrador de mi novela es alguien así. Es un periodista que, por azar, se enfrenta a – o se encuentra con – un oscuro y olvidado episodio de la Guerra Civil. Me refiero al fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Me refiero a la pequeña historia de un escritor oscuro, falangista, del que pocos saben algo. Me refiero a un tipo que estaba ahí, enterrado en los libros de historia, alguien a quien fusilan y sobrevive, en fin. Lo fusilan, se salva, gracias a un soldado republicano que exactamente le salva la vida.

Este narrador, que es periodista, por azar se enfrenta a este episodio. Lo investiga. ¿Y de qué se da cuenta? Al final de su investigación – es decir, al final del libro – se da cuenta de que estaba en un error absoluto, de que el pasado es presente. Se da cuenta de que sin ese pasado que él creía remoto, ajeno a sí mismo, sin ese pasado que no tenía nada que ver con él, su vida no se entiende.

Esto es, halla en el pasado el sentido de su propia existencia: el sentido de su propia vida y el sentido de la vida de su país. Porque este muchacho que – al principio tenía, como muchísima gente de mi generación y sobre todo los intelectuales, una visión fría y distante de la Guerra Civil – acaba abrazando de manera emotiva pero también política y racional una causa para él olvidada. Acaba interesándose por un viejo soldado republicano, que está pudriéndose en un asilo.

Yo creo que es a partir de este momento – y esto lo he escrito en alguna parte – cuando mis libros cambian. Cambian para convertirse en una especie de alegato contra la dictadura del presente, contra lo que he llamado “la dictadura del presente”. Es decir – y  sé que en tu libro, El pasado no existe, esto también lo tratas –, vivimos en un momento en el que parece que el mundo que existe es el presente, únicamente el presente: no sólo en España, sino también en todas partes.

Esto es fruto – en mi opinión y no sólo en mi opinión – de un hecho fundamental en nuestro tiempo, que es el poder abrumador y extraordinario de los medios de comunicación. Como sabemos, esto tiene cosas muy buenas, por supuesto, pero también tiene sus efectos secundarios. Y uno de esos efectos secundarios del poder abrumador de los medios de comunicación, es pensar o constatar que lo que no está en los medios no existe. Los medios no sólo reflejan la realidad. Eso es falso. La crean. Aquello que no está en los medios de comunicación no existe. Hasta que no vemos ahí, en una playa, un niño muerto, resulta que no existe, resulta que no se mueren los refugiados.

Los medios de comunicación crean la realidad. Pero el efecto secundario es tremendo. ¿Cuál es? Lo que ocurre hoy es importante para los medios de comunicación, pero lo que ocurrió ayer ya es el pasado. Lo que ocurrió hace una semana ya es prácticamente la Prehistoria y lo que ocurrió el mes pasado, en fin, no interesa a nadie, sea lo que sea. Todo induce a dejarse llevar por la ilusión de que el presente sólo se explica desde el presente y de que el pasado es un país ajeno, como dijo David Lowenthal.

Esto es una falsedad absoluta que mutila la comprensión del presente. Porque el pasado, sobre todo el pasado que a mí más me interesa, y a muchos de ustedes seguro que les interesa más el pasado del que todavía hay memoria y testigos, no ha pasado. Ese pretérito forma parte del presente. Ese pretérito es una dimensión del presente. Sin ese pretérito el presente es absolutamente incomprensible. Vivimos en un presente mutilado porque no tenemos en cuenta ese pasado. Ya lo dijo Willliam Faulkner, en esa frase famosa tan reiterada y cierta y que ahora parafraseo: el pasado no está muerto y ni siquiera es pasado. Sobre todo este pasado, del que hay memoria, del que hay testigos… Sin ese pretérito simplemente no entendemos el presente: el presente está amputado.

En este sentido, los libros que yo he escrito, – y que tú efectivamente los has descrito muy bien – son investigaciones sobre eso. O más aún: en algunos de ellos,  yo diría que la mayoría, hay un diálogo entre el pasado y el presente. Pero precisemos. A mí el pasado por sí mismo, por supuesto que me interesa. Me puede atraer una cosa arqueológica, una curiosidad… Pero al final lo que de verdad me interesa es lo pretérito en la medida en que es presente. Y por eso me interesa la Guerra Civil en esa novela, por eso me interesa la Transición en Anatomía de un instante… Por eso me interesan este tipo de cosas.

En cuanto a lo de los héroes, eso que dices de los héroes, pues es verdad. Ése es uno de los temas predominantes de mi reflexión, quizá uno de los temas fundamentales de mi reflexión en los libros que he escrito últimamente. Pero claro, hay héroes de muchos tipos. Cada uno es distinto. La mía no es una prosa que exalte de modo olímpico a los héroes. ¿Por qué razón? Porque en mis páginas hay incluso héroes de la traición, héroes que hacen de la traición su gesto honorable, como efectivamente son los protagonistas de Anatomía de un instante, los protagonistas de la Transición. Héroes de la traición.

JS: Los llamas héroes de la retirada.

JC: Héroes de la retirada o héroes de la traición, sí.  En  Soldados de Salamina, por ejemplo, el protagonista, el verdadero protagonista, es un héroe de la traición: un soldado republicano que salva la vida de un hombre que es su enemigo. O, dicho de otro modo, un combatiente que salva la vida de un retenido, de un señor que se llama Rafael Sánchez Mazas (aunque él no lo sepa en ese instante) y que es, en fin, uno de los poetas, ideólogos y fundadores del Fascismo español y del Falangismo.

Lo salva en una situación muy complicada y que a él mismo puede costarle la vida. Es un personaje extraordinario, un tipo de gran coraje. Estamos hablando del año 2001. Es uno de esos españoles extraordinarios, deslumbrantes, que ahora se sacan otra vez a la luz con todo merecimiento. Es uno de esos españoles que estuvieron con Philippe Leclerc, el general Leclerc, que lucharon por vez primera contra el Fascismo, que vencieron por vez primera al Fascismo: españoles que hicieron la campaña de África por un lado para luego marcharse a Inglaterra y entrar por Normandía, liberando el país. Etcétera. Verdaderamente son héroes. Miralles, el personaje de Soldados de Salamina es un individuo visto – entrevisto más bien porque solo aparece al final del libro –, pero es el verdadero protagonista del libro. Es un héroe duro. Es un héroe homérico.

JS: Cierto, cierto, pero si me perdonas, aunque haya una referencia homérica muy explícita, yo creo que no es un héroe tan previsible. Tú mismo señalas en alguno de tus libros que los héroes no son ese puñado de combatientes que libran la batalla final, que los héroes no se constituyen como ese pelotón que va a salvar a la humanidad en el último momento.

Antes al contrario, son individuos que se comportan como tales, como héroes, justo cuando no estaba previsto que lo hicieran, cuando de entrada no estaban condicionados para ello. Es decir, sacan lo mejor de sí mismos, la bondad o la generosidad, en una situación que les es hostil o extraña, de extremado riesgo. Por eso los admiramos y por eso creo que funcionan muy bien en nuestros días, pues ya no son tipos guerreros, sino sujetos morales.

Seguramente ya no toleramos los gestos heroicos que implican el libramiento y la muerte, el sacrificio o la inmolación en nombre de las grandes causas. Seguramente ya no aceptamos la idea de que el otro, el otro ser humano, no es más que un tipo sin rostro, un mero instrumento que puede ser usado y finalmente desechado o aplastado. Nos convienen y nos conciernen mucho más, desde el punto de vista moral, estos sujetos morales. Aun siendo pequeñitos – y Miralles no es un personaje que cambie la historia por sí mismo –, se muestran capaces de realizar un gesto que define a toda la humanidad. Por tanto, un gesto que mejora a la humanidad.

JC: En el caso de Soldados de Salamina, sí. Es como tú lo describes. Pero cada uno de mis libros plantea una reflexión distinta sobre el heroísmo, sobre el antiheroísmo, etcétera. En el caso de Miralles, el personaje de Soldados de Salamina, es el único héroe puro que yo he creado y que podría crear, seguramente. Es un héroe moral, según señalas. Es un héroe en el sentido más noble. ¿Por qué razón? Pues porque no mata cuando tocaba matar, cuando tocaba cumplir con el deber más odioso. 

Quizá debería recordarlo, aunque el motivo o la imagen central de Soldados de Salamina es un hecho histórico, ocurrido realmente y hoy conocido, muy conocido. Al final de la Guerra Civil, los republicanos se retiran a Cataluña. En un santuario convertido en una cárcel republicana, alguien – que me parece que ya sabemos quién es – toma la decisión desesperada de fusilar a casi cincuenta personajes franquistas muy relevantes.

Se trata, ya digo, de un grupo de personajes importantes, banqueros, altos cargos…: gente así. Y entre ellos está Rafael Sánchez Mazas. Insisto: un personaje que es fundador de Falange, ideólogo fundamental… El caso es que este hombre, que se ha pasado toda la guerra escondido en diversos lugares, está entre esos prisioneros. 

Se produce un fusilamiento colectivo, una carnicería previsible en medio de un bosque: concretamente, en una zona muy próxima a la frontera francesa, una zona muy boscosa en donde ponen y disponen a estas cuarenta y tantas personas. De ese conjunto abigarrado, uno de ellos, Rafael Sánchez Mazas, escapa. Lo buscan y comprueban que efectivamente ha huido. Los soldados lo buscan. Tienen órdenes, naturalmente, de matarlo o de hacerlo prisionero.

Emilio Isgró, Rettangolo Patetico, 1987.

Emilio Isgró, Rettangolo Patetico, 1987.

Y aquí empieza el episodio. Es algo que Sánchez Mazas contaba a su familia y a muchos otros siempre que podía o se dejaban. Lo narraba con una mezcla de orgullo y fantasía. Y es una historia que a mí me la contará uno de sus hijos, Rafael Sánchez Ferlosio. El episodio es el que ahora detallo.

Un soldado encuentra a Sánchez Mazas y... El soldado le apunta con su fusil y, justo en ese momento se oye una voz que dice: “bueno, qué, ¿lo encontráis?, ¿no lo encontráis?”. Los soldados están apurados, tienen que irse, se están muriendo, los falangistas están a punto de llegar. Y este hombre, este combatiente, mirándole a los ojos y apuntándole con el fusil dice: “no, aquí no hay nadie”. Se da media vuelta y se va. Ese acto es un acto misterioso. Cuando yo se lo oí contar a Rafael Sánchez Ferlosio por primera vez me quedé perplejo.

Alguien sostuvo en cierta ocasión que debemos escribir sobre lo que conocemos. Yo opino justo lo contrario: escribo siempre sobre lo que no conozco, sobre lo que no entiendo. Cuando Sánchez Ferlosio me cuenta eso, me quedo fascinado con la historia y me hago una serie de preguntas. ¿Pero por qué este individuo le salva la vida a Sanchez Mazas? ¿Qué hay en la mirada de este individuo?

JS: Si me permites, no creo que sea tan excepcional… Por supuesto lo es en un cierto sentido. Es excepcionalmente heroico el gesto de no acribillar al personaje. Pero...

JC: Permíteme que te diga una cosa, que te insista. Es un gesto enigmático. Estamos al final de la Guerra. Estamos frente a un tipo que es el fundador de Falange, frente a un señor que tiene responsabilidades. Estamos en una situación desesperada. ¿Entonces? Quien contempla ese acto, la gente que sabe de ese acto,  dice: es un gesto de compasión. Y es cierto. Es un gesto de piedad. Es un hombre que mira al otro, al extraño, y lo reconoce como humano. Pero atención: es también un gesto de coraje.

Vuelvo a lo de antes, a nuestro olvido del pasado. Se nos ha olvidado, ciertamente. El pasado ya no cuenta, los personajes de los que hablo pertenecen a una generación remota y ajena. Etcétera. Entre esos olvidos está la guerra: cómo es una guerra de verdad. En las guerras de verdad cuando tú no matas, te matan a ti. Eso es lo que ocurrió en la Guerra Civil y ha ocurrido siempre.

Es un gesto de distintas facetas, es un gesto muy enigmático y misterioso. Y eso es lo que a mí me intrigó. Entonces, admitido lo anterior, sí que podemos decir que este soldado es un héroe. Este hombre sí que es un héroe. Pero, bien mirado, no es tal excepcional, porque efectivamente en muchos lugares del mundo han ocurrido historias de este tipo. Hasta en China hallamos a un enemigo que no mata a otro.

Claro, este gesto de piedad y coraje es al mismo tiempo un gesto universal. Estamos hablando de héroes, asunto sobre el que he reflexionado incansablemente. Y ya adelanto que mi próximo libro es también una reflexión sobre este mismo tema. Ahora bien, desde puntos de vista diversos. Un héroe no es solamente un personaje como los que encarna Bruce Willis, que cuando sale en las películas tanto nos gusta y nos entretiene. Un héroe entraña otras muchas cosas y, además, muy complejas.

JS: Fíjate. Hay un libro apenas conocido en el mercado español, un libro  importante, de Jonathan Glover. Se titula Humanidad e inhumanidad en el siglo XX. El autor, que es británico, trata lo que han sido las grandes violencias del Novecientos y trata particularmente sobre cómo debieron afrontar la violencia quienes debían ejercerla acribillando a un individuo o a una masa de individuos. Trata, en suma, del hecho moral. Alude, entre otras cosas, a la Solución Final. ¿Por qué se llegó a la Solución Final.

La Solución Final fue entre otras cosas un asunto técnico, el arreglo de un circunstancia embarazosa. ¿Y eso? Una de las cosas más incómodas por las que tuvieron que pasar los soldados del Tercer Reich es un padecimiento: tener que mirar a los ojos a quienes tienen que fusilar en masa. Los nazis habían barajado distintas posibilidades, habían estudiado distintas maneras de liquidar a los judíos. Por ejemplo, matándolos a golpes, dándoles palos, fusilándolos, etcétera. El invento del gas o, mejor dicho, la aplicación del gas Zyklon-B, fue un alivio para los propios soldados. Gracias a la aplicación de este ingenio de la química, ya no tendrían que mirar a los ojos de aquellos que iban a acribillar.

Con esto quiero decir que uno de los elementos morales más importantes que está en Soldados de Salamina es este que acabo de mencionar: sostener la mirada, mirar a los ojos de tu enemigo, sabiendo que te pueden matar si no lo matas…

JC: ¡Por los tuyos!

JS: Por los tuyos.

JC: Por no cumplir con tu obligación. Y es que los soldados, en la Guerra Civil, en las guerras, los soldados que no avanzaban, se los cargaban. La lógica: el soldado que no mata a quien tiene que matar lo liquidan. Eso era ejemplar, ejemplarizante: ninguno podría perdonarle la vida a nadie más. Hay numerosos testimonios. Así es la Guerra.

JS: Pero fíjate cómo han cambiado las cosas.  Al menos en un sentido moral. Hemos llegado a un punto, a un tiempo y a una sensibilidad colectiva (y no sólo en España), en los que matar, matar cruelmente, es algo que nos repugna. Lo señalaba muy oportunamente  Lipovetsky, Gilles Lipovetsky, en El crepúsculo del deber. Destacaba que cada vez más nos guía una moral indolora. Esto tiene cosas buenas y malas. Es un avance en cierto sentido. El avance es que no estamos dispuestos a acribillar al otro por las buenas, ni siquiera por los grandes ideales del Estado-nación, de la ideología, del movimiento. Estamos cada vez más alejados de ese horizonte, de ese siglo XX que tan pródigo ha sido la comisión de violencias masivas, en el ejercicio de las crueldades más atroces.

Pero la moral indolora tiene una cosa mala, una consecuencia indeseable, y es el hecho de retirarse, de no comprometerse. No me voy a implicar demasiado, si total son cuatro días. ¿Para qué esforzarse?

En este punto vuelve la distinción entre pasado y presente, ese abismo radical que creemos que los separa. Vuelve el error. El presente no es aquello que se consume sin consecuencias. El presente podemos vivirlo bajo el principio del carpe diem, pero cuidado: los efectos del carpe diem duran, el presente dura. Por tanto, puedes arrastrar las condiciones de lo que ya es pasado, tu propio pasado, justo cuando vivías en un presente continuo.

JC: Por eso, yo creo que quizás también es bueno decirlo aquí. Los historiadores tenéis una responsabilidad grande. Antes, al entrar, hablábamos de la escasa presencia de los historiadores españoles en el debate público. O al menos la echo en falta, lo cual tiene efectos nocivos importantes. Yo creo que hay una gran responsabilidad: hay que estar ahí, hay que contar las cosas como son para mostrar, sobre todo, el efecto del pasado en el presente.

Los analistas políticos, los politólogos, aquellos que ahora quieren dominar el debate en España, son indispensables, fundamentales. Cierto. Pero esos mismos politólogos, muchas veces, ignoran por completo la dimensión temporal. Entonces, desde ese punto de vista, la misión del historiador es básica. Hablo del presente. Hablo incluso del debate político, asunto en el que también han de involucrarse los historiadores. Si no sabemos de dónde venimos, ¿adónde vamos a ir?, ¿adónde vamos a ir a parar? Me parece importante que la investigación y el análisis se hagan en la universidad, pero no menos importante es que el historiador salga de la institución.

JS: Claro. Este asunto que planteas aparece, por ejemplo, en algunas de tus obras. Por ejemplo en El impostor. Ahí, el auténtico héroe es un historiador.

JC: Sí señor. Ese libro plantea, no me acuerdo exactamente en qué parte, un problema que para mí es muy serio. Antes lo hablaba con Juan Sisinio Pérez Garzón.

El libro plantea o intenta plantear muchos problemas, pero desde mi punto de vista hay uno que me preocupa particularmente. Y además me interesa mucho decirlo aquí, entre historiadores, porque habrá seguramente mucha gente que esté trabajando sobre estas mismas cosas.

Ustedes recordarán que fue en el año 2005 cuando se conoció el papel capital desempeñado por un historiador, un historiador que es el héroe de El impostor. Se llama Benito Bermejo. No es un historiador académico: quiero decir, no hace vida académica en la universidad. Es un freelance, pero es un historiador de verdad. De los de verdad.

Ese año de 2005 se descubre, se revela, cuál había sido la vida, el pasado, del presidente de la principal y casi única asociación de ex deportados españoles en los campos nazis: la Amical de Mauthausen. Su nombre: Enric Marco. Por entonces era un individuo que había alcanzado una notoriedad absolutamente extraordinaria.

Se le veía y se le tenía como un verdadero héroe civil. Daba conferencias por todas partes, sobre todo a los chicos jóvenes, en los institutos.  Este hombre había sido entrevistado por periodistas – y por historiadores también – en la televisión, en la radio y en otros medios. En fin, era una celebridad y disfrutaba de una gran celebridad, fama que le había llevado a lo más alto. Le había llevado a hablar en el Parlamento español.

Allí lo hizo en nombre de todas las víctimas: no sólo los damnificados de la deportación, sino también los del holocausto. Era el primer homenaje que se tributaba en el año 2005 a las víctimas del Holocausto. Marco hizo llorar, como hacía llorar siempre a una parte de su auditorio. Este hombre conmovía verdaderamente a las audiencias. Fijémonos: hizo llorar incluso a una futura ministra de defensa, a Carme Chacón. Estas imágenes están disponibles en YouTube. En fin, conmovió a todo el mundo.

Como se sabe, Mauthausen fue el campo de concentración donde fueron confinados la mayor parte de los deportados españoles. Por supuesto, la mayoría eran republicanos que se habían exiliado y que habían sido apresados por los nazis en Francia y de allí remitidos  a campos.

Pues bien, cada año se celebra en el Centro un gran acontecimiento: actividades, conferencias, etcétera. En los actos previstos para 2005, por vez primera un deportado español iba a hablar en nombre de todas las víctimas y de todos los deportados. Era una gran oportunidad, pues se se celebraba el septuagésimo aniversario de la liberación de los campos. Quien iba a hablar era este hombre, un tipo impresionante. En todos los sentidos.

Por la pesquisa de un historiador pudo descubrirse que este individuo no había estado jamás en un campo de concentración. El historiador que lo averiguó, Benito Bermejo, hizo un trabajo serio, como es debido, y dijo que el pasado, el propio pasado que contaba este hombre, no cuadraba. Entonces, Marco se vio obligado a revelar que nunca había estado en un campo de concentración. Ésta es la historia, ya muy conocida.

Para mí, este caso revela muchísimas cosas acerca de nuestro país, acerca de las relaciones de la historia con otras cosas y acerca del ser humano en general. Pero hay otro asunto que es un debate fundamental y que no sé si se está llevando a cabo en España. Es algo que me preocupa y que merece la pena sacarlo aquí, en un congreso de historiadores. Es una cuestión que en otros lugares, por ejemplo en Francia, ya ha tenido lugar y está muy avanzada.

En síntesis sería lo siguiente: durante muchos años, la memoria no ha tenido un papel en la reconstrucción de la historia; de un tiempo a esta parte – podríamos discutir desde cuándo – podemos constatar  que la memoria, que antes no tenía ningún papel, ha cobrado un protagonismo  extraordinario, brutal.

Cuando digo brutal me refiero a hipertrofia de la memoria, es decir, que el discurso de la memoria ha ocupado en gran parte el papel reservado a la historia y tanto ésta como el historiador se han replegado. Esto me parece muy preocupante porque obviamente la memoria es fundamental para la reconstrucción del pasado y, sobre todo, para la reconstrucción del pasado inmediato. No estoy diciendo que no haya que contar con la memoria. Por supuesto que hay que contar con ella, pero con la historia también. Ante el testigo, ante el espectador, la historia no puede ceder sus obligaciones. Dicho en otros términos: la memoria es frágil y debe ser sometida a crítica.

Cuando empecé a escribir El impostor y a darle vueltas y más vueltas me preguntaba sobre el engaño: cómo fue posible que este hombre engañara a todo un país, porque efectivamente engañó a todos. Cómo es posible que nadie se extrañara frente a lo que estaba contando. Hay muchas respuestas, muchas explicaciones, pero voy a centrarme en dos o tres que nos atañen particularmente.

Emilio Isgró, Sudpolarkarte, 2008.

Emilio Isgró, Sudpolarkarte, 2008.

En primer lugar, ¿por qué este hombre comenzó a tener éxito? La respuesta es muy fácil: porque contaba lo que todo el mundo quería escuchar. Este individuo hablaba de su experiencia en los campos, pero también de la Guerra Civil, del franquismo, de todo eso, porque él había estado en todas partes. ¿Qué quiere decir que contaba lo que la gente quería escuchar? Pues que proporcionaba  una versión edulcorada de las cosas, una versión amable, una versión digerible, que no molestaba a nadie.

Proporcionaba una versión sin eso que Primo Levi – que para mí sigue siendo el gran relator del Holocausto – llamaba “las zonas grises”, las zonas de sombra. Son lugares donde los verdugos se convierten en víctimas; y las víctimas, en verdugos. La suya era una versión heroica. Él, Marcó, siempre había estado en el lado bueno. Todos habíamos estado en el lado bueno, todos los españoles habíamos sido republicanos, todos habíamos sido  antifranquistas durante el franquismo, etcétera, etcétera. Es decir, era una versión que complacía, una versión kitsch. O sea, una falsificación de la historia.

Esto encantaba; provocaba aplausos y lágrimas. Marco proporcionaba una versión sentimental. Insisto, una versión que encantaba a la gente, dispuesta a olvidar o a ignorar esos grises o zonas de sombra. Una de las cosas que descubrí mientras escribía este libro es que, cuando se trata del pasado más duro, personal o colectivo, lo que nos gusta son las mentiras. Hay una frase del filósofo y ensayista búlgaro-francés Tzvetan Todorov – al que le entusiasmó mi libro – a retener. Después de la guerra, convencidos los franceses de haber sido todos unos resistentes, el General De Gaulle admitió que les français n’ont pas besoin de la vérité, es decir, que no tienen necesidad de la verdad.

Me acuerdo de que hubo personas, algunas muy inteligentes como Claudio Magris, el gran escritor italiano, que cuando estalló el caso Marco publicó un artículo en el Corriere della Sera que se titulaba “El mentiroso que dice la verdad”. El argumento de Magris era que este hombre había mentido, como hace mucha gente, lo que en principio está mal. Sin embargo, Marco había contribuido a difundid una verdad que necesitaba ser difundida: la verdad del Holocausto o de la deportación, la verdad de los nazis, la verdad de la guerra española, etcétera, y esas verdades necesitaban ser extendidas entre los jóvenes. Yo creo que esto es un error total, porque lo que difundía Marco no era la verdad, era el kitsch de la verdad, una falsificación de la verdad; una verdad edulcorada, sentimental, etcétera.

Permíteme, Justo, seguir con el segundo punto que he anunciado.

JS: Adelante.

JC: Hay otro elemento que explica por qué no se puso en duda el relato de este hombre. Es lo que yo he llamado en el libro, de manera provocativa pero fundamental, “el chantaje del testigo”. Es lo siguiente: tenemos la idea, hoy, de que en este mundo, en el que la memoria ha invadido la historia, el testigo siempre tiene la verdad. Quien lo ha llevado al límite ha sido Elie Wiesel, al que muchos de los supervivientes del Holocausto han puesto muy seriamente en duda. Pues bien, dice que quienes tiene la verdad del Holocausto, de los campos de concentración, son solo los supervivientes de los campos nazis.

Punto y a aparte. De acuerdo con esta lógica, los historiadores no pintan nada. No estuvieron allí y por tanto no saben nada. Esto es un error, este es el chantaje del testigo. Podríamos parafrasearlo.  Yo estuve allí, yo sé la verdad. Ustedes se callan; no tienen nada que decir. Esto es un gravísimo error. ¿Por qué? Para responder siempre pongo un ejemplo que me gusta mucho, el de La cartuja de Parma, que muchos de ustedes recordarán. El protagonista de la novela de Stendhal, que se llama Fabrizio del Dongo, es un entusiasta y un idealista de Napoleón. Llevado de su entusiasmo, acude a la batalla de Waterloo  con el propósito de participar en ella y, en efecto, participa.

Sin embargo, Frabrizio no entiende absolutamente nada de la batalla, es decir, para él ese choque bélico es únicamente polvo, caballos, gritos... Y ya está. De hecho, pasa Napoleón y ni siquiera lo reconoce. Esto se escribe así para presentarnos la batalla de cierta manera, lo que de ella puede saber el testigo. Es un modo magistral que, por cierto, Tolstoi repite, copia o imita en Guerra y Paz. Es decir, si tuviésemos que explicar la batalla de Waterloo según el testimonio de Fabrizio del Dongo, no entenderíamos nada.  Sólo es un caos lleno de furia y ruido que no significa nada.

Por eso, tiene que venir el historiador a poner orden y significado.  Y por supuesto debe ir a los testigos, debe reunir todos los testimonios posibles, obtener otras informaciones y, con todo eso, darnos el sentido de la batalla y de las guerras napoleónicas. Trazar un sentido. Yo no estoy diciendo que no haya que hacer caso a los testigos. De ninguna manera. Lo que hay que hacer, para mí, es la crítica de la memoria. Igual que debemos hacer la crítica de la historia, basada en los documentos. Ni siquiera los documentos son siempre fiables. Como saben muy bien los historiadores, hay que someterlo todo a crítica.

También hay que someter a crítica la memoria, los testimonios de los testigos. No se puede sacralizar la memoria. De hecho, creo que la sacralización de la memoria ha sido muy mala para todos, porque si se sacraliza la memoria, sacrificas la verdad. Hay que escuchar al testigo. O sea, sería absolutamente fundamental hablar con Fabrizio del Dongo: te podría proporcionar un dato fundamental sobre Waterloo. Pero no basta con ello. Y esto es lo que creo que ha ocurrido en los últimos tiempos, ceder ante el testigo, y es peligroso.

Yo sé, por ejemplo, que en Francia esto sí ha provocado un debate serio y sé que hay, que se realiza, una crítica seria de la memoria. En cambio, en España, donde además la palabra memoria tiene connotaciones de otro tipo, ya he visto que algunos historiadores, sotovocce, se ha quedado por debajo y sin llamar mucho la atención. No han hecho la crítica de una expresión que en España ha hecho fortuna: la memoria histórica. Aquí no entiendo la expresión de memoria histórica; no me parece que sea válida, ya que fomenta el confusionismo del que estamos hablando. Como saben, la expresión, que dicen que es de Pierre Nora, no es suya, sino de Maurice Halbwachs.

JS: Memoria histórica, memoria colectiva.

JC: Memoria histórica también. Lo que pasa es que “memoria colectiva” en Francia se usa y “memoria histórica” solo se usa en el ámbito español.  A mí esto me preocupa porque, en España, es a la vez un eufemismo y un oxímoron. Aquí se habla del movimiento para la recuperación de la memoria histórica, movimiento que, por cierto, me parece absolutamente justo y necesario. Otro asunto es, dado el momento en que estamos ahora, no entiendo la calificación, la formula. Tendría que haberse llamado “movimiento para la recuperación de la memoria republicana”. Eso es lo que reivindicábamos. O “movimiento para la recuperación de la memoria de las víctimas del Franquismo”.

¿Pero qué es la memoria histórica? Una señora a la que le han matado a su padre y está reivindicando por ello la memoria histórica. ¿Eso qué es? En segundo lugar, memoria histórica es un concepto muy confuso, es un oxímoron, una contradicción en los términos (como “matrimonio feliz”, ya saben). Pues bien, la memoria, como todos sabemos, es individual y debe ser individual, es subjetiva, es rebelde, es sumisa. Es como debe ser: cada uno tiene la propia.

En cambio, la historia es otra cosa. La historia aspira a ser objetiva y desde luego colectiva. Entonces, claro, yo no digo que la memoria y la historia sean incompatibles. Todo lo contrario: son complementarias. No obstante, yo no le veo ningún sentido a mezclarlas. Cada uno tiene su memoria, mientras que la historia aspira a ser de todos. La construyen los historiadores. Bueno, no solo los historiadores. En todo caso, a mí esto me preocupa mucho. Considero que es mala, y que ha sido mala para la historia, esta inflación, esta hipertrofia de la memoria. Es mala para el conocimiento del pasado.

JS: Estando básicamente de acuerdo con lo que dices, y admitiendo que en efecto hay una hipertrofia de la memoria, me gustaría hacer alguna matización.

Efectivamente, la memoria es en principio una función, un atributo y una cualidad individuales. Gracias a la memoria, nosotros tenemos identidad y gracias a ella también nos hacemos un relato de nosotros mismos, en buena parte engañoso, ya que nos hace creer que somos los mismos de principio a fin, que somos la misma cosa.

De repente un día, a los cuarenta años, descubres que te pareces extraordinariamente a tu padre y te dices: “Dios, llevo toda la vida intentando separarme del padre, de la figura tutelar del padre, y resulta que reaparece”. Reaparecen muchos elementos de tu juventud o de tu infancia que a lo mejor no te son muy cómodos hoy en día. Sin embrago, los vas encajando en un relato aceptable. Ahora bien, como tú has señalado, la memoria individual es poco fiable en la medida en que es fruto de las sensaciones, de la impresión sensorial: ya sabemos lo de la magdalena de Proust. Cualquier choque o roce de las impresiones pone en marcha el movimiento de la memoria y por tanto nos hace traer al presente recuerdos de hechos vividos o incluso no vividos.

Es más: ni siquiera los recuerdos que nos vienen son los más relevantes. Pueden ser incluso trivialidades. Punto numero dos: la memoria trae también recuerdos encubridores, que pueden ser perfectamente recuerdos de nimiedades. ¿Por qué me acuerdo de esto cuando realmente de lo importante no me acuerdo? Y eso que ahora evoco tapa completamente lo que es relevante. Frente a la memoria, la averiguación, la investigación, que es lo que hacen los investigadores, es otra cosa bien distinta: investigar implicar no dejarse llevar por las sensaciones. El historiador no puede ser un tipo fácilmente impresionable.

Por otra parte, está también lo que llamaríamos recuerdos creadores, que alguna vez hemos vivido o padecido muchos o todos. “Yo estuve allí, yo estuve allí”. Cinco amigos tuyos que estaban allí y que, por tanto, saben quién estuvo y quién no te contradicen, para gran sorpresa tuya. “No. Tú no estabas allí”, te corrigen. Los analistas y los médicos tratan este asunto designando ese material como recuerdo creador. Te involucras fantasiosamente en unos hechos en los que no estuviste. Y no lo haces por embuste...

Si la memoria es tan poco fiable, y por otra parte necesaria, los historiadores no pueden abandonarse a la memoria, sino que tienen que someterla a crítica como tendría que hacer cualquier ciudadano.

Por otro lado, la memoria no es sólo individual. Yo soy muy hostil a esa idea genérica de que la memoria es colectiva, que todos estamos involucrados en lo mismo. Atención: la memoria de entrada es individual. Ahora bien, nunca recordamos solos; recordamos dentro de comunidades morales o de grupos humanos. Que esto es lo que subrayaba Maurice Halbwachs. Pongamos un ejemplo. Cuando alguien en clase me pregunta: “Oiga, ¿usted tiene memoria de la Guerra Civil?” Por supuesto de entrada yo le respondería que no, que no puedo conservar recuerdo alguno del conflicto, porque no viví la Guerra Civil. Pero a la vez le advertiría. Sí que tengo una cierta memoria de la contienda en la medida en que durante mi infancia y mi adolescencia recibí el relato constante de mis mayores – padres, abuelos, tíos – a propósito de la Guerra Civil. De este modo, cuando yo pude acceder a una visión académica y contrastada de la Guerra Civil, mi interior estaba relleno. Ese interior estaba completamente amueblado con relatos de identidades y de memorias.

JC: No puedo estar más de acuerdo. La memoria, no es que haya que prescindir de ella, sino que hay que someterla a crítica. Todo debe ser sometido a crítica, toda clase de documentos. En el último libro que he escrito, y que tú vas a leer bien pronto, uno de los temas es la enorme dificultad de reconstruir el pasado con exactitud, pues el pasado se nos va. A mi juicio, lo que hace el historiador – y es lo que intentamos muchos – es agarrarlo como sea, atraparlo, fijarlo. Porque el pasado se va: huye, huye y huye. Es un pozo negro.

Asimismo, al intentar reconstruir una vida casi anónima, me he dado cuenta de la cantidad de documentos equivocados, no perversamente manipulados, sino lógicamente equivocados, a los que me enfrento. Por ejemplo, un médico que se equivoca y que cambia totalmente el relato. Me he dado cuenta de la cantidad de inexactitudes que hay en los libros de historia, en los documentos de que se sirven los libros de historia. Eso en primer lugar. Y no sólo eso.

Efectivamente, el que recuerda se equivoca porque la memoria es frágil. Tú lo has explicado muy bien: es falible. Recordamos lo que recordamos. Ahora mismo, estaba yo intentando recordar  – nunca mejor dicho – un libro que ha publicado una actriz francesa muy conocida en Francia. Es una pequeña memoria, un pequeño relato. Ella estuvo en Auschwitz. Siempre ha creído, al menos hasta hace poco tiempo, que su destino en Auschwitz era la lavandería. Esto lo ha dicho y lo ha contado. Hasta que un día se encuentra a una superviviente que estaba con ella, una prisionera que hacía cuarenta años que no veía. Comienzan a charlar y la actriz le dice: “Cuando yo estaba en la lavandería…”. Y la otra interlocutora responde: “¿Perdona? No, no. Tú no estabas en la lavandería. Tú estabas recogiendo muertos”. A la primera mujer, la revelación la dejó en estado de shock. Durante buena parte de su vida, ella creía que su recuerdo era ése. Es más: no es un recuerdo interesado ni una mentira; es simplemente un recuerdo equivocado. La memoria le había bloqueado el hecho en sí por los motivos que sea, que seguramente son muy complejos.

En segundo lugar, quiero apuntar algo sobre esa otra memoria de la que tú hablas. Insisto: el concepto de memoria histórica es de una vaguedad inservible. La memoria de la Guerra Civil de la que tú has hablado, y que todos tenemos, es una memoria prestada. No es una memoria histórica mediatizada exclusivamente por nuestros padres, y por tanto mucho más frágil todavía y mucho más mediatizada que la memoria individual, que ya es frágil de por sí. Pero claro, este concepto, sobre todo académica e intelectualmente, es de suma vaguedad.

Precisamente a eso se acogía Marco para sus embustes. Este señor, Enric Marco, era un mentiroso. En un sentido literal. Cuando se le reprochaba esto, él se defendía apelando a la memoria histórica y respondía: “No, yo no contaba lo que me había pasado a mí. Era una memoria histórica, de los otros. Era una memoria que yo había leído en los libros y que había oído contar”. Indudablemente, creo que esto fomenta la confusión hasta límites verdaderamente terribles. Así que, por una cuestión de claridad, insisto en la memoria individual. Pero, bueno, aún no he mencionado el tercer elemento al quería referirme.

Hay numerosas razones que sirven para explicar por qué un país entero – historiadores, políticos, incluido – se tragó unas mentiras verdaderamente increíbles. Si miramos los reportajes televisivos que protagonizó Enric Marco, así como las historias que contaba, dan ganas de reír por no llorar. Era imposible que nos pudiésemos creer esas cosas y, sin embargo, nos las creímos. Parece mentira  que nadie saliera diciendo que aquello era una pachanga, teatro barato. Resulta increíble, sí, y es lo que nos hace preguntarnos una y otra vez por qué todo el mundo creyó a este hombre.

En este punto hay un elemento más. Hemos estado hablando del chantaje del testigo, que es el chantaje de la víctima. Esto suena terrible, pero es así. Es decir, las víctimas: las del terrorismo, las de la Guerra Civil, las del Holocausto, etcétera. Bueno, si ustedes lo prefieren, la confusión entre víctimas y héroes es lo mismo. Estas víctimas merecen toda nuestra compasión y todo nuestro apoyo. Absolutamente todo. Sin embargo, no son  necesariamente héroes.

JS: Y no necesariamente tienen la verdad.

JC: Y no necesariamente tienen la verdad, en efecto. Eso es el chantaje del testigo. Por ejemplo, un señor al que se le tiene como uno de los grandes escritores del Holocausto. No me acuerdo si tiene quince o dieciséis años. Está un día en Budapest, vienen unos nazis, unos SS, lo atrapan por la calle, lo meten en un furgón y lo mandan a Auschwitz. Éste ha sido una víctima, pero no un héroe: no ha hecho nada. Un héroe es el que dice “no”, un héroe actúa, es otra cosa. Entonces, ¿por qué todo el mundo se creyó esta gran mentira? Porque, como antes señalé, Marco contaba lo que todo el mundo quería escuchar, dando una visión halagadora de nuestro pasado. Contaba unas trolas tremendas pero halagadoras, buenas y muy favorecedoras: para todos nosotros.

En segundo lugar, era o se presentaba como testigo. Al presentarse como tal, nadie podía cometer la osadía de poner en duda sus palabras. Y en tercer lugar, encima, era o se presentaba como víctima. Estaba blindado, pues. Y, sí, tuvo que venir un historiador valeroso a desmontar el enorme embuste, un historiador a quien todo el mundo puso verde. Un historiador, un verdadero historiador y para mí un verdadero crack – como ahora se dice – y dijo: “Esto no funciona”. Y por ello, por desmentir a Marco, lo acusaron hasta de ser espía,  agente del CNI español, en tratos con la CIA. Esto se ha dicho y se ha escrito. El que lo hizo, un historiador, no se dejó chantajear por Marco. Y el deber de un historiador, como el deber de cualquier persona decente, es la verdad. Lo que pasa es que a veces la verdad es muy dura de decir, aunque Benito Bermejo tuvo el valor de hacerlo.

JS: La verdad y la víctima... En España, creo que, como consecuencia de la historia criminal de ETA y de los numerosos atentados que cometieron, se creó efectivamente durante un tiempo una imagen muy poderosa de la víctima como alguien que por principio tiene la verdad.

JC: No sólo con ETA, ¿eh? Aunque lo de ETA es un caso clarísimo.

JS: Sí, sí. No sólo con ETA. Yo recuerdo en cierta ocasión, en un debate televisivo que conducía María Calleja, en el que había un historiador y una viuda de un general asesinado. No diré el nombre. Recuerdo que el historiador trataba de decir algunas cosas muy sensatas. ¿Sobre qué? Pues que las víctimas no tienen por qué ser las que dicten la política penal y penitenciaria de España. Recuerdo que subscribí enteramente lo que decía este colega y escribí un artículo en El País. Pues bien, al cabo de unos meses recibí un correo de esta persona, de esta viuda, en el que me decía que yo no tenía entrañas, que no tenía sentimientos. ¿Y por qué me ultrajaba? Porque yo había criticado la idea de que, por principio, la víctima tiene razón. Por supuesto, es inconmensurable el dolor de la viuda, de la que debemos compadecernos, pero el dolor no da la razón o el saber necesarios para imponer la política penitenciaria. Perdón por la comparación que hago ahora. Imaginemos que todas las personas violadas, todas las mujeres violadas, dictaran la política sobre la represión del delito y sobre las penas a imponer. Por supuesto que hay que escuchar a las víctimas. Por supuesto que hay que escuchar el relato del dolor. Por supuesto que no hay que agravar su dolor añadiéndole más daño.

JC: Y que hay que estar con ellas, por supuesto.

JS: Y que hay que estar con ellas. Pero, por ejemplo, los enfermos no dictan la política sanitaria del país.

Permíteme cambiar de asunto. Aunque yo creo que en lo que estamos tratando hay otra cosa que tiene que ver con tu forma de escribir las novelas. Hay algo que no he dicho hasta ahora pero que creo que es esencial. Tiene que ver con la ficción y la no-ficción. Tú decías antes que la ficción claramente no existe.

JC: Pura.

JS: La ficción pura, pura. Si uno lee tus libros, que en repetidas ocasiones has denominado “relatos reales”, constatamos que cada vez hay menos ficción Pura, si es que alguna vez la hubo. Salvo los elementos seguramente más accesorios, como por ejemplo que el narrador de Soldados de Salamina llamado Javier Cercas. Se parece a ti, compartís nombre y apellido, pero en realidad no eres tú porque tiene elementos que no son tuyos. Pues bien, cada vez hay menos ficción y cada vez más, como un empeñoso historiador, como un empeñoso investigador, te propones pensar sobre esos hechos, sobre esos actos. Evidentemente, no te puedes documentar de todo. De todo no hay huella o rastro.

Entonces haces algo que está perfectamente tolerado por los historiadores, aunque a veces no lo sepan: conjeturar. Pero, atención, conjeturar quiere decir en este caso plantear hipótesis. Por ejemplo, en Anatomía de la historia yo conté, cuando la leía por segunda o tercera vez, las veces que tú ibas añadiendo adverbios y  condicionales de advertencia. Adverbios y condicionales gracias los que nos decías que algo probablemente había ocurrido tal como lo contabas.

¿Eso qué significa? ¿Qué estás fabulando? No, no, no. Tú partes de una base documentada, de pruebas, pero no siempre vas a tener la posibilidad de contrastar un hecho o un acto con un documento, un documento que te permita optar por esto o por lo otro. Tu escritura se desarrolla a base de conjeturas advertidas, en el buen sentido de la palabra: los hechos potenciales que ocurrieron justamente en esta circunstancia.

Con lo cual, un historiador puede hacer lo mismo. No se limita a contar sólo lo que está en fuentes. Como dijo un investigador hace tiempo, Hayden White, al que normalmente suelen evitar mis colegas: entre la nota veintidós y la nota veintitrés transcurren tres partes o hay tres párrafos. ¿Me quiere usted decir que entre estas dos notas al pie está todo documentado? ¿O acaso no ha incorporado usted algo? White llegaba a una conclusión muy extrema: la de que la historia es pura literatura y por tanto tiene la misma naturaleza que la ficción.

JC: No estoy de acuerdo con eso.

JS: Claro que no. Aceptar ese supuesto es caer en el escepticismo más radical. Pero sí que podemos aceptarle algo más operativo y que tiene que ver con tu escritura. Entre la nota veintidós y veintitrés, el historiador no se dedica a ser un mero transcriptor de lo que dicen las fuentes. No es mero portavoz. Antes al contrario, se plantea explicar y comprender qué es lo que sucede. Para eso, en ocasiones debe conjeturar, pero ha de advertir qué cosa está haciendo. No puede hacer pasar por real y documentado lo que es mera conjetura.

JC: Aquí planteas un tema que es complejísimo, pero muy interesante. Como decía en una conversación privada, estoy seguro de que en España hay numerosos historiadores que han escrito libros muy buenos. En esto estamos a la altura de cualquiera. Ahora bien, lo que no veo yo en España es lo que veo en otros sitios, como por ejemplo en Francia: historiadores interrogándose acerca de cómo contar la historia. Claro que existe, pero yo no lo veo. Hay que interrogarse constantemente acerca de cómo contar la historia: qué podemos hacer y qué no podemos hacer. Esto me parece importante.

Primero, en cuanto a mí, te diré que cada libro mío funciona de una manera diferente en este aspecto. Yo no tengo una regla de funcionamiento. La relación entre la historia y la ficción, es decir, cuánto de historia y cuánto de ficción hay en Soldados de Salamina es completamente distinta a la de Anatomía de un instante y completamente distinta a la de El impostor. Porque, en este asunto, la historia y la novela han funcionado de manera muy distinta.

Toda buena novela tiene sus propias reglas, las crea. El escritor las descubre a medida que escribe y el lector las descubre a medida que lee. Esto, en la historia, yo no sé si funciona así: no estoy seguro de que funcione así, de que cada libro de cada historiador tenga reglas distintas. En fin.

En mi caso, cada libro es diferente. Hay libros míos que son eso que tú llamas “relatos reales”, que yo también llamo “relatos reales” o “novelas sin ficción”. Pero sólo algunos, porque el tema lo exigía. También te puedo decir una cosa: un relato real, o sea, un relato histórico, que contenga una gota de ficción, ya es ficción. Es como una gota de veneno en un vaso de agua. Sin embargo, hay libros míos que no son ficción en absoluto. Los ejemplos de ello son Anatomía de un instante o El impostor. Yo podría explicar por qué y tú lo sabes muy bien. En cambio, Soldados de Salamina es distinto.

Anatomía de un instante es un libro que prescinde por completo de la ficción. Hay otra distinción fundamental: una cosa es la fantasía y otra, la imaginación. Algo muy importante para nuestro tema. La fantasía es inventar una cosa que no ha ocurrido, qué jamás ha sucedido. Yo me invento, por ejemplo, que Adolfo Suárez sabía bailar ésta o aquella pieza. Pues no es verdad; eso es una fantasía. Pero la imaginación me sirve para que, hablando con este y con el otro y leyendo treinta y tantos libros, poder decir: pues, en realidad, este individuo en ese momento podía estar en tal situación. Si yo soy bueno, si yo tengo una buena imaginación, voy y acierto o me aproximo mucho a la verdad. Esto efectivamente también lo hace un historiador. Recordemos esa cita que ahora parafraseo: la historia..., aquello que hace es reconstruir imaginativamente el pasado. ¡Imaginativamente el pasado! Exacto. La historia no reconstruye fantásticamente el pasado.

Pues bien, como es una reconstrucción imaginativa del pasado, eso significa que el historiador usa la imaginación. Lo que pasa es que el novelista tiene más libertad que el historiador. O puede tomarse más libertades. Para mí, un historiador es un tipo que tiene imaginación.  Imprescindible. Pero una imaginación de esta índole, cuidado. Reparemos en ello. El historiador no se queda con el dato pelado. Antes al contrario,  es un profesional capaz de partir de un dato para ir más allá y así entender algo que de otro modo no podíamos y no podríamos entender.

Pondré un ejemplo, un ejemplo que me encanta cuando hablo de la historia. Me refiero a Trevor-Roper. En concreto a su libro Los últimos días de Hitler. ¿Han leído ustedes esta obra? Es un libro extraordinario. Es el primer libro, o segundo, si no recuerdo mal, que tú me apuntaste en cierta ocasión.

Estamos en 1945. Trevor-Roper es un joven teniente del ejército inglés que va allí, a Alemania. Luego, Trevor-Roper será un gran historiador. Allí, en Alemania, se le ordena que haga un informe sobre qué carajo es eso de Hitler. Más aún: se le pide que detalle cómo fueron sus últimos días. Y Trevor-Roper escribe un libro que es una obra maestra. Hace algunas conjeturas acerca del funcionamiento de Hitler y de su gente, la que estaba por allí, el famoso círculo mágico, que luego todos han ido confirmando. ¡Trevor-Roper tenía una gran imaginación! Ahora bien, no sólo se servía de los documentos. Se servía de su imaginación. Más o menos podría haber dicho algo así como: “Esto pudo ser así. No digo que sea así, pero pudo haber  sido así”. Es lo que tú llamabas las conjeturas. O la imaginación.

JS: Creo que la mejor definición de imaginación con la que me he tropezado (de imaginación histórica, me refiero), es la de R. G. Collingwood. La encontré al leer su libro Idea de la historia (1946). Lo leí muy tarde, pero aún llegué a tiempo. Collingwood no es un soldado; es un filósofo de la historia: una disciplina ante la que, en principio, los historiadores tenemos una cierta prevención. Pero ese libro, con el que no siempre hemos de estar totalmente de acuerdo, tiene unos pasajes memorables dedicados a la imaginación. Cito de memoria.

¿Qué es la imaginación histórica? Estoy mirando el mar y veo un velero. Es evidente que ese velero está avanzando y, mientras..., mientras avanza, yo lo estoy viendo. De repente, algo distrae mi atención. Giro la cabeza y me pongo a mirar hacia otro punto del espacio. Pasan unos segundos, pasan unos minutos, y de nuevo vuelvo a escrutar la posición del velero. El velero está allí: en otro sitio.

¿Imaginación qué es? Reconstruir la línea de puntos que lleva de ahí a allí. Claro, en un velero parece muy sencillo. Suponemos que no habrá hecho zigzag. Lo normal es que haya ido en línea recta. Por tanto, establecemos una conjetura, aquella según la cual de un punto a otro el velero ha completado una trayectoria o una derrota determinada. No está descartado  equivocarse, pero lo más sensato es partir de la experiencia, partir de lo que ya puedo conocer.

¿Acaso puedo reconstruir en el laboratorio el fenómeno y, por tanto, ver al barco? No. No lo puedo hacer. Los historiadores no tenemos capacidad o recursos  para ello. Lo que hacemos es otra cosa: en el momento en que hay faltas o carencias de información – que siempre las hay- tenemos que aplicar la imaginación.

Luego hay otro elemento de la imaginación que a mí particularmente me gusta citar y que ya señalaba Carlo Ginzburg hace muchos años en una entrevista que le hizo un colega. Parafraseo. ¿Qué les pedirías tú a los jóvenes cuando empiezan a estudiar historia? Respuesta: que lean, que lean mucho.

Muy bien. Entra dentro de lo normal en una carrera de humanidades, ¿no es cierto? Más aún y en segundo lugar, añadía Ginzburg, cuyas palabras hago mías: que lean muchas novelas. Novelas, sí. ¿Para qué? ¿Acaso para abandonarse a la fábula o a la fantasía?  No.

La fábula y la fantasía son perfectamente legítimas, pero para los historiadores es preferible la imaginación, la imaginación moral. ¿Y qué es la imaginación moral? Poder ponerse en el lugar del otro. Evidentemente, esto no sólo se logra con las novelas. Por ejemplo, si uno lee una excelente biografía, inevitablemente sale de sí mismo: ya está bien de ser ese personaje aburrido que es cada uno de nosotros. Justamente, al seguir la trayectoria del biografiado nos abandonamos, nos escindimos. Por tanto, la imaginación moral en los historiadores es imprescindible. Si no, somos absolutamente chatos.

JC: Sí, por eso yo pienso que es un error en el que incurren algunos, no sólo historiadores: creer que el escritor y el historiador son lo mismo. Y no lo son. Es un error pensar que el poeta, el escritor, el periodista y el que hace ficción son lo mismo. Aunque hay novelas que no tienen ficción. Al menos yo escribo novelas sin ficción, obras que entran en el terreno de la historia. No  somos enemigos. Es un error inmenso. En el fondo, todos nosotros estamos buscando la verdad.

Lo que pasa es que las formas de buscar la verdad son distintas. A mí particularmente me gusta mucho volver a Aristóteles. Creo que es un buen sitio, un buen autor, al que volver. La distinción entre historia y poesía es básica. Aristóteles decía que la historia busca una verdad. Ambas disciplinas buscan la verdad, pero la historia busca una verdad concreta, factual. ¿Qué ocurrió en determinado lugar, a determinadas personas y en determinadas circunstancias? En cambio, la poesía, como decía Aristóteles, busca una verdad moral. Una verdad abstracta, una verdad universal.

Para leer un libro de Antony Beevor, tienes que estar interesado en Stalingrado, en Berlín durante la Guerra. Tolstoi por supuesto que habla en Guerra y Paz de las invasiones napoleónicas y un historiador puede aprender muchísimo sobre la historia de Rusia, etcétera. Pero en realidad Tolstoi está hablando del corazón humano, por así decirlo.

JS: Fíjate que, desde Aristóteles hasta nuestros días, también los historiadores vamos a la caza de una verdad moral.

JC: ¡Por supuesto!

JS: Aunque no sea ésa la meta pedagógica, el mensaje explícito, que nosotros planteamos en nuestros libros. Por lo común, un historiador no le dirá a su destinatario algo así como:  “Apreciado lector, en mi libro de historia usted va a aprender normas y valores del comportamiento humano…” No, no diremos eso. Eso no lo haremos nunca. Pero en nuestras obras sí que hay de manera implícita un supuesto moral que el buen lector puede captar.

JC: Lo que quería decir o añadir es que esta distinción de Aristóteles me parece pedagógica, me parece útil, pero luego hay muchas tomas de intersección, muchos diálogos, que se pueden establecer entre la historia y la literatura de manera legítima. El historiador no puede inventar, obviamente. Como el periodista: esto es una obviedad absoluta. El novelista, el escritor, tiene casi todo el derecho a inventar, a fantasear… Incluso a mentir, si queremos usar esa palabra. Acusar a un novelista de mentir, como hace por ahí alguno, algún despistado, es de primero de párvulos. Sin embargo, entre esos dos extremos, partiendo de esta base, hay un terreno fecundo y común. Todos podemos beneficiarnos de ese diálogo. Cuando uno se encierra uno mismo en su ghetto acaba siendo un pésimo novelista o un mal historiador. 

JS: Si me permites, vamos a ir acabando. Para terminar, por mi parte, quería formularte una duda o un reproche. El punto ciego es el último que has publicado hasta la fecha y es fruto de las conferencias Weidenfeld que impartiste en Oxford. Es verdaderamente interesante, porque ejerces de crítico de ti mismo y crítico de la literatura. Eres profesor de literatura (o al menos lo has sido) y, por tanto, no es una tarea extraña o ajena a tu oficio. Permítaseme decirlo: es, como todo lo que escribes, entretenidísimo y, en cada página, el lector puede estar subrayando y discutiendo lo que el autor dice.

Una de las cosas con las que yo me muestro más renuente o que a mí me ha sorprendido más es la porfía de presentar Anatomía de un instante como una novela.  En El punto ciego creo que es su principal leitmotiv. Trataré de explicarme.

Las novelas no sólo son los textos, sino los textos y los paratextos: las leyendas de contracubierta, las fajas de los libros, los prólogos, las declaraciones de los autores, etcétera. Cuando Anatomía de un instante aparece, el libro dispone de una nota de autor (fuera de texto, pues) en donde tú revelas que esto que sigue, que el libro que vamos a leer, es el resultado de una novela fracasada. No aventuras género alguno, no dices qué tipo de libro es. No afirmas que Anatomía de un instante es una novela.

Además, en el texto de la contracubierta, el editor añade que no se trata estrictamente de una novela, sino de una investigación acerca del pasado reciente. Creo que es fabuloso poder escribir un texto propiamente narrativo sin que sea una novela, sin reconocerlo como perteneciente al género novelesco. Si la novela entraña ficción y la ficción hace que éste o aquel libro se venda bien o mejor, entonces los editores prefieren identificar una crónica o una investigación real como una novela. Llegará a tanto público...

Y en eso llegó Anatomía de un instante y se vendió, llegando en efecto a un público muy numeroso. En cambio, después, en El punto ciego y ahora mismo, adoptas otra estrategia e insistes en que Anatomía de un instante es una novela. Por supuesto que puede serlo, porque bajo el rótulo de una novela cabe todo. Pero ahora vas y nos explicas qué dicen los paratextos. Vas y nos explicas cuáles eran las primeras instrucciones de lectura.

JC: ¡Pero si los paratextos los puse yo! Para empezar, hay que decir una cosa. Proust decía algo maravilloso. Decía algo así como que las buenas ideas, no son aquellas que suscitan la aquiescencia, sino las que provocan la crítica, la contestación. Y esto es muy cierto. Esto es una idea maravillosa, porque es verdad.

Una buena idea es que me digas “¡No, no, no! No estoy de acuerdo”. Es ahí en donde empieza la discusión. Esa es la buena idea, la que genera otras ideas. En cambio, la que provoca solamente asentimiento y razón no es una buena idea. Esto nos llevaría a una discusión larga.

Pero vayamos al meollo. Como tú dices, gran parte del libro trata de eso: Anatomía de un instante es un libro que habla del 23 de febrero de 1981, de un instante del golpe de Estado. En realidad, como también decías, es una visión de la Transición.

Para mí, por una serie de razones muy complejas y muy largas de explicar, llegué a la conclusión de que ese libro no debía ser una novela al uso, es decir, una novela como todas, que mezcla ficción y realidad. Todas las novelas mezclan ficción y realidad. No existe, insisto, la ficción pura. Además, si existiese, no tendría ningún interés. La ficción es interesante porque está alimentada de realidad, es su carburante. Pero la convención, desde siempre, desde el principio de los tiempos, es que novela implica ficción.

En mi caso, era absolutamente fundamental que lector supiera que este libro no era una novela de ficción. Por lo tanto, ésa era mi obsesión. De ahí también, por ejemplo, que el libro no sólo lleve notas, sino que, además, éstas sean eruditas, con aclaraciones sobre ciertos aspectos de la historia. En las notas se precisa: esto viene de aquí, esto viene de allá.

¿Por qué hice lo que hice? Entre otras razones, porque llegué a la conclusión de que el golpe de Estado del 23 de febrero era una gran ficción colectiva. En el mismo sentido en que lo es el asesinato de Kennedy. Yo siempre digo: ¿Qué es un español? Alguien que tiene una teoría sobre el golpe de Estado del 23 de febrero. Tengo la impresión de que se ha dicho de todo. ¿Por qué se ha dicho de todo? Para empezar no hay un solo libro de un historiador profesional, de verdad, sobre ese acontecimiento. Como mucho hay volúmenes de investigación firmados por periodistas, que no historiadores.

Por una serie de motivos, llegué a la conclusión, después de tres años de trabajo, que el golpe de Estado se había convertido en una gran ficción colectiva en clave de verdades y mentiras. Estaba enterrado debajo de un montón de teorías insensatas, de especulaciones sin fundamento, de verdades a medias, etcétera. Por tanto, mi obsesión era que este libro no contuviera ficción. Contiene conjeturas, contiene imaginación, ciertamente. Y eso me llevó a insistir – en el mismo texto de la contra, por ejemplo – en que este libro no era ficción. ¿Por qué? Porque la gente asocia ficción a novela. Y no era una novela.

Pues bien, con el tiempo, querido Justo, ha ocurrido que la gente acepta cada día más la novela sin ficción. No sólo una novela sin ficción, sino incluso una novela tan rara como ésta: acepta que Anatomía pueda ser y ser leída como una novela. Sin ficción. Algo semejante ocurre con El impostor.

Por ejemplo, en Francia ha suscitado mucho interés entre los historiadores, que dicen: “esto es un libro de historia”. Ante eso, yo lo confirmo y digo sí: es un libro de historia. En cambio, la lee un periodista y dice que más exactamente es una crónica, a lo que respondo afirmativamente. La lee un filósofo y dice que es un libro de filosofía y yo convengo con él y apruebo esa calificación. ¿Miento? No miento cuando les doy la razón a cada uno de ellos. ¿Por qué? Porque la novela tiene esa capacidad de fagocitarlo todo, de devorarlo todo: de ser historia, de ser crónica… Ese libro que es Anatomía de un instante es una obra tan rara precisamente por eso, por ser una novela. Es una novela por varios motivos. ¿Quieres que los explique?

JS: Creo que no tenemos tiempo.

JC: No tenemos tiempo, pero sí al menos para decir que estoy de acuerdo conmigo mismo: es una novela.

JS: Es una novela, puede ser una novela, justo porque el género es invasivo, imperialista, y lo admite toda bajo la rúbrica de novela. En todo caso, y quizá más importante: puede ser leído como una novela y de hecho ha sido leído como tal.

Muchas gracias, Javier, por este diálogo. Dos profesionales de disciplinas distintas conversan, encuentran numerosos puntos en común, simpáticas discrepancias y una voluntad de aprender. A eso podríamos llamarlos pequeños momentos de felicidad compartida.

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    1

    En Espagne, la licenciatura sanctionne cinq années d’études [NdT].

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    2

    Le Monarque des ombres, Arles, Actes Sud, 2018 (El monarca de las sombras, Barcelone, Literatura Random House, 2017) [NdT].

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    3

    En français dans le texte  [NdT].

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    4

    Centro Nacional de Inteligencia : service de renseignement et de contre-espionnage espagnol [NdT].

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    5

    Javier Cercas a publié depuis Le Monarque des ombres [NdT].

    Pour citer cette publication

    Javier Cercas et Justo Serna (dir.), « El punto ciego de la historia », Politika, mis en ligne le 17/01/2022, consulté le 26/10/2022 ;

    URL : https://www.politika.io/es/article/el-punto-ciego-historia